– Es mi regalo de cumpleaños.
Eso dijo Pati O'Farrell devolviéndoselo a la hora del desayuno, después del primer recuento del día. El libro venía muy bien envuelto, y Teresa sintió ese placer especial del que su compañera había hablado cuando volvió a tenerlo consigo, pesado y suave con las nuevas cubiertas y aquellas letras doradas. Y Pati la miraba de codos sobre la mesa, taza de achicoria en una mano y cigarrillo encendido en la otra, observando su alegría. Y repitió feliz cumpleaños, y las otras compañeras también festejaron a Teresa, el próximo en la calle, dijo una, con un buen semental cantándote las mañanitas mientras te despiertas, y yo que lo vea. Y luego, por la noche, después del quinto recuento, en vez de bajar al comedor para la cena -el asqueroso fletán empanado y la fruta demasiado madura de costumbre-, Pati se arregló con las boquis para una pequeña fiesta privada en el chabolo, y pusieron casetes con rolas de Vicente Fernández, Chavela Vargas y Paquita la del Barrio, todas de aquel rumbo y bien chingonas, y después de entornar la puerta Pati sacó una botella de tequila que había conseguido quién sabe cómo, una auténtica Don Julio que alguna funcionaria había metido de fayuca, previo pago de la lana quintuplicada de su importe, y se la pistearon a escondidas, disfrutando de lo criminal que estaba, en compañía de algunas colegas que se sumaron al desmadre sentadas en los catres y en la silla y hasta en el tigre, como Carmela, una gitana grandota y mayor, mechera de oficio, que le hacía trabajos de limpieza a Pati y lavaba sus sábanas -también la ropa de Teresa mientras tuvo enyesado el brazo- a cambio de que la Teniente O'Farrell ingresara pequeñas cantidades mensuales'en su peculio. Las acompañaban Conejo, la bibliotecaria envenenadora, la piquera Charito, que estaba allí por tomadora del dos en la feria del Rocío y en la de Abril y en la que hiciera falta, y Pepa Trueno, alias Patanegra, que se había cargado a su marido con un cuchillo de cortar jamón del bar que ambos regentaban en la N-IV, y contaba muy orgullosa que a ella el divorcio le había costado veinte años y un día, pero ni un duro. Teresa se puso el semanario de plata en la mano derecha, para estrenar muñeca nueva, y los aros le tintineaban alegres a cada trago. El fandango duró hasta el recuento de las once. Hubo parchís, que era el juego taleguero por excelencia, y latas de conservas, y pastillas para animarse el chocho -que decía muy gráficamente Carmela entre risas de faraona maruja-, y canutos de una china bastante gruesa convertida en humo, chistes y risas, mientras Teresa pensaba hay que ver con la España y la Europa de la chingada, con sus reglamentos y sus historias y su mirarnos por encima del hombro a los corruptos mejicanos, imposible conseguir aquí unas chelas -garimbas, llamaban sus compañeras a las cervezas-, y ya ves. De pastillas y chocolate y una botella de vez en cuando, de eso no se privan algunas si tratan con la boqui adecuada y tienen con qué pagarlo.
Y Pati O'Farrell tenía. Presidía el festejo en honor de Teresa un poquito aparte, observándola todo el rato entre el humo, con una sonrisa en la boca y en los ojos, el aire golfo, distante como si nada fuese con ella, igual que una mamacita que llevara a su nena a una fiesta de cumpleaños con hamburguesas y amiguitos y payasos, mientras Vicente Fernández cantaba sobre mujeres y traiciones, la voz rota de Chavela regaba alcohol entre balazos en suelos de cantinas, y Paquita la del Barrio bramaba aquello de como un perro, sin un reproche, siempre tirada a tus pies, de día y de noche. Teresa se sentía acunada por la nostalgia de la música y los acentos de su tierra, que sólo faltaban chirrines y unas medias Pacífico para que fuese completa, aturdida por el hachís que le ardía entre los dedos, pásalo nomás pa' andar iguales, carnalita, peores los he fumado yo, que de bajar al moro sé un rato. Por tus veinticinco brejes, chínorrilla, brindaba la gitana Carmela. Y cuando en el casete Paquita empezó lo de tres veces te engañé, y llegó al estribillo, todas corearon, ya muy tomadas, eso de la primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera por placer -tres veces te engañé, hijoputa, matizaba a grito pelado Pepa Trueno, sin duda en honor de su difunto-. Siguieron así hasta que una de las boquis vino malhumorada a decirles que se terminaba la fiesta; pero la fiesta continuó por los mismos rumbos más tarde, ya chapadas rejas y puertas, solas las dos y casi a oscuras en el chabolo, el flexo puesto en el suelo junto al lavabo, las imágenes entre sombras de los recortes de revistas -actores de cine, cantantes, paisajes, un mapa turístico de México- decorando la pared pintada de verde y el ventanuco con visillos que les había cosido Charito la piquera, que tenía muy buenas manos, cuando Pati sacó una segunda botella de tequila y una bolsita de debajo del catre y dijo éstas para nosotras, Mejicana, que quien bien reparte se queda la mejor parte. Y con Vicente Fernández cantando muy a lo charro y por enésima vez Mujeres divinas, y con Chavela tomadísima advirtiendo no me amenaces, no me amenaces, se fueron pasando a morro la botella e hicieron culebritas blancas sobre las tapas de un libro que se llamaba El Gatopardo; y después Teresa, empolvada la nariz por el último pericazo, dijo está criminal y gracias por este cumpleaños, mi Teniente, en mi vida había, etcétera. Pati negó quitándole importancia, y como si estuviera pensando en otra cosa dijo ahora voy a masturbarme un poco si no te importa, Mejicanita, y se tumbó boca arriba en el catre quitándose las zapatillas y la falda que llevaba, una falda ancha y oscura muy bonita que le sentaba bien, dejándose sólo la blusa. Y Teresa se quedo.; un poco cortada con la botella de Don Julio en la mano, sin saber qué hacer ni adónde mirar, hasta que la otra dijo podrías ayudarme, niña, que estas cosas funcionan mejor entre dos. Entonces Teresa movió dulcemente la cabeza: Chale. Sabes que esas cosas no me van, murmuró. Y aunque Pati no insistió, ella se levantó despacio tras un ratito corto, sin soltar la botella, y fue a sentarse en el borde del catre de su compañera, que tenía los muslos abiertos y una mano entre ellos, moviéndola lenta y suave, y hacía todo eso sin dejar de mirarla a los ojos en la penumbra verdosa del chabolo. Teresa le pasó la botella, y la otra bebió con la mano libre y le devolvió el tequila observándola todo el rato. Luego Teresa sonrió y dijo otra vez gracias por el cumpleaños, Pati, y por el libro, y por la fiesta. Y Pati no apartaba la vista de ella mientras movía los dedos hábiles entre los muslos desnudos. Entonces Teresa se inclinó hacia su amiga, repitió «gracias» muy bajito, y la besó suavemente en los labios, sólo eso y no más, apenas unos segundos. Y sintió cómo Pati retenía la respiración estremeciéndose varias veces bajo su boca con un gemido, los ojos de pronto muy abiertos, y después se quedaba inmóvil, sin dejar de mirarla.
La despertó su voz antes del alba. -Está muerto, Mejicana.
Apenas habían hablado de él. De ellos. Teresa no era de las que hacían demasiadas confidencias. Sólo comentarios aquí y allá, casuales. Una vez tal, en cierta ocasión cual. En realidad evitaba hablar de Santiago, o del Güero Dávila. Incluso pensar mucho rato en uno o en otro. Ni siquiera tenía fotos -las pocas con el gallego quedaron a saber dónde-, excepto la de ella y el Güero partida por la mitad: la morrita del narco, que parecía haberse ido muy lejos hacía siglos. A veces los dos hombres se le fundían en uno solo en el pensamiento, y eso no le gustaba. Era como ser infiel a los dos al mismo tiempo.
– No se trata de eso -respondió.
Estaban a oscuras, y el amanecer todavía no empezaba a agrisar afuera. Faltaban dos o tres horas para que golpeasen en las puertas las llaves de la boqui de turno, despertando a las reclusas para el primer recuento, y para que se asearan antes de lavar la ropa interior, las bragas y las camisetas y los calcetines, para colgarlo todo a secar en los palos de escoba que tenían encajados en la pared a modo de perchas. Teresa oyó cómo su compañera se removía en el catre. Al rato también ella cambió de postura, intentando dormir. Muy lejos, tras la puerta metálica y en el largo pasillo del módulo, resonó una voz de mujer. Te quiero, Manolo, gritaba. Que digo que te quiero. Otra respondió más cerca, con una procacidad. Yo también lo quiero, se sumó guasona una tercera voz. Después se oyeron los pasos de una funcionaria, y de nuevo el silencio. Teresa estaba boca arriba, en camisón, los ojos abiertos en la oscuridad, esperando el miedo que llegaría inexorable, puntual a su cita, cuando la primera claridad despuntara tras el ventanuco del chabolo y los visillos cosidos por Charito la piquera.