Despertó esa misma noche, estremecida en la oscuridad, porque acababa de averiguar al fin, en sueños, lo que pasaba en la novelita mejicana de Juan Rulfo que ella nunca conseguía comprender del todo por más que la agarraba. Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre. Híjole. Los personajes de aquella historia estaban todos muertos, y no lo sabían.
– Tienes una llamada -dijo Tony.
Teresa dejó los vasos sucios en el fregadero, puso la bandeja sobre el mostrador y fue al extremo de la barra. Agonizaba un día duro, calor, batos sedientos y rucas con gafas oscuras y las chichotas al sol -ni vergüenza tenían algunas-, pidiendo todo el rato chelas y refrescos; y a ella le ardían la cabeza y los pies de cruzar como entre llamaradas hacia las tumbonas, de atender mesa tras mesa y sudar a chorros en aquel microondas de arena cegadora. Era media tarde y algunos bañistas empezaban a marcharse, pero todavía quedaban por delante un par de horas de trabajo. Secándose las manos en el delantal, sostuvo el teléfono. El respiro momentáneo y la sombra no la aliviaron gran cosa. Nadie la había llamado desde su salida de El Puerto, ni allí ni a ninguna otra parte, y tampoco podía imaginar motivos para que alguien lo hiciese ahora. Tony debía de pensar lo mismo, porque la miraba de reojo, secando vasos que alineaba encima de la barra. Aquello, concluyó Teresa, no podían ser buenas noticias.
– Bueno -dijo, suspicaz.
Reconoció la voz con la primera palabra, sin necesidad de que la otra dijera soy yo. Año y medio oyéndola día y noche era tiempo de sobra. Por eso sonrió y luego rió en voz alta, con franca alegría. Órale, mi Teniente. Qué padre oírte otra vez, carnalita. Cómo te trata la vida, etcétera. Reía feliz de veras al reencontrar al otro lado de la línea el tono seguro, aplomado, de quien sabía tomar las cosas como siempre fueron. De quien se conocía a sí misma y a los demás porque sabía mirarlos, y porque lo tenía aprendido de los libros y de la educación y de la vida, y hasta incluso más en los silencios que en las palabras de la gente. Y al mismo tiempo pensaba en un rincón de su cabeza, chale, no mames, ojalá yo pudiera hablar así de lindo a la primera, marcar un número de teléfono después de todo este tiempo y decir con tanta naturalidad cómo lo llevas, Mejicana, cacho perra, espero que me hayas echado de menos mientras te tirabas a media Marbella ahora que no te vigila nadie. Nos vemos o pasas de mí. Entonces Teresa había preguntado si de veras estaba fuera, y Pati O'Farrell respondió entre carcajadas claro que estoy fuera, gilipollas, fuera desde hace tres días y dándome homenaje tras homenaje para recobrar el tiempo perdido, homenajes por arriba y por abajo y por todas las partes que puedes imaginar, que ni duermo ni me dejan dormir, la verdad, y no me quejo lo más mínimo. Y entre una cosa y otra, cada vez que recupero el aliento o la conciencia me pongo a averiguar tu teléfono y por fin te encuentro, que ya era hora, para contarte que esas guarras de boquis funcionarias de mierda no pudieron con el viejo abate, que al castillo de If le pueden ir dando mucho por donde sabes, y que va siendo hora de que Edmundo Dantés y el amigo Faria tengan una conversación larga y civilizada, en algún sitio donde el sol no entre a través de una reja como si fuéramos catchers de ese béisbol gringo que jugáis en tu puto México. Así que he pensado que cojas un autobús, o un taxi si tienes dinero, o lo que quieras, y te vengas a Jerez porque justo mañana me hacen una pequeña fiesta, y -lo cortés no quita lo Moctezuma- reconozco que sin ti las fiestas se me hacen raras. Ya ves, chochito. Hábitos talegueros. Cosas de la costumbre.
Era una fiesta de verdad. Una fiesta en un cortijo jerezano, de esos donde transcurre una eternidad entre el arco de la entrada y la casa que está al fondo, al final de un largo camino de tierra y gravilla, con coches caros aparcados en la puerta, y paredes de almagre y cal con ventanas enrejadas que a Teresa le recordaron -ahí estaba el pinche parentesco, comprendió- las antiguas haciendas mejicanas. La casa era de las que fotografiaban en las revistas: muebles rústicos que la vejez ennoblecía, cuadros oscuros en las paredes, suelos de baldosa rojiza y vigas en los techos. También un centenar de invitados que bebían y charlaban en dos salones grandes y en la terraza con porche emparrado que se extendía por la parte de atrás, delimitada por un cobertizo de bar, una enorme parrilla de leña con horno de asar, y una piscina. El sol se acercaba al ocaso, y la luz ocre y polvorienta daba una consistencia casi material al aire cálido, en los horizontes de ondulaciones suaves salpicadas de cepas verdes.
– Me gusta tu casa -dijo Teresa. -Ojalá fuera mía.
– Pero pertenece a tu familia.
– De mi familia a mí hay un trecho muy largo. Estaban sentadas bajo las parras del porche, en butacas de madera con almohadones de lino, una copa en la mano y mirando a la gente que se movía alrededor. Todo muy acorde, decidió Teresa, con el lugar y con los autos de la puerta. Al principio había estado preocupada por sus liváis y sus zapatos de tacón y su blusa sencilla, en especial cuando al llegar algunos la miraron raro; pero Pati O'Farrell-un vestido de algodón malva, lindas sandalias de cuero repujado, el pelo rubio tan corto como de costumbre- la tranquilizó. Aquí cada cual viste como le sale, dijo. Y así estás muy bien. Además, ese pelo recogido y tan tirante, con la raya en medio, te hace guapa. Muy racial. Nunca te habías peinado así en el talego.
– En el talego no estaba para fiestas. -Pero alguna hicimos.
Rieron, recordando. Había tequila, comprobó, y alcohol de todas clases, y camareras uniformadas con bandejas de canapés que iban y venían entre la gente. Todo bien padre. Dos guitarristas flamencos tocaban entre un grupo de invitados. La música, alegre y melancólica al mismo tiempo, como a ráfagas, le iba bien al lugar y al paisaje. A veces se animaban con palmas, algunas mujeres jóvenes iniciaban pasos de baile, sevillanas o flamenco, medio en broma, y charlaban con sus acompañantes mientras Teresa envidiaba la desenvoltura que les permitía ir de acá para allá, saludarse, conversar, fumar distinguido como la misma Pati lo hacía, un brazo cruzado en el regazo, la mano sosteniendo un codo y el brazo en vertical, el cigarrillo humeante entre los dedos índice y corazón. Quizá no fuera la más alta sociedad, concluyó; pero resultaba fascinante observarlos, tan distintos a la gente que había conocido con el Güero Dávila en Culiacán, y a miles de años y de kilómetros de su pasado más próximo y de lo que ella era o llegaría a ser nunca. Hasta Pati se le antojaba un enlace irreal entre esos mundos dispares. Y Teresa, como si mirase desde afuera un brillante escaparate, no perdía detalle del calzado de aquellas mujeres, el maquillaje, el peinado, las joyas, el aroma de sus perfumes, la forma de sostener un vaso o de encender un cigarrillo, de echar atrás la cabeza para reír mientras apoyaban una mano en el brazo del hombre con quien platicaban. Así se hace, decidió, y ojalá pudiera aprenderlo. Así es como se está, como se habla, como se ríe o como se calla; como lo había imaginado en las novelas y no como lo fingen el cine o la televisión. Y qué bueno era poder mirar siendo tan poca cosa que nadie se preocupaba por una; observar con atención para darse cuenta de que la mayor parte de los invitados masculinos eran tipos por encima de los cuarenta, con toques informales en la indumentaria, camisas abiertas sin corbata, chaquetas oscuras, buenos zapatos y relojes, pieles bronceadas y no precisamente de trabajar en el campo. En cuanto a ellas, se daban dos tipos definidos: morras de buen aspecto y piernas largas, algunas un poco ostentosas en ropa, joyas y bisutería, y otras mejor vestidas, más sobrias, con menos adornos y maquillaje, en quienes la cirugía plástica y el dinero -la una era consecuencia de lo otro- parecían naturales. Las hermanas de Pati, que ésta le presentó al llegar, pertenecían a ese último grupo: narices operadas, pieles estiradas en quirófanos, pelo rubio con mechas, marcado acento andaluz de buena cuna, manos elegantes que no fregaron un plato jamás, vestidos de buenas marcas. Hacia los cincuenta la mayor, cuarenta y pocos la menor. Parecidas a Pati en la frente, el óvalo de la cara, una cierta forma de torcer la boca al conversar o sonreír. Habían mirado a Teresa de arriba abajo con el mismo gesto arqueado en las cejas, dobles acentos circunflejos de los que valoran y descartan en sólo segundos, antes de volver a sus ocupaciones sociales y a sus invitados. Un par de puercas, comentó Pati en cuanto volvieron la espalda, justo cuando Teresa estaba pensando: órale que puedo llegar a ser pendeja con mis trazas de fayuquera, tal vez habría debido ponerme otra ropa, las pulseras de plata y una falda en vez de los liváis y los tacones y esta vieja blusa que miraron como si fuera un harapo. La mayor, comentó Pati, está casada con un vago imbécil, aquel calvo tripón que se ríe en el grupo de allá, y la segunda chulea a mi padre como quiere. Aunque la verdad es que lo chulean las dos.