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– Hay algo que me gustaría contarte -dijo Pati.

Luego enmudeció como si eso fuera todo, o como si no estuviera segura de que debía contarlo, o tal vez esperaba algún comentario por parte de Teresa. Pero ésta no dijo nada; ni cuéntame, ni no. Permanecía inmóvil, mirando la noche.

– Tengo un tesoro escondido, afuera -añadió Pati por fin.

Teresa escuchó su propia risa antes de pensar que,. se estaba riendo.

– Híjole -comentó-. Como el abate Faria. -Eso mismo -ahora Pati también se reía-. Pero yo no tengo intención de morirme aquí… La verdad es que no tengo intención de morir en ninguna parte. -¿Qué clase de tesoro? -quiso saber Teresa. Algo que se perdió y todos buscaron, y nadie encontró porque quienes lo escondieron están muertos… Se parece a las películas, ¿verdad?

– No creo que se parezca a las películas. Se parece a la vida.

Las dos se quedaron calladas otro rato. No estoy segura, pensaba Teresa. No estoy del todo convencida de querer tus confidencias, Teniente. Tal vez porque eres superior, a mí en conocimientos y en inteligencia y en años y en todo, y te sorprendo mirándome siempre de esa manera como me miras; o a lo mejor porque no me tranquiliza que te' vengas -que te corras, decís aquí- cuando te beso. Si una está cansada, hay cosas que es mejor ignorar. Y esta noche estoy muy cansada, tal vez porque tomé y fumé y periqueé demasiado, y ahora no duermo. Este año estoy muy cansada, también. Y esta vida, lo mismo. De momento, la palabra mañana no existe. Mi abogado sólo vino a verme una vez. Desde entonces sólo he recibido de él una carta en la que dice que invirtió la lana en cuadros de artistas, que se han devaluado mucho y no queda ni para pagarme un ataúd si reviento. Pero la neta que no me importa. Lo único bueno de estar aquí es que no hay más de lo que hay, y eso evita pensar en lo que dejaste afuera. O en lo que aguarda afuera.

– Esos tesoros son peligrosos -comentó. -Claro que lo son -Pati hablaba como si pensara cada palabra, despacio, en voz muy baja-. Yo misma he pagado un precio alto… Me pegaron unos tiros, ya sabes. Pum, pum. Y, aquí me tienes.

– ¿Y qué pasa con ese pinche tesoro, Teniente Pati O'Faria?

Rieron otra vez las dos en la oscuridad. Después hubo un resplandor en la cabecera del catre de Pati, que acababa de encender un cigarrillo.

– Igual voy a buscarlo -dijo- cuando salga de aquí.

– Pero tú no necesitas eso. Tienes lana.

– No la suficiente. Lo que gasto aquí no es mío, sino de mi familia -su tono se había vuelto irónico al pronunciar la palabra familia-… Y ese tesoro del que hablo es dinero de verdad. Mucho. Del que a su vez produce todavía más, y más, y mucho más, como en el bolero.

– ¿De verdad sabes dónde está?

– Por supuesto.

– ¿Y tiene dueño?… Quiero decir otro dueño aparte de ti.

La brasa del cigarrillo brilló un instante. Silencio.

– Ésa es una buena pregunta -dijo Pati.

– Chale. Ésa es la pregunta.

Se quedaron calladas de nuevo. Porque tú sabrás muchas más cosas que yo, pensaba Teresa. Tienes educación, y clase, y un abogado que viene a verte de vez en cuando, y una buena feria en el banco aunque sea de tu familia. Pero de eso que me hablas sé, y hasta es posible que por una vez sepa algo más de lo que sabes tú. Aunque luzcas dos cicatrices como estrellitas y un novio en el panteón y un tesoro esperándote a la salida, todo lo viste desde arriba. Yo, sin embargo, miraba desde abajo. Por eso conozco cosas que tú no has visto. Te quedaban lejos de a madre, con tu pelo tan güero y tu piel tan blanca y tus modales fresitas de colonia Chapultepec. He visto el barro en mis pies desnudos cuando plebita, en Las Siete Gotas, donde los borrachos llamaban a la puerta de mi mamá de madrugada, y yo la oía abrirles. También he visto la sonrisa del Gato Fierros. Y la piedra de León. He tirado tesoros al mar a cincuenta nudos, con las Hachejotas pegadas al culo. Así que no mames.

– Esa pregunta es difícil de responder -comentó al cabo Pati-. Hay gente que estuvo buscando, claro. Creían tener ciertos derechos… Pero de eso hace tiempo. Ahora nadie sabe que yo estoy al corriente.

– ¿Y a qué viene contármelo?

La brasa del cigarrillo intensificó un par de veces su brillo rojizo antes de que llegara la respuesta.

– No lo sé. O tal vez sí lo sé.

– No te imaginé tan bocona. Podría volverme madrina, e ir por ahí cotorreando la historia.

– No. Llevamos tiempo juntas y te observo. No eres de ésas.

Otro silencio. Esta vez fue más largo que los anteriores.

– Eres callada y leal.

– Tú también -respondió Teresa.

– No. Yo soy otras cosas.

Teresa vio apagarse la brasa del cigarrillo. Sentía curiosidad, pero también el deseo de que terminara aquella conversación. Lo mismo ya acabó y lo deja, pensó. No quiero que mañana lamente haber dicho cosas que no debía. Cosas que me quedan lejos, donde no puedo seguirla. En cambio, si se duerme ahora, siempre podremos callar sobre esto, echándole la culpa a los pericazos y al fandango y al tequila.

– Puede que un día te proponga recuperar ese tesoro -concluyó de pronto Pati-. Tú y yo, juntas. Teresa contuvo el aliento. Ni modo, se dijo. Ya nunca podremos considerar esta conversación como no habida. Lo que decimos nos aprisiona mucho más que lo que hacemos, o lo que callamos. El peor mal del ser humano fue inventar la palabra. Mira si no los perros. Así de leales son porque no hablan.

– ,Y por qué yo?

No podía callar. No podía decir sí o no. Hacía falta una respuesta, y aquella pregunta era la única respuesta posible. Oyó a Pati volverse en el catre hacia la pared antes de responder.

– Te lo diré cuando llegue el momento. Si es que llega.

8. Pacas de a kilo

– Hay personas cuya buena suerte se hace a base de infortunios -concluyó Eddie Álvarez-. Y ése fue el caso de Teresa Mendoza.

Los cristales de las gafas le empequeñecían los ojos cautos. Me había costado tiempo y algún intermediario tenerlo sentado frente a mí; pero allí estaba, metiendo y sacando todo el rato sus manos de los bolsillos de la chaqueta, después de saludarme sólo con la punta de los dedos. Charlábamos en la terraza del hotel Rock de Gibraltar, con el sol filtrándose entre la hiedra, las palmeras y los helechos del jardín colgado en la ladera del Peñón. Abajo, al otro lado de la balaustrada blanca, estaba la bahía de Algeciras, luminosa y desdibujada en la calima azul de la tarde: ferrys blancos al extremo de rectas estelas, la costa de África insinuándose más allá del Estrecho, los barcos fondeados apuntando sus proas hacia levante.

– Pues tengo entendido que al principio la ayudó en eso -dije-. Me refiero a facilitarle infortunios. El abogado parpadeó dos veces, hizo girar su vaso sobre la mesa y volvió a mirarme de nuevo.

– No hable de lo que no sabe -sonaba a reproche, y a consejo-. Yo hacía mi trabajo. Vivo de esto. Y en aquella época, ella no era nadie. Imposible imaginar…

Modulaba un par de muecas como para sus adentros, sin ganas, igual que si alguien le hubiera contado un chiste malo, de esos que tardas en comprender.

– Era imposible -repitió.

– Quizá se equivocó usted.

– Nos equivocamos muchos -parecía consolarse con el plural-. Aunque en esa cadena de errores yo era lo de menos.

Se pasó una mano por el pelo rizado, escaso, que llevaba demasiado largo y le daba un aire ruin. Luego tocó de nuevo el vaso ancho que tenía sobre la mesa: licor de whisky cuyo aspecto achocolatado no era nada apetitoso.

– En esta vida todo se paga -dijo tras pensarlo un momento-. Lo que pasa es que algunos pagan antes, otros durante y otros después… En el caso de la Mejicana, ella había pagado antes… No le quedaba nada que perder, y todo estaba por ganar. Eso fue lo que hizo. -Cuentan que usted la abandonó en la cárcel. Sin un céntimo.