La piedra, recordó ella otra vez. La piedra de León tenía que estar allí mismo, a pocos metros por la proa. Se incorporó detrás de Santiago para escudriñar al frente, intentando atravesar la cortina de salpicaduras iluminada por la luz blanca del helicóptero y distinguir la roca en la oscuridad de la orilla que serpenteaba ante ellos. Espero que él la vea a tiempo, se dijo. Espero que lo haga con margen suficiente para maniobrar y esquivarla, y que la Hachejota nos lo permita. Estaba deseando todo eso cuando vio la piedra delante, negra y amenazadora; y sin necesidad de mirar hacia la izquierda comprobó que la turbolancha aduanera se abría para esquivarla al mismo tiempo que Santiago, la cara chorreando agua y los ojos entornados bajo la luz cegadora que no los perdía un instante, tocaba la palanca del trim power y giraba de golpe el volante de la Phantom, entre una racha de aguaje que los envolvió en su nube luminosa y blanca, eludiendo el peligro antes de acelerar y volver a rumbo, cincuenta nudos, agua llana, otra vez por dentro de la rompiente y en la mínima sonda. En ese momento Teresa miró hacía atrás y vio que la piedra no era la pinche piedra; que se trataba de un bote fondeado que en la oscuridad se le parecía, y que la piedra de León todavía estaba delante, aguardándolos. De modo que abrió la boca para gritarle a Santiago que la de atrás no era, cuidado, aún la tenemos a proa, cuando vio que el helicóptero apagaba el foco y ascendía bruscamente, y que la Hachejota se separaba con una violenta guiñada mar adentro. También se vio a sí misma como desde afuera, muy quieta y muy sola en aquella lancha, igual que si todos estuvieran a punto de abandonarla en un lugar húmedo y oscuro. Sintió un miedo intenso, familiar, porque había reconocido La Situación. Y el mundo estalló en pedazos.
Y al mismo tiempo, Dantés se sintió lanzado al vacío, cruzando el aire como un pájaro herido, cayendo siempre con un terror que le helaba el corazón… Teresa Mendoza leyó de nuevo aquellas líneas y quedó suspensa un instante, el libro abierto sobre las rodillas, mirando el patio de la prisión. Todavía era invierno, y el rectángulo de luz que se movía en dirección opuesta al sol calentaba sus huesos a medio soldar bajo el yeso del brazo derecho y el grueso jersey de lana que le había prestado Patricia O’Farrell. Se estaba bien allí en las últimas horas de la mañana, antes de que sonaran los timbres anunciando la comida. A su alrededor, medio centenar de mujeres charlaban en corros, sentadas como ella al sol, fumaban tumbadas de espaldas aprovechando para broncearse un poco, o paseaban en pequeños grupos de un lado a otro del patio, con la forma de caminar característica de las reclusas obligadas a moverse en los límites del recinto: doscientos treinta pasos para un lado y vuelta a empezar, uno, dos, tres, cuatro y todos los demás, media vuelta al llegar al muro coronado por una garita y alambradas que las separaba del módulo destinado a los hombres, doscientos veintiocho, doscientos veintinueve, doscientos treinta pasos justos hacia la cancha de baloncesto, otros doscientos treinta de regreso al muro, y así ocho o diez veces, o veinte veces cada día. Después de dos meses en El Puerto de Santa María, Teresa se había familiarizado con esos paseos cotidianos, llegando ella también, sin apenas darse cuenta, a adoptar aquel modo de caminar con un leve balanceo elástico y rápido, propio de las reclusas veteranas, tan apresurado y directo como si de veras se dirigiesen a alguna parte. Fue Patricia O’Farrell quien se lo hizo notar a las pocas semanas. Deberías verte, le dijo, ya tienes andares de presa. Teresa estaba convencida de que Patricia, que ahora se encontraba tumbada cerca de ella, las manos bajo la nuca, el pelo muy corto y dorado reluciendo al sol, nunca caminaría de ese modo ni aunque pasara en prisión veinte años más. En su sangre irlandesa y jerezana, pensó, había demasiada clase, demasiadas buenas costumbres, demasiada inteligencia.
– Dame un trujita -dijo Patricia.
Era perezosa y de caprichos según los días. Fumaba tabaco rubio emboquillado; pero con tal de no levantarse fumaría uno de los Bisonte sin filtro de su compañera, a menudo deshechos y vueltos a liar con unos granitos de hachís. Trujas, sin. Porros o canutos, con. Tabiros y carrujos, en sinaloense. Teresa eligió uno de la petaca que tenía en el suelo, mitad normales y mitad preparados, lo encendió, e inclinándose sobre el rostro de Patricia se lo puso en los labios. La vio sonreír antes de decir gracias y aspirar el humo sin mover las manos de la nuca, el cigarrillo colgando en su boca, los ojos cerrados bajo el sol que le hacía brillar el cabello y también el ligerísimo vello dorado de sus mejillas, junto a las leves arrugas que le bordeaban los ojos. Treinta y cuatro años, había dicho sin que nadie se lo preguntara, el primer día, en la celda -el chabolo, en la jerga carcelaria que Teresa ya dominaba que ambas compartían. Treinta y cuatro en el Deneí y nueve de condena en el expediente, de los que llevo cumplidos dos. Con redención de trabajo día por día, buen comportamiento, un tercio de la pena y toda la parafernalia, me quedan uno o dos más, como mucho. Entonces Teresa empezó a decirle quién era ella, me llamo tal e hice cual, pero la otra la había interrumpido, sé quién eres, bonita, aquí lo sabemos todo de todas muy pronto; de algunas incluso antes de que lleguen. Y te cuento. Hay tres tipos básicos: la broncas, la bollera y la pringada. Por nacionalidades, aparte las españolas, tenemos moras, rumanas, portuguesas, nigerianas con sida incluido -a ésas ni te acerques- que andan las pobres hechas polvo, un grupo de colombianas que campa a su aire, alguna francesa y un par de ucranianas que eran putas y se cargaron al chulo porque no les devolvía los pasaportes. En cuanto a las gitanas, no te metas con ellas: las jóvenes con pantalón de pitillo ajustado, melena suelta y tatuajes llevan las pastillas y el chocolate y lo demás, y son las más duras; las mayores, las Rosarios tetonas y gordas de moño y faldas largas que se comen sin rechistar las condenas de sus hombres -que deben seguir en la calle para mantener a la familia y vienen a buscarlas con el Mercedes cuando salen-, ésas son pacíficas; pero se protegen unas a otras. Excepto las gitanas entre ellas, las presas son por naturaleza insolidarias, y las que se juntan en grupos lo hacen por interés o por supervivencia, con las débiles buscando el amparo de las fuertes. Si quieres un consejo, no te relaciones mucho. Busca destinos buenos: gavetera, cocinas, economato, que además te hacen redimir pena; y no olvides usar chanclas en las duchas y evitar apoyar el chichi en los lavabos comunes del patio, porque puedes enganchar de todo. Nunca hables mal en voz alta de Camarón ni de Joaquín Sabina ni de Los Chunguitos ni de Miguel Bosé, ni pidas que cambien de canal durante las telenovelas, ni aceptes drogas sin averiguar antes qué te pedirán por ellas. Lo tuyo, si no das problemas y haces las cosas como se debe, es de un año aquí comiéndote el tarro, como todas, pensando en la familia, o en rehacer tu vida, o en el palo que vas a dar cuando salgas, o en echar un polvo: cada una es cada una… Año y medio a lo sumo, con el papeleo y los informes de Instituciones Penitenciarias y de los psicólogos y de todos esos hijos de puta que nos abren las puertas o nos las cierran según la digestión que hayan hecho ese día, o según cómo les caigas o según lo que trinquen. Así que tómalo con calma, mantén esa cara de buena que tienes, dile a todo el mundo sí señor y sí señora, no me toques a mí los cojones y vamos a llevarnos bien. Mejicana. Espero que no te importe que te llamen Mejicana. Aquí todas tienen apodos: a unas les gustan y a otras no. Yo soy la Teniente O ’Farrell. Y me gusta. A lo mejor un día dejo que me llames Pati.
– Pati.
– Qué.
– El libro está padrísimo.
– Ya te lo dije.
Seguía con los ojos cerrados, el cigarrillo humeándole en la boca, y el sol acentuaba pequeñas manchitas que, como pecas, tenía en el puente de la nariz. Había sido atractiva, y en cierto modo aún lo era. O tal vez más agradable que atractiva de verdad, con el pelo güero y el metro setenta y ocho, los ojos vivos que parecían reír todo el rato por dentro, cuando miraban. Una madre Miss España Cincuenta y Tantos, casada con el O’Farrell de la manzanilla y los caballos jerezanos que salía a veces en las fotos de las revistas: un viejo arrugado y elegante con barricas de vino y cabezas de toros detrás, en una casa con tapices, cuadros y muebles llenos de cerámicas y de libros. Había más hijos, pero Patricia era la oveja negra. Un asunto de drogas en la Costa del Sol, con mafias rusas y con muertos. A un novio de tres o cuatro apellidos le dieron piso a puros plomazos, y ella salió por los pelos, con dos tiros que la tuvieron mes y medio en la UCI. Teresa había visto las cicatrices en las duchas y cuando Patricia se desnudaba en el chabolo: dos estrellitas de piel arrugada en la espalda, junto al omoplato izquierdo, a un palmo de distancia una de otra. La marca de salida de una de ellas era otra cicatriz algo más grande, por delante y bajo la clavícula. La segunda bala se la habían sacado en el quirófano, aplastada contra el hueso. Munición blindada, fue el comentario de Patricia la primera vez que Teresa se la quedó mirando. Si llega a ser plomo dum-dum no lo cuento. Y luego zanjó el asunto con una mueca silenciosa y divertida. En los días húmedos se resentía de aquella segunda herida, igual que a Teresa le dolía la fractura fresca del brazo enyesado.