Parecía de veras ofendido. Aunque en un fulana con sus antecedentes -me había ocupado de averiguarlos- eso no significara absolutamente nada.
– No sé qué le habrán contado, pero es inexacto. Yo puedo ser tan práctico como cualquiera, ¿entiende?…, Resulta normal en mi oficio. Pero no se trata de eso. No la abandoné.
Establecido aquello, expuso una serie de justificaciones más o menos razonables. Teresa Mendoza y Santiago Fisterra le habían, en efecto, confiado algún dinero.
Nada extraordinario: ciertos fondos que él procuraba lavar discretamente. El problema fue que casi todo lo invirtió en cuadros: paisajes, marinas y cosas así. Un par de retratos de buena factura. Sí. Casualmente lo hizo justo después de la muerte del gallego. Y los pintores no eran muy conocidos. De hecho no los conocía ni su padre; por eso invirtió en ellos. La revalorización, ya sabe. Pero vino la crisis. Hubo que malvender hasta el último lienzo, y también una pequeña participación en un bar de Main Street y algunas cosas más. De todo eso él dedujo sus honorarios -había atrasos y cosas pendientes-, y el dinero restante lo destinó a la defensa de Teresa. Eso supuso muchos gastos, claro. Un huevo y la yema del otro. Después de todo, ella sólo pasó un año en prisión.
– Dicen -apunté- que fue gracias a Patricia O'Farrell, cuyos abogados le hicieron el papeleo.
Vi que iniciaba el gesto de llevarse una mano al corazón, de nuevo ofendido. Dejó el gesto a la mitad. -Se dice cualquier cosa. Lo cierto es que hubo un momento en que, bueno -me miraba cual testigo de Jehová llamando al timbre-… Yo tenía otras ocupaciones. Lo de la Mejicana estaba en punto muerto. -Quiere decir que se había acabado el dinero. -El poco que tuvo, sí. Se acabó.
– Y entonces dejó de ocuparse de ella.
– Oiga -me mostraba las palmas de las manos levantándolas un poco, como si aquel gesto lo avalara-. Yo vivo de esto. No podía perder el tiempo. Para algo están los abogados de oficio. Además, le repito que era imposible saber…
– Comprendo. ¿Ella no le pidió cuentas más tarde? Se abstrajo en la contemplación de su vaso sobre el cristal de la mesa. Aquella pregunta no parecía traerle recuerdos gratos. Finalmente encogió los hombros a modo de respuesta, y se me quedó mirando.
– Pero después -insistí- volvió a trabajar para ella.
Metió y sacó otra vez las manos de los bolsillos de la chaqueta. Un sorbo al vaso y de nuevo el trajín de las manos. Quizá lo hice, admitió al fin. Por un corto período de tiempo, y hace mucho. Después me negué a seguir. Estoy limpio.
Mis noticias eran otras, pero no lo dije. Al salir de la cárcel la Mejicana lo agarró por las pelotas, me habían,: contado. Lo exprimió y lo echó cuando dejó de ser útil,-. Eran palabras del comisario jefe de Torremolinos, Pepe Cabrera. A ese hijo de puta la Mendoza le hizo cagar las plumas. Hasta la última. Y a Eddie Álvarez aquella frase le iba como un guante. Te lo imaginabas perfectamente cagando plumas o lo que hiciera falta. Dile que vas de parte, fue la recomendación de Cabrera mientras comíamos en el puerto deportivo de Benalmádena. Ese mierda me debe muchas, y no podrá negarse. Aquel asunto del contenedor de Londres y el inglés del robo de Heathrovy; por ejemplo. Sólo dile eso y te comerá en la mano. Lo que le saques ya es cosa tuya.
– No era rencorosa, entonces -concluí.
Me miró con precaución profesional. Por qué dice eso, preguntó.
– Punta Castor.
Supuse que calculaba hasta qué extremo conocía yo lo ocurrido. No quise defraudarlo.
– La famosa trampa -dije.
La palabra pareció hacerle el efecto de un laxante. -No me fastidie -se removía inquieto en la silla de caña y mimbre, haciéndola crujir-. ¿Qué sabe usted de trampas?… Esa palabra es excesiva.
– Para eso estoy aquí. Para que me lo cuente. A estas alturas da lo mismo -respondió, cogiendo el vaso-. En lo de Punta Castor, Teresa sabia que yo nada tuve que ver con lo que tramaban Cañabota y aquel sargento de la Guardia Civil. Después ella se tomó su tiempo y sus molestias para averiguarlo todo. Y cuando me llegó el turno… Bueno. Demostré que yo sólo pasaba por allí. Prueba de que la convencí es que sigo vivo.
Se quedó pensativo, haciendo tintinear el hielo en el vaso. Bebió.
A pesar del dinero de los cuadros, de Punta Castor y de todo lo demás -insistió, y parecía sorprendido-, sigo vivo.
Bebió de nuevo. Dos veces. Por lo visto, recordar le daba sed. En realidad, dijo, nadie fue nunca expresamente a por Santiago Fisterra. Nadie. Cañabota y aquellos para quienes trabajaba sólo querían un señuelo; alguien para distraer la atención mientras el auténtico cargamento se alijaba en otro sitio. Ésa era práctica habituaclass="underline" le tocó al gallego como pudo tocarle a otro. Cuestión de mala suerte. No era de los que hablaban si los trincaban. Además era de fuera, iba a su aire y no tenía amigos ni simpatías en la zona… Sobre todo, aquel guardia civil lo llevaba entre ceja y ceja. De manera que se lo endosaron a él.
– Y a ella.
Hizo crujir otra vez el asiento mirando la escalera de la terraza como si Teresa Mendoza estuviese a punto de aparecer allí. Un silencio. Otro tiento a la copa. Luego se ajustó las gafas y dijo: lamentablemente. Se calló de nuevo. Otro sorbo. Lamentablemente, nadie podía imaginar que la Mejicana llegaría hasta donde llegó.
– Pero insisto en que no tuve nada que ver. La prueba es… Joder. Ya lo he dicho.
– Que sigue vivo.
– Sí -me miraba desafiante-. Eso prueba mi buena fe.
– ¿Y qué pasó con ellos, después?… Con Cañabota y el sargento Velasco.
El desafío duró tres segundos. Se replegó. Lo sabes tan bien como yo, decían sus ojos, desconfiados. Cualquiera que haya leído periódicos lo sabe. Pero si crees que soy yo quien va a explicártelo, vas listo.
– De eso no sé nada.
Hizo el gesto de cerrarse los labios con una cremallera, mientras adoptaba una expresión malvada y satisfecha: la de quien dura en posición vertical más tiempo que otros a quienes conoció. Pedí café para mí y otro licor achocolatado para él. De la ciudad y el puerto llegaban los sonidos amortiguados por la distancia. Un automóvil ascendió por la carretera bajo la terraza, con mucho ruido del tubo de escape, en dirección a lo alto del Peñón. Me pareció ver a una mujer rubia al volante, y a un hombre con chaqueta de marino.
– De cualquier manera -prosiguió Eddie Álvarez tras pensarlo un rato-, todo eso fue después, cuando las cosas cambiaron y ella tuvo ocasión de pasar factura… Y oiga, estoy seguro de que cuando salió de El Puerto de Santa María, lo que tenía en la cabeza era desaparecer del mundo. Creo que nunca fue ambiciosa, ni soñadora… Le apuesto a que ni siquiera era vengativa. Se limitaba a seguir viva, y nada más. Lo que pasa es que a veces la suerte, de tanto jugar malas pasadas, termina poniéndote un piso.
Un grupo de gibraltareños ocupó una mesa vecina. Eddie Álvarez los conocía, y fue a saludarlos. Eso me dio oportunidad de estudiarlo de lejos: su forma obsequiosa de sonreír, de dar la mano, de escuchar como quien aguarda claves sobre lo que ha de decir, o la forma de comportarse. Un superviviente, confirmé. La clase de hijoputa que sobrevive, lo había descrito otro Eddie, en este caso apellidado Campello, también gibraltareño, viejo amigo mío y editor del semanario local Vox. Ni cojones para traicionar tenía el amigacho, dijo Campello cuando pregunté por la relación del abogado con Teresa Mendoza. Lo de Punta Castor fueron Cañabota y el guardia. Álvarez se limitó a quedarse con el dinero del gallego. Pero a esa mujer el dinero le importaba una mierda. La prueba es que después rescató a ese tío y lo hizo trabajar otra vez para ella.
– Y fíjese -Eddie Álvarez ya estaba de regreso a nuestra mesa-. Diría que la Mejicana sigue sin ser vengativa. Lo suyo es más bien… No sé. A lo mejor una cuestión práctica, ¿comprende?… En su mundo no se dejan cabos sueltos.
Entonces me contó algo curioso. Cuando la metieron en El Puerto, dijo, fui a la casa que tenían ella y el gallego en Palmones, para liquidarlo todo y cerrarla. ¿Y sabe qué? Ella había salido al mar como tantas otras veces, ignorando que se trataba de la última. Sin embargo lo tenía todo ordenado en cajones, cada cosa en su sitio. Hasta dentro de los armarios las cosas estaban para pasar revista.
– Más que cálculo despiadado, ambición o sentido de la venganza -Eddie Álvarez asentía con la cabeza, mirándome como si los cajones y los armarios lo explicaran todo-, yo creo que lo de Teresa Mendoza siempre fue sentido de la simetría.