– ¿Está tu padre aquí?
– Por Dios, claro que no -Pati arrugaba la nariz con elegancia, el vaso de whisky con hielo y sin agua a medio camino-. El viejo cabrón vive atrincherado en su piso de Jerez… El campo le produce alergia -rió, malvada-. El polen y todo eso.
– ¿Por qué me has invitado?
Sin mirarla, Pati terminó de llevarse el vaso a los labios.
– Pensé -dijo, la boca húmeda- que te gustaría tomar una copa.
– Hay bares para tomar copas. Y éste no es mi ambiente.
Pati puso el vaso en la mesa y encendió un cigarrillo. El anterior seguía encendido, consumiéndose en el cenicero.
Tampoco el mío. O al menos no del todo paseó la mirada alrededor, despectiva-. Mis hermanas son absolutamente idiotas: organizar una fiesta es lo que entienden por reinserción social. En vez de esconderme, me enseñan, ¿comprendes? Así demuestran que no las avergüenza la oveja descarriada… Esta noche se irán a dormir con el coño frío y la conciencia tranquila, como suelen.
– A lo mejor eres injusta con ellas. Quizá se alegran de verdad.
– ¿Injusta?… ¿Aquí? -se mordió el labio inferior con una sonrisa desagradable-. ¿Podrás creer que nadie me ha preguntado todavía qué tal lo pasé en el talego?…
Tema tabú. Sólo hola, bonita. Muá, muá. Te veo espléndida. Como si me hubiese ido de vacaciones al Caribe. Su tono es más ligero que en El Puerto, pensó Teresa. Más frívolo y locuaz. Dice las mismas cosas y de la misma forma, pero hay algo diferente: como si aquí se viera obligada a darme explicaciones que en nuestra vida anterior resultaban innecesarias. La había observado desde el primer momento, cuando se apartó de unos amigos para recibirla y luego la dejó sola un par de veces, yendo y viniendo entre los invitados. Tardó en reconocerla. En atribuirle realmente aquellas sonrisas que le espiaba de lejos, los gestos de complicidad con gente para ella extraña, los cigarrillos que aceptaba inclinando la cabeza para que le diesen fuego mientras echaba de vez en cuando una mirada a Teresa, que seguía fuera de lugar, sin acercarse a nadie porque no sabía qué decir, y sin que nadie le dirigiese la palabra. Al fin Pati volvió con ella y fueron a sentarse en las butacas del porche, y entonces sí empezó a reconocerla poquito a poco. Y era verdad que ahora explicaba demasiado las cosas, justificándolas como si no estuviera segura de que Teresa las entendiese, o de que -se le ocurrió de pronto- las aprobara. Semejante posibilidad le dio qué pensar. Quizás ocurre, aventuró tras mucho darle vueltas, que las leyendas personales que funcionan tras las rejas no sirven afuera, y una vez en libertad es preciso establecer de nuevo cada personaje. Confirmarlo a la luz de la calle. Por ese camino, pensó, puede que la Teniente OTarrell aquí no sea nadie, o no sea lo que realmente quiere o le interesa ser. Y puede ocurrir, también, que tema comprobar que me doy cuenta. En cuanto a mí, la ventaja es que nunca supe lo que fui cuando estaba dentro, y tal vez por eso no me preocupa lo que soy fuera. Nada tengo que explicar a nadie. Nada sobre lo que convencer. Nada que demostrar.
– Sigues sin decirme qué hago aquí -dijo.
Pati encogió los hombros. El sol bajaba más en el horizonte, inflamando el aire de luz rojiza. Su pelo corto y rubio parecía contagiado de aquella luz.
– Cada cosa tiene su momento -entornaba los párpados mirando lejos-. Limítate a disfrutar, y ya me contarás qué te parece.
A lo mejor era algo muy sencillo, pensaba Teresa. La autoridad, quizá. Una teniente sin tropa a su mando, un general jubilado cuyo prestigio desconocen todos. Tal vez me ha hecho venir porque me necesita, decidió. Porque yo la respeto y conozco el último año y medio de su vida, y éstos no. Para ellos es sólo una niña fresita y envilecida; una oveja negra a la que se tolera y se acoge porque es de la misma casta, y hay camadas y familias que nunca reniegan en público de los suyos, aunque los odien o los desprecien. A lo mejor por eso le urge una compañía. Una testigo. Alguien que sepa y mire, aunque calle. En el fondo, la vida es requetesimple: se divide en gente con la que te ves obligada a hablar mientras tomas una copa, y gente con la que puedes beber durante horas en silencio, como hacía el Güero Dávila en aquella cantina de Culiacán. Gente que sabe, o que intuye lo suficiente para que sobren las palabras, y que está contigo sin estar del todo. Sólo ahí, nomás. Y a lo mejor éste es el caso, aunque ignoro a qué sitio nos lleva eso. A qué nueva variante de la palabra soledad.
– A tu salud, Teniente. -Ala tuya, Mejicana.
Chocaron las copas. Teresa miró alrededor, disfrutando del aroma del tequila. En uno de los grupos que charlaban junto a la piscina vio a un hombre joven, tan alto que destacaba entre los que le rodeaban. Era esbelto, el pelo muy negro, peinado hacia atrás con fijador, largo y rizado en la nuca. Vestía un traje oscuro, camisa blanca sin corbata, zapatos negros y relucientes. La mandíbula pronunciada y la nariz grande, curva, le daban un interesante perfil de águila flaca. Un tipo con clase, pensó. Como aquellos españolazos que una imaginaba de antes, aristócratas e hidalgos y demás -por algo tuvo que apendejarse la Malinche, a fin de cuentas- y que seguramente no existieron casi nunca. -Hay gente simpática -dijo.
Pati se volvió para seguir la dirección de su mirada. -Vaya -gruñó escéptica-. A mí me parecen todos un montón de basura.
– Son tus amigos.
– Yo no tengo amigos, colega.
La voz se le había endurecido un punto, como en los viejos tiempos. Ahora se parecía más a la que Teresa recordaba de El Puerto. La Teniente O'Farrell.
– Chíngale -retrancó Teresa, entre seria y guasona-. Creí que tú y yo lo éramos.
Pati la miró callada y tomó otro sorbo. Sus ojos parecían reír por dentro, con docenas de arruguitas alrededor. Pero acabó de beber, puso el vaso en la mesa y se llevó el cigarrillo a los labios sin decir nada.
– De cualquier manera -añadió Teresa al cabo de un instante- la música es linda y la casa bien preciosa. Merecieron el viaje.