Terminó de barrer la pasarela de madera, se puso medio vaso con tequila y el otro medio con zumo de naranja, y fue a fumar un cigarrillo sentada al extremo, descalza, los pies medio enterrados en la arena tibia. El sol todavía se encontraba bajo, y sus rayos diagonales llenaban la playa de sombras en cada huella, asemejándola a un paisaje lunar. Entre el chiringuito y la orilla todo estaba limpio y ordenado, esperando a los bañistas que empezarían a llegar a media mañana: dos tumbonas bajo cada sombrilla, cuidadosamente alineadas por Teresa, con sus colchonetas de rayas blancas y azules bien sacudidas y puestas en su sitio. Había calma, el mar estaba tranquilo, silenciosa el agua en la orilla, y el sol levante reverberaba con resplandor anaranjado y metálico entre las siluetas en contraluz de los escasos paseantes: jubilados en su andar matutino, una pareja joven con un perro, un hombre solitario que miraba el mar junto a una caña clavada en la arena. Y al final de la playa y del resplandor, Marbella tras los pinos y las palmeras y los magnolios, con los tejados de sus villas y sus torres de cemento y cristal alargándose en la calima dorada, hacia el este.
Disfrutó del cigarrillo, deshecho y vuelto a liar, como de costumbre, con un poco de hachís. A Tony, el encargado del chiringuito, no le gustaba que ella fumara otra cosa que tabaco cuando él andaba por allí; pero a esas horas Tony no había llegado y los bañistas tardarían un. poco en ocupar la playa -eran los primeros días de la temporada-, así que podía fumar tranquila. Y aquel tequila acompañando la naranjada, o viceversa, sentaba de a madre. Llevaba desde las ocho de la mañana -café solo sin azúcar, pan con aceite de oliva, un donut- ordenando tumbonas, barriendo el chiringuito, colocando sillas y mesas, y tenía por delante una jornada de trabajo idéntica a la del día anterior y a la del siguiente: vasos sucios detrás del mostrador, y en la barra y las mesas limón granizado, horchata, café con hielo, cubalibres, agua mineral, hecha un bombo la cabeza y la camiseta empapada de sudor, bajo el techo de palma por el que se colaban los rayos de soclass="underline" un sofoco húmedo que le recordaba el de Altata en verano, pero con más gente y más olor a crema bronceadora. Atenta, además, a la impertinencia de los clientes: lo pedí sin hielo, oiga, oye, lo pedí con limón y con hielo, no me digas que no tienes Fanta, me puso usted con gas y yo pedí sin gas. Chíngale. Aquellos veraneantes gachupines o gringos con sus calzones floreados y sus pieles enrojecidas y grasientas, sus gafas de sol, sus niños requetegritones y sus carnes rebosándoles bañadores, camisetas y pareos, resultaban peores, más egoístas y desconsiderados, que quienes frecuentaban los puticlubs de Dris Larbi. Y Teresa pasaba entre ellos doce horas al día, de acá para allá, sin tiempo para sentarse diez minutos, la vieja fractura del brazo resintiéndose del peso de la bandeja con bebidas, el pelo en dos trenzas y un pañuelo en torno a la frente para que no le cayeran las gotas de sudor en los ojos. Siempre con la mirada suspicaz de Tony clavada en la nuca.
Pero no se estaba mal del todo, allí. Aquel rato por la mañana, cuando terminaba de ordenar el chiringuito y las tumbonas y se quedaba tranquila ante la playa y el mar, esperando en paz. O cuando de noche paseaba por la orilla camino de su modesta pensión en la parte vieja de Marbella, lo mismo que en otro tiempo -siglos atrás hacía en Melilla, al cerrar el Yamila. A lo que más le había costado acostumbrarse cuando dejó El Puerto de Santa María era a la agitación de la vida afuera, los ruidos, el tráfico, la gente agolpada en las playas, la música atronadora de bares y discotecas, el gentío que atestaba la costa de Torremolinos a Sotogrande. Después de año y medio de rutina y orden estricto, Teresa arrastraba hábitos que, al cabo de tres meses de libertad, aún la hacían sentirse más incómoda allí que tras las rejas. En la cárcel contaban historias sobre presos con largas condenas que, al salir, intentaban regresar a lo que para ellos era ya el único hogar posible. Teresa nunca creyó en eso hasta que un día, fumando sentada en el mismo lugar en donde estaba ahora, sintió de pronto la nostalgia del orden y la rutina y el silencio que había tras las rejas. La cárcel no es hogar más que para los desgraciados, había dicho Pati una vez. Para los que carecen de sueños. El abate Faria -Teresa había terminado El conde de Montecristo y también muchos otros libros, y seguía comprando novelas que se amontonaban en su cuarto de la pensión- no era de esos que consideran la cárcel un hogar. Al contrario: el viejo preso anhelaba salir para recobrar la vida que le robaron. Como Edmundo Dantés, pero demasiado tarde. Tras pensar mucho en ello, Teresa había llegado a la conclusión de que el tesoro de aquellos dos era sólo un pretexto para mantenerse vivos, soñar con la fuga, sentirse libres pese a los cerrojos y los muros del castillo de If. Y en el caso de la Teniente O'Farrell, la historia del clavo de coca perdida era también, a su modo, una forma de mantenerse libre. Quizá por eso Teresa nunca se la creyó del todo. En cuanto a lo de la cárcel como hogar para desgraciados, tal vez fuera verdad. De ahí que sintiera sus nostalgias carcelarias, cuando llegaban, demasiado vinculadas al remordimiento; como pecados de esos que, según los curas, venían cuando una daba vueltas a ciertas cosas en la cabeza. Y, sin embargo, en El Puerto todo resultaba fácil, porque las palabras libertad y mañana eran sólo algo inconcreto que aguardaba al extremo del calendario. Ahora, en cambio, vivía al fin entre aquellas hojas con fechas remotas que meses atrás no significaban más que números en la pared, y que de improviso se convertían en días de veinticuatro horas, y en amaneceres grises que continuaban encontrándola despierta.
Y entonces qué, se había preguntado al ver la calle ante sí, fuera de los muros de la prisión. La respuesta se la facilitó Pati O'Farrelll, recomendándola a unos amigos que tenían chiringuitos en las playas de Marbella. No te harán preguntas ni te explotarán demasiado, dijo. Tampoco te follarán si no te dejas. Aquel trabajo hacía posible la libertad condicional de Teresa -quedaba más de un año para resolver su deuda con la justicia- con la única limitación de permanecer localizada y presentarse un día a la semana en la comisaría local. También le proporcionaba lo suficiente para pagar el cuarto de su pensión en la calle San Lázaro, los libros, la comida, alguna ropa, el tabaco y las chinas de chocolate marroquí -regalarse unos pericazos quedaba ahora lejos de su alcance- para animar los Bisonte que fumaba en momentos de calma, a veces con una copa en la mano, en la soledad de su cuarto o en la playa, como ahora.
Una gaviota bajó planeando hasta cerca de la orilla, vigilante, rozó el agua y se alejó mar adentro sin conseguir ninguna presa. Te chingas, pensó Teresa mientras aspiraba el humo, viéndola irse. Zorra con alas de la puta que te parió. Le habían gustado las gaviotas hacía tiempo; las encontraba románticas, hasta que empezó a conocerlas yendo arriba y abajo con la Phantom por el Estrecho, y sobre todo un día, al principio, cuando tuvieron una avería en mitad del mar mientras probaban el motor, y Santiago estuvo trabajando mucho rato y ella se tumbó a descansar viéndolas revolotear cerca, y él le aconsejó que se cubriera la cara, porque eran capaces, dijo, de picotearsela si se quedaba dormida. El recuerdo vino con imágenes bien precisas: el agua quieta, las gaviotas flotando sentadas en torno a la planeadora o dando vueltas por arriba, y Santiago en la popa, la carcasa negra del motor en la bañera y él lleno de grasa hasta los codos, el torso desnudo con el tatuaje del Cristo de su apellido en un brazo, y en el otro hombro aquellas iniciales que ella nunca llegó a saber de quién eran.
Aspiró más bocanadas de humo, dejando que el hachís diluyese indiferencia a lo largo de sus venas, rumbo al corazón y al cerebro. Procuraba no pensar mucho en Santiago, del mismo modo que procuraba que un dolor de cabeza -últimamente le dolía con frecuencia- nunca llegara a asentársele del todo, y cuando tenía los primeros síntomas tomaba un par de aspirinas antes de que fuera tarde y el dolor se quedara allí durante horas, envolviéndola en una nube de malestar e irrealidad que la dejaba exhausta. Por lo general procuraba no pensar demasiado, ni en Santiago ni en nadie ni en nada; había descubierto demasiadas incertidumbres y horrores al acecho en cada pensamiento que fuese más allá de lo inmediato, o lo práctico. A veces, sobre todo cuando estaba acostada sin conciliar el sueño, recordaba sin poder evitarlo. Pero si no venía acompañada de reflexiones, esa mirada atrás ya no le causaba satisfacción ni dolor; sólo una sensación de movimiento hacia ninguna parte, lenta como un barco que derivase mientras dejaba atrás personas, objetos, momentos.