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– El Güero -repitió el Gato Fierros, pensativo. Había sacado las manos de los bolsillos y se acercaba despacio a Teresa, que seguía inmóvil en la cabecera de la cama. Al llegar a su altura se quedó otra vez quieto, mirándola.

– Ya ves, mamacita -dijo al fin-. Tu hombre se pasó de listo.

Teresa sentía el miedo enroscado en las entrañas, como una serpiente de cascabel. La Situación. Un miedo blanco, frío, semejante a la superficie de una lápida. -¿Dónde está? -insistió.

No era ella la que hablaba, sino una desconocida cuyas palabras imprevisibles la sobresaltaran. Una desconocida imprudente que ignoraba la urgencia del silencio.

El Gato Fierros debió de intuir algo de eso, pues la miró sorprendido de que pudiera hacer preguntas en vez de quedarse paralizada o gritar de terror.

– Ya no está. Se murió.

La desconocida seguía actuando por cuenta propia, y Teresa se sobresaltó cuando la oyó decir: hijos de la chingada. Eso fue lo que dijo, o lo que se oyó decir: hijos de la chingada, ya bien arrepentida cuando la última sílaba aún no salía de sus labios. El Gato Fierros la estudiaba con mucha curiosidad y mucha atención. Fíjate nomás si salió picuda, dijo pensativo. Que hasta nos mienta la máuser.

– Esa boquita -concluyó, suave.

Después le dio una bofetada que la tiró cuan larga era sobre la cama, hacia atrás, y la estuvo observando otro rato como si valorase el paisaje. Con la sangre retumbándole en las sienes y la mejilla ardiendo, aturdida por el golpe, Teresa lo vio fijarse en el paquete de polvo que estaba sobre la mesilla de noche, agarrar una pizca y llevársela a la nariz. Ándese paseando, dijo el sicario. Tiene un corte pero no se la acaba de buena. Luego, mientras se frotaba con el pulgar y el índice, le ofreció a su compañero; pero el otro negó con la cabeza y volvió a mirar el reloj. No hay prisa, carnal, apuntó el Gato Fierros. Ninguna prisa, y la hora me vale verga. De nuevo miraba a Teresa.

– Es un cuero de morra -precisó-. Y además, viudita.

Desde la puerta, Pote Gálvez pronunció el nombre de su compañero. Gato, dijo muy serio. Acabemos. El aludido levantó una mano pidiendo calma, y se sentó en el borde de la cama. No mames, insistió el otro. Las instrucciones son tales y cuales. Dijeron de bajarla, no de bajársela. Así que hilo, papalote, y no seas cabrón. Pero el Gato Fierros movía la cabeza como quien oye llover.

– Qué onda -dijo-. Siempre tuve ganas de culearme a esta vieja.

A Teresa ya la habían violado otras veces antes de ser mujer del Güero Dávila: a los quince años, entre varios chavos de Las Siete Gotas, y luego el hombre que la puso a trabajar de cambiadora en la calle Juárez. Así que supo lo que le esperaba cuando el gatillero humedeció más la sonrisa de cuchillo y le soltó el botón de los liváis. De pronto ya no tenía miedo. Porque no está ocurriendo, pensó atropelladamente. Estoy dormida y sólo es una pesadilla como tantas otras, que además ya viví antes: algo que le ocurre a otra mujer que imagino en sueños, y que se parece a mí pero no soy yo. Puedo despertar cuando quiera, sentir la respiración de mi hombre en la almohada, abrazarme a él, hundir el rostro en su pecho y descubrir que nada de esto ha ocurrido nunca. También puedo morir mientras sueño, de un infarto, de un paro cardíaco, de lo que sea. Puedo morir de pronto y ni el sueño ni la vida tendrán importancia. Dormir largo sin imágenes ni pesadillas. Descansar para siempre de lo que no ha ocurrido nunca.

– Gato -insistió el otro.

Se había movido por fin, dando un par de pasos dentro de la habitación. Quihubo, dijo. El Güero era de los nuestros. Muy raza. Acuérdate: la sierra, El Paso, la raya del Bravo. Las copas. Y ésta era su hembra. Mientras iba diciendo todo eso, sacaba un revólver Python del cinto y se lo apuntaba a Teresa a la frente. Quita que no te salpique, carnal, y apaguemos. Pero el Gato Fierros tenía otra idea entre ceja y ceja y se le encaraba, peligroso y bravo, con un ojo puesto en Teresa y el otro en el compadre. -Va a morirse igual -dijo- y sería un desperdicio.

Apartó el Python de un manotazo, y Pote Gálvez se los quedó mirando alternativamente a Teresa y a él, indeciso, gordo, los ojos oscuros de recelo indio y gatillo norteño, gotas de sudor entre los pelos del espeso bigote, el dedo fuera del revólver y el cañón hacia arriba como si fuera a rascarse con él lá cabeza. Y entonces fue el Gato Fierros quien sacó su escuadra, una Beretta grande y plateada, y se la puso al otro delante, apuntándole a la cara, y le dijo riéndose que o se calzaba también a la morra aquella para andar iguales, o, si era de los que preferían batear por la zurda, entonces que se quitara de en medio, cabrón, porque de lo contrario allí mero se fajaban a plomazos como gallos de palenque. De ese modo Pote Gálvez miró a Teresa con resignación y vergüenza; se quedó así unos instantes y abrió la boca para decir algo; pero no dijo nada, y en vez de eso se guardó despacio el Python en la cintura y se apartó despacio de la cama y se fue despacio a la puerta, sin volverse, mientras el otro sicario seguía apuntándole guasón con su pistola y le decía luego te invito un Buchanan's, mi compa, para consolarte de que te hayas vuelto joto. Y al desaparecer en la otra habitación Teresa oyó el estrépito de un golpe, algo que se rompía en astillas, tal vez la puerta del armario cuando Pote Gálvez la perforaba de un puñetazo a la vez poderoso e impotente, que por alguna extraña razón ella agradeció en sus adentros. Pero no tuvo tiempo de pensar más en eso, porque ya el Gato Fierros le quitaba los liváis, o más bien se los arrancaba a tirones, y levantándole a medias la camiseta le acariciaba con violencia los pechos, y le metía el caño de la pistola entre los muslos como si fuera a reventarla con él, y ella se dejaba hacer sin un grito ni un gemido, los ojos muy abiertos y mirando el techo blanco de la habitación, rogándole a Dios que todo ocurriera rápido y que luego el Gato Fierros la matara aprisa, antes de que todo aquello dejara de parecer una pesadilla en mitad del sueño para convertirse en el horror desnudo de la puerca vida.

Era la vieja historia, la de siempre. Terminar así. No podía ser de otro modo, aunque Teresa Mendoza nunca imaginó que La Situación oliera a sudor, a macho encelado, a las copas que el Gato Fierros había tomado antes de subir en busca de su presa. Ojalá acabe, pensaba en los momentos de lucidez. Ojalá acabe de una vez, y yo pueda descansar. Pensaba eso un instante y luego se sumía de nuevo en su vacío desprovisto de sentimientos y de miedo. Era demasiado tarde para el miedo, porque éste se experimenta antes de que las cosas pasen, y el consuelo cuando éstas llegan es que todo tiene un final. El único auténtico miedo es que el final se demore demasiado. Pero el Gato Fierros no iba a ser el caso. Empujaba violento, con urgencia de acabar y vaciarse. Silencioso. Breve. Empujaba cruel, sin miramientos, llevándola poco a poco hasta el borde de la cama. Resignada, los ojos fijos en la blancura del techo, lúcida sólo a relámpagos, vacía la mente mientras soportaba las acometidas, Teresa dejó caer un brazo y dio con la bolsa abierta al otro lado, en el suelo.

La Situación puede tener dos direcciones, descubrió de pronto. Puede ser Tuya o De Otros. Fue tanta su sorpresa al considerar aquello que, de habérselo permitido el hombre que la sujetaba, se habría incorporado en la cama, un dedo en alto, muy seria y reflexiva, a fin de asegurarse. Veamos. Consideremos esta variante del asunto. Pero no podía incorporarse porque lo único libre era su brazo y su mano que, accidentalmente, al caer dentro de la bolsa, rozaba ahora el metal frío de la Colt Doble Águila que estaba dentro, entre los fajos de billetes y la ropa.

Esto no me está pasando a mí, pensó. O quizá no llegó a pensar nada, sino que se limitó a observar, pasiva, a esa otra Teresa Mendoza que pensaba en su lugar. El caso es que, cuando se dio cuenta, ella o la otra mujer a la que espiaba había cerrado los dedos en torno a la culata de la pistola. El seguro estaba a la izquierda, junto al gatillo y el botón para expulsar el cargador. Lo tocó con el pulgar y sintió que se deslizaba hacia abajo, a la vertical, liberando el percutor. Hay una bala cerrojeada, quiso acordarse. Hay una bala dispuesta porque yo la puse ahí, en la recámara -recordaba un clic-clac metálico- o tal vez sólo creo haberlo hecho, y no lo hice, y la bala no está. Consideró todo eso con desapasionado cálculo: seguro, gatillo, percutor. Bala. Ésa era la secuencia apropiada de los acontecimientos, si es que aquel clic-clac anterior había sido real y no producto de su imaginación. En caso contrario, el percutor iba a golpear en el vacío y el Gato Fierros dispondría de tiempo suficiente para tomárselo a mal. De cualquier modo, tampoco empeoraba nada. Quizá algo más de violencia, o ensañamiento, en los últimos instantes. Nada que no hubiera concluido media hora más tarde: para ella, para esa mujer a la que observaba, o para las dos a la vez. Nada que no dejase de doler al poco rato. En esos pensamientos andaba cuando dejó de mirar el techo blanco y se dio cuenta de que el Gato Fierros había dejado de moverse y la miraba. Entonces Teresa levantó la pistola y le pegó un tiro en la cara.