Los italianos, había dicho Yasikov. Teresa lo discutió al día siguiente con Pati OTarrell. Dice que los italianos quieren una reunión. Necesitan un transporte fiable para su cocaína, y él cree que nosotras podemos ayudarles con nuestra infraestructura. Están satisfechos con lo del hachís y desean subir las apuestas. Los viejos amos do fume gallegos les pillan lejos, tienen otras conexiones y además están muy seguidos por la policía. Así que han sondeado a Oleg para ver si estaríamos dispuestas a ocuparnos. A abrirles una ruta seria por el sur, que cubra el Mediterráneo.
– ¿Y cuál es el problema?
– Que ya no habrá vuelta atrás. Si asumimos un compromiso, hay que mantenerlo. Eso requiere más inversiones. Nos complica la vida. Y más riesgos.
Estaban en Jerez, tapeando tortillitas de camarones y Tío Pepe en el bar Carmela, en las mesas bajo el viejo arco en forma de túnel. Era un sábado por la mañana, y el sol deslumbraba iluminando a la gente que paseaba por la plaza del Arenaclass="underline" matrimonios de edad vestidos para el aperitivo, parejas con niños, grupos a la puerta de las tabernas, en torno a oscuros toneles de vino puestos en la calle a modo de mesas. Habían ido a visitar unas bodegas en venta, las Fernández de Soto: un edificio amplio con las paredes pintadas de blanco y almagre, patios espaciosos con arcos y ventanas enrejadas, y cavas enormes, frescas, llenas de barriles de roble negro con los nombres de los diferentes vinos escritos con tiza. Era un negocio en bancarrota, perteneciente a una familia que Pati definía como de las de toda la vida, arruinada por el gasto, los caballos de pura raza cartujana, y por una generación absolutamente negada para los negocios: dos hijos calaveras y juerguistas que aparecían de vez en cuando en las revistas del corazón -uno de ellos también en las páginas de sucesos, por corrupción de menores- y a quienes Pati conocía desde niña. La inversión fue recomendada por Teo Aljarafe. Conservamos las tierras de albariza que hay hacia Sanlúcar y la parte noble del edificio de Jerez, y en la otra mitad del solar urbano construimos apartamentos. Cuantos más negocios respetables tengamos a mano, mejor. Y una bodega con nombre y solera da caché. Pati se había reído mucho con aquello del caché. El nombre y solera de mi familia no me hicieron respetable en absoluto, dijo. Pero la idea le parecía buena. Así que se fueron las dos a Jerez, vestida Teresa de señora para la ocasión, chaqueta y falda gris con zapatos negros de tacón, el pelo recogido en la nuca y la raya en medio, dos sencillos aros de plata como pendientes. De joyas, había aconsejado Pati, usa las menos posibles, y siempre buenas. Y bisutería, ni de lujo. Sólo hay que gastarse el dinero en pendientes y en relojes. Alguna pulsera discreta en ocasiones, o ese semanario que llevas de vez en cuando. Una cadena de oro al cuello, fina. Mejor cadena o cordón que collar; pero si lo llevas que sea valioso: coral, ámbar, perlas… Auténticas, claro. Es como los cuadros en las casas. Mejor una buena litografía o un hermoso grabado antiguo que un mal cuadro. Y mientras Pati y ella visitaban el edificio de las bodegas, acompañadas por un obsequioso administrador acicalado a las once de la mañana como si acabara de llegar de la Semana Santa de Sevilla, aquellos techos altos, las estilizadas columnas, la penumbra y el silencio, le recordaron a Teresa las iglesias mejicanas construidas por los conquistadores. Era singular, pensaba, cómo algunos viejos lugares de España le producían la certeza de encontrarse con algo que ya estaba en ella. Como si la arquitectura, las costumbres, el ambiente, justificasen muchas cosas que había creído propias sólo de su tierra. Yo estuve aquí, pensaba de pronto al doblar una esquina, en una calle o ante el pórtico de un caserón o una iglesia. Híjole. Hay algo mío que anduvo por este rumbo y que explica parte de lo que soy.
– Si con los italianos nos limitamos al transporte, todo seguirá como siempre -dijo Pati-. Al que trincan, paga. Y ése no sabe nada. La cadena se corta ahí: ni propietarios ni nombres. No veo el riesgo por ninguna parte. Acometía la última tortilla de camarones, bajo el contraluz del arco que le doraba el pelo, bajando la voz al hablar. Teresa encendió un Bisonte.
– No me refiero a esa clase de riesgos -repuso. Yasikov había sido muy preciso. No quiero engañarte, Tesa, fue su comentario en la terraza de Puerto Banús. La Camorra, la Mafia y la N'Drangheta son gente dura. Con ellos hay mucho que ganar si todo va bien. Si algo falla hay también mucho que perder. Y al otro lado tendrás a los colombianos. Sí. Tampoco son monjas. No. La parte positiva es que los italianos trabajan con la gente de Cali, menos violenta que los descerebrados de Medellín, Pablo Escobar y toda esa pandilla de psicópatas. Si entras en esto, será para siempre. No es posible bajar de un tren en marcha. No. Los trenes son buenos si en ellos hay clientes. Malos si lo que hay son enemigos. ¿No has visto nunca Desde Rusia con amor?… El malvado que se enfrenta a James Bond en el tren era un ruso. Y no te hago una advertencia. No. Un consejo. Sí. Los amigos son amigos hasta que… Empezaba a decir eso cuando Teresa lo interrumpió. Hasta que dejan de serlo, zanjó. Y sonreía. Yasikov la había observado fijamente, serio de pronto. Eres una mujer muy lista, Tesa, dijo después de quedarse callado un momento. Aprendes rápido, de todo y de todos. Sobrevivirás.
– ¿Y Yasikov? -preguntó Pati-. ¿No entra? -Es astuto, y prudente -Teresa miraba pasar a la gente por la embocadura del arco que daba al Arenal-. Como decimos en Sinaloa, lo suyo es un plan con maña: desea entrar, pero no ser quien dé el primer paso. Si estamos dentro, se aprovechará. Con nosotras encargándonos del transporte, puede asegurar un suministro fiable para su gente, y además bien controlado. Pero antes desea chequear el sistema. Los italianos le dan la oportunidad de probar con pocos riesgos. Si todo funciona, irá adelante. Si no, seguirá como hasta ahora. No quiere comprometer su posición aquí.
– ¿Merece la pena?
– Según. Si lo hacemos bien, es un chingo de lana. Pati tenía cruzadas las piernas: falda chanel, zapatos de tacón beige. Movía un pie como siguiendo el ritmo de una música que Teresa no podía escuchar.
– Bueno. Tú eres la gerente del negocio -inclinó a un lado la cabeza, todas aquellas arruguitas en torno a los ojos-. Por eso es cómodo trabajar contigo.
– Ya te he dicho que hay riesgos. Nos pueden romper la madre. A las dos.
La risa de Pati hizo que la camarera que estaba en la puerta del bar se volviera a mirarlas.
– Ya me la rompieron antes. Así que decide tú. Eres mi chica.
Seguía observándola de aquella manera. Teresa no dijo nada. Tomó su copa de fino y se la llevó a los labios. Con el sabor del tabaco en la boca, el vino le supo amargo. -¿Se lo has dicho a Teo? -preguntó Pati.
– Todavía no. Pero viene a Jerez esta tarde. Tendrá que estar al corriente, claro.
Pati abrió el bolso para pagar la cuenta. Sacó un fajo de billetes grueso, muy poco discreto, y algunos cayeron al suelo. Se inclinó a recogerlos.