También a Bayyin, el sumo sacerdote, le llegó noticia al templo.
Se levantó y miró un rato al exterior, donde las personas se arracimaban ya. Después se volvió de nuevo hacia su visitante.
– ¿Aconteció todo tal como dices? -preguntó con exigencia, y su oscuro rostro se ensombreció más aún.
El hombre que estaba sentado sobre el cojín tragó saliva, pero asintió.
– Cada una de mis palabras es cierta, por los cuernos de Almaqh. Cuando Karib supo que deseabais negociar con Hadramaut, enseguida me recibió en persona. Cuando le pregunté cuál era la posición del nuevo rey respecto de nuestro asunto, me ordenó que esperara y llamó a una puerta por la que desapareció brevemente. Al cabo de un rato volvió a salir de aquella sala, caminando hacia atrás y realizando numerosas reverencias. Después se dirigió hacia mí y dijo que su rey le había concedido libertad total para negociar. Entonces lo interrumpieron porque alguien lo llamaba, y salió. Yo, aprovechando la ocasión, me levanté de un salto y abrí la puerta. Sólo un resquicio, señor, un resquicio de nada. -Sonrió y mostró la distancia con los dedos-. Para que no pudieran cortarme la cabeza si la asomaba demasiado.
Bayyin enarcó las cejas con impaciencia.
El hombre agachó la cabeza y se apresuró a seguir con su historia:
– Y ¿qué queréis que os diga, señor? La sala estaba vacía, absolutamente vacía, y no tenía ninguna otra salida.
El sacerdote se llevó un dedo a la sien para reflexionar. Su visitante inclinó la cabeza, buscando de nuevo su mirada.
– Si queréis oír mi opinión, señor, ya no hay rey en Hadramaut. Sólo tenemos trato con Karib y…
El sacerdote le hizo callar con un gesto de la mano. El hombre guardó silencio, se levantó, se inclinó y salió para recibir su pago de manos del ayudante de Bayyin. Con ello conseguiría para su familia un trozo de tierra del que dos veces al año sacarían una cosecha, una buena tierra de fango de aluvión. El hombre sonrió al pensar en cómo caminaría entre el cereal, que enseguida le llegaría hasta las caderas. Haría grabar su nombre en una placa del templo del valle, una bella pieza de alabastro, la primera en la que figuraría el nombre de la familia. Mientras bajaba la escalinata del palacio ya no volvió a pensar en Hadramaut ni en su rey.
Bayyin, por el contrario, seguía rumiando con concentración. De manera que el rey de Hadramaut, el único hijo de Ausun, había desaparecido. Dudaba de que Karib fuera responsable de ello. De haber tenido un cadáver, el consejero lo habría presentado ante el pueblo para hacer valer así sus pretensiones al trono. «No», pensó Bayyin sin dejar de caminar de aquí para allá, como una pantera en una jaula. El joven rey de Hadramaut debía de seguir con vida, pero ¿dónde estaba? Y, lo que era aún más importante, ¿por qué? ¿Qué le había hecho abandonar su palacio?
De nuevo se detuvo ante la ventana y contempló el intenso ajetreo de fuera. Sus ayudantes sacerdotales estaban ciertamente exaltados.
Los emisarios le habían descrito la magnitud de las riquezas que pronto pasarían por las puertas del templo para allí ser clasificadas, almacenadas y redistribuidas. Por lo que se oía, les esperaba un aluvión mayor que el de la luna de primavera, y los hombres temían ya que sus muros no pudieran contener el choque de tanta riqueza.
Bayyin sonrió; eran inexpertos, tenían pocas luces. La riqueza nunca era demasiado grande. Igual que hacían con la crecida, la encauzarían y la dirigirían a su antojo. Abrió la boca para exclamar algo, pero lo pensó mejor. ¿Conque Karib le aseguraba que tenía a una persona allí, en Marib, que aguardaba para asesinar a la reina? Alguien que podía acercarse mucho a ella. Alguien que los dejaría a ellos dos en disposición de repartirse pronto las riquezas de ambos reinos. ¿Era verosímil? ¿Era posible? ¿Era bueno?
– ¡Eh! -exclamó entonces desde la ventana-. No os quedéis ahí sin hacer nada. -Los ayudantes del patio bajaron la cabeza en cuanto oyeron resonar su voz-. Limpiad el altar para el sacrificio a los dioses. Tú, ve a comprar dos carneros. Nuestra reina vuelve a casa. Y traedme las varas con las inscripciones sobre los impuestos del agua. ¿Han reparado por fin los al-Shidshan el canal secundario que pasa por sus tierras?
Los cargó de tareas que, para gran satisfacción suya, los hicieron salir disparados en todas direcciones. Unos instantes después, el majestuoso patio estaba en silencio. Sólo la abubilla posada en el tejado emitía su llamada entre las portentosas columnas que proyectaban bandas de luz y sombras sobre el barro hollado.
– Debo reflexionar -murmuró Bayyin, el sacerdote-, reflexionar sobre todo esto.
La pompa de la entrada de la reina sobrepasó incluso a la de la comitiva de la boda celestial. Toda la ciudad salió para ir al encuentro de la caravana de Simún con literas y tiendas, instrumentos musicales y flores, de modo que la hilera de viajeros que avanzaban cubiertos de polvo sobre sus cansados animales quedó flanqueada por un colorido pasillo de espectadores engalanados de fiesta que extendían una interminable alfombra de flores a los pies de los camellos. Los hombres tendían odres de vino a sus héroes, se interponían ante ellos y se cogían de los hombros para bailar espontáneamente al ritmo de los cánticos del público y ofrecer así su arte a los recién llegados. Un grupo de guerreros entusiasmados se abalanzó con las espadas desenvainadas y frenó levantando una nube de polvo para dar media vuelta y retroceder de nuevo al galope; una demostración de ataque que fue recibida por gritos de júbilo y que terminó cuando cayeron de rodillas ante Simún. Los padres alzaban a los niños para que pudieran ver con sus propios ojos lo que más adelante se relataría en numerosos cuentos.
Justo frente a la puerta de la ciudad aguardaban los dioses. Tampoco ellos habían querido desaprovechar la oportunidad de aparecerse ante los vivos. Desde sus literas los miraban con fijos ojos pintados, y en su presencia el alboroto se comedió tanto que Simún, sin abrumarse, pudo descabalgar y caminar hacia el sumo sacerdote, que la aguardaba en silencio, rodeado de sus ayudantes.
– ¿Y bien? -dijo la reina a modo de saludo-. ¿Fluye también el agua por nuestros huertos?
Bayyin realizó ante ella una reverencia hasta el suelo, y las zarpas de su piel de leopardo arañaron el polvo con sus uñas. Escogió con esmero sus palabras y el tono de voz en que habría de pronunciarlas. Entonces sonrió.
– El agua fluye bien, los huertos florecen y prosperan.
Simún asintió con benevolencia y ordenó a sus guardias con un gesto de la mano que descargaran fardo tras fardo y entregaran a los sacerdotes cuanto habían traído consigo. El que tuvo la suerte de poder acercarse lo bastante y echar un vistazo, explicaría más adelante fantásticas historias. Bayyin no movió un músculo mientras la montaña que crecía entre ambos se hacía cada vez más alta y a sus hombres les sudaba la frente del esfuerzo de descargar las mercancías.
– Todo irá camino del templo -informó Simún-. Así como el incienso del cual procede. Más tarde decretaré eso también.
Apartó la vista de los fardos y miró en derredor. El oasis, de un verde oscuro, seguía murmurando a lado y lado del uadi como la maravilla que era.
– Sin nuestros huertos -le dijo a Bayyin- todo esto no sería más que lluvia en el desierto.
Su mirada se encaminó por los vergeles, se internó bajo las sombras de los árboles, saltó por encima de los canales.
El sacerdote aguardaba cortésmente a su lado, pero no repuso ni una palabra a lo que acababa de exponer Simún.
– Me alegro -afirmó, en cambio- de que hayas regresado sana y salva.
– Sana y salva -repitió Simún, y rió-. Sí.
Bayyin la repasó con la mirada de arriba abajo para comprobarlo. Ella reprimió el impulso de esconderse de él y permaneció erguida.