Teresa sintió deseos de reír. Órale. Todos apostaban al límite en aquellas extrañas cacerías que hacían latir a ciento veinte golpes por minuto el corazón, conscientes de que la ventaja sobre el adversario estaba en el escaso margen que definía ese límite. El helicóptero volaba bajo, amagaba con el patín, marcaba la posición a la Hachejota; pero la mayor parte del tiempo iba de farol, porque no podía establecer contacto real. Por su parte, la Hachejota cruzaba una y otra vez ante la planeadora para hacerla saltar en su estela y que el cabezón se gripase al girar la hélice en el vacío; o acosaba, lista para golpear, sabiendo su patrón que sólo podía hacerlo con la amura, porque montar la proa significaba matar en el acto a los ocupantes de la Phantom, en un país donde a los jueces había que explicarles mucho ese tipo de cosas. También Santiago sabía todo eso, gallego listo y requetecabrón como era, y arriesgaba hasta el máximo: giro a la banda contraria, buscar la estela de la Hachejota hasta que ésta parase o diera marcha atrás, cortar su proa para frenarla. Incluso aminorar de pronto delante con mucha sangre fría, confiando en los reflejos del otro para detener la turbolancha y no pasarles por encima, y cinco segundos después acelerar, ganando una distancia preciosa, con Gibraltar cada vez más cerca. Todo en el filo de la navaja. Y un error de cálculo bastaría para que ese equilibrio precario entre cazadores y cazados se fuera al diablo.
– Nos la han jugado -gritó de pronto Santiago. Teresa miró alrededor, desconcertada. Ahora la Hachejota estaba de nuevo a la izquierda, por la parte de afuera, apretando inexorable hacia tierra, la Phantom corriendo a cincuenta nudos en menos de cinco metros de sonda y el pájaro pegado encima, fijo en ellos el haz blanco de su foco. La situación no parecía peor que minutos antes, y así se lo dijo a Santiago, acercándose de nuevo a su oreja. No vamos tan mal, gritó. Pero Santiago movía la cabeza como si no la oyera, absorto en pilotar la lancha, o en lo que pensaba. Esa carga, le oyó decir. Y luego, antes de callarse del todo, añadió algo de lo que Teresa sólo pudo entender una palabra: señuelo. Igual está diciendo que nos tendieron un cuatro, pensó ella. Entonces la Hachejota les metió la amura, y el aguaje de las dos lanchas abarloadas a toda velocidad se volvió nube de espuma pulverizada que los empapó, cegándolos, y Santiago se vio obligado a ceder poco a poco, a llevar la Phantom cada vez más hacia la playa, de manera que ya estaban corriendo por el rebalaje, entre la rompiente del mar y la orilla misma, con la Hachejota por babor y algo más abierta, el helicóptero arriba, y las luces de tierra pasando veloces a pocos metros por la otra banda. En tres palmos de agua.
Chale, que no hay sonda, reflexionó Teresa atropelladamente. Santiago llevaba la planeadora lo más pegada a la orilla que podía, para mantener lejos a la otra lancha, cuyo patrón, sin embargo, aprovechaba cada oportunidad para arrimarles el costado. Aun así, calculó ella las probabilidades de que la Hachejota tocara fondo, o aspirase una piedra que chingara hasta la madre los álabes, de la turbina, eran mucho menores que las que tenía la Phantom de tocar la arena con la cola del motor en mitad de un pantocazo, y después clavar la proa y que ellos dos chuparan Faros hasta la resurrección de la carne. Diosito. Teresa apretó los dientes en la boca y las manos en los hombros de Santiago cuando la turbolancha se acercó de nuevo entre la nube de espuma, adelantándose un poco hasta cegarlos otra vez con su aguaje y dando luego una leve guiñada a estribor para apretarlos más contra la playa. Aquel patrón también era bravo de veras, pensó. De los que se tomaban en serio su chamba. Porque ninguna ley exigía tanto. O sí, cuando las cosas se tornaban personales entre machos gallos cabrones, que de cualquier desmadre hacían palenque. De lo cerca que estaba, el costado de la Hachejota parecía tan oscuro y enorme que la excitación que la carrera producía en Teresa empezó a verse desplazada por el miedo. Nunca habían corrido de ese modo por dentro del rebalaje, tan cerca de la orilla y en tan poca agua, y a trechos el foco del helicóptero dejaba ver las ondulaciones, las piedras y las alguitas del fondo. Apenas hay para la hélice, calculó. Vamos arando la playa. De pronto se sintió ridículamente vulnerable allí, empapada de agua, cegada por la luz, estremecida por los pantocazos. No mames con la ley y con lo otro, se dijo. Están echándose un pulso, nomás. Le cae al que se raje. A ver quién aguanta más pulque, y yo en medio. Qué triste pendejada morirse por esto.
Fue entonces cuando se acordó de la piedra de León. La piedra era una roca no muy alta que velaba a pocos metros de la playa, a medio camino entre La Duquesa y Sotogrande. La llamaban así porque un aduanero llamado León había roto en ella el casco de la turbolancha que patroneaba, raaaas, en plena persecución de una planeadora, viéndose obligado a varar en la playa con una vía de agua. Y aquella piedra, acababa de recordar Teresa, se hallaba justo en la ruta que ahora seguían. El pensamiento le produjo una descarga de pánico. Olvidando la cercanía de los perseguidores, miró a la derecha en busca de referencias para situarse por las luces de tierra que pasaban al costado de la Phantom. Tenía que estar, decidió, requetechingadamente cerca.
– ¡La piedra! -le gritó a Santiago, inclinándose por encima de su hombro-… ¡Estamos cerca de la piedra! A la luz del foco perseguidor lo vio afirmar con la cabeza, sin apartar su atención del volante y de la ruta, echando de vez en cuando ojeadas a la turbolancha y a la orilla para calcular la distancia y la profundidad a la que planeaban. En ese momento la Hachejota se apartó un Poco, el helicóptero se acercó más, y al mirar hacia lo alto haciéndose visera con una mano, Teresa entrevió una silueta oscura con un casco blanco que descendía hasta el patín que el piloto procuraba situar junto al motor de la Phantom. Quedó fascinada por aquella imagen insólita: el hombre suspendido entre cielo y agua que se agarraba con una mano a la puerta del helicóptero y en la otra empuñaba un objeto que ella tardó en reconocer como una pistola. No irá a dispararnos, pensó aturdida. No pueden hacerlo. Esto es Europa, carajo, y no tienen derecho a tratarnos así, a puros plomazos. La planeadora dio un salto más largo y ella se cayó de espaldas, y al levantarse desencajada, a punto de gritarle a Santiago nos van a quemar, cabrón, afloja, frena, párate antes de que nos bajen a tiros, vio que el hombre del casco blanco acercaba la pistola a la carcasa del cabezón y vaciaba allí el cargador, un tiro tras otro, fogonazos naranja en el resplandor del foco entre los miles de partículas de agua pulverizada, con los estampidos, pam, pam, pam, pam, casi apagados por el rugir del motor de la planeadora, y las palas del pájaro, y el rumor del mar y el chasquido de los golpes del casco de la Phantom en el agua somera de la orilla. Y de pronto el hombre del casco blanco desapareció de nuevo dentro del helicóptero, y éste ganó un poco de altura sin dejar de mantenerlos alumbrados, y la Hachejota volvió a acercarse peligrosamente mientras Teresa miraba estupefacta los agujeros negros en la carcasa del motor y éste seguía funcionando como si tal cosa, a toda madre y ni un rastro de humo siquiera, del mismo modo que Santiago mantenía impávido el rumbo de la planeadora, sin haberse vuelto una sola vez a mirar lo que estaba ocurriendo ni preguntarle a Teresa si seguía ilesa, ni otra cosa que no fuera continuar aquella carrera que parecía dispuesto a prolongar hasta el fin del mundo, o de su vida, o de sus vidas.