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Y allí seguía, con la botella casi mediada, acompañando las palabras de la canción con las suyas propias. Oyendo una canción que yo pedí. Me están sirviendo ahorita mi tequila. Ya va mi pensamiento rumbo a ti. Las luces del jardín y la piscina dejaban la habitación en penumbra, iluminando las sábanas revueltas, las manos de Teresa que fumaban cigarrillos taqueaditos con hachís, sus idas y venidas al vaso y la botella que estaban sobre la mesita de noche. Quién no sabe en esta vida la traición tan conocida que nos deja un mal amor. Quién no llega a la cantina exigiendo su tequila y exigiendo su canción. Y me pregunto qué soy ahora, se decía a medida que iba moviendo los labios en silencio. Quihubo, morra. Me pregunto cómo me ven los demás, y ojalá me vean desde bien relejos. ¿Cómo era aquello? Necesidad de un hombre. Órale. Enamorarse. Ya no. Libre, era quizá la palabra, pese a que sonase grandilocuente, excesiva. Ni siquiera iba a misa ya. Miró hacia arriba, al techo oscuro, y no vio nada. Me están sirviendo ya la del estribo, decía en ese momento José Alfredo, y lo decía también ella. No, pues. Ahorita solamente ya les pido que toquen otra vez La Que Se Fue.

Se estremeció de nuevo. Sobre las sábanas, a su lado, estaba la foto rota. Daba mucho frío ser libre.

11. Yo no se matar, pero voy a aprender

La casa cuartel de la Guardia Civil de Galapagar está en las afueras del pueblo, situado cerca de El Escoriaclass="underline" casitas adosadas para las familias de los guardias y un edificio más grande para la comandancia, con el paisaje nevado y gris de las montañas como fondo. Justo -paradojas de la vida- detrás de unas casas prefabricadas, de buen aspecto, que albergan una comunidad de raza gitana con la que mantiene una vecindad que desmiente los viejos tópicos lorquianos de Heredias, Camborios y parejas de tricornios charolados. Después de identificarme en la puerta dejé el coche en el aparcamiento vigilado; y una guardia alta, rubia -en su uniforme era verde hasta la cinta que le sujetaba la cola de caballo bajo la gorra teresiana-, me condujo hasta el despacho del capitán Víctor Castro: una pequeña habitación con un ordenador sobre la mesa y una bandera española en la pared, junto a la que estaban colgados, a modo de adornos o trofeos, un viejo Máuser Coruña del año 45 y un fusil de asalto Kalashnikov AKM.

– Sólo puedo ofrecerle un café espantoso -me dijo.

Acepté el café, que él mismo trajo de la máquina que estaba en el pasillo, removiendo el brebaje con una cucharilla de plástico. Era infame, en efecto. En cuanto al capitán Castro, resultó ser uno de esos hombres con los que puedes simpatizar al primer vistazo: serio, de modales eficientes, impecable con su guerrera verde y el pelo gris cortado a cepillo, el bigote alatristesco que también empezaba a encanecer, la mirada tan directa y franca como el apretón de manos que me había dispensado al recibirme. Tenía cara de hombre honrado; y tal vez eso, entre otras cosas, animó a sus superiores, tiempo atrás, a encomendarle durante cinco años la jefatura del grupo Delta Cuatro, en la Costa del Sol. Según mis noticias, la honradez del capitán Castro resultó, a la postre, incómoda hasta para sus propios mandos. Eso explicaba quizás que yo estuviera visitándolo en un pueblo perdido de la sierra de Madrid, en una comandancia con treinta guardias cuya jefatura correspondía a una graduación inferior a la suya, y que me hubiese costado cierto trabajo -influencias, viejos amigos- que la Dirección General de la Guardia Civil autorizase aquella entrevista. Como apuntó más tarde, filosófico, el propio capitán Castro cuando me acompañaba cortésmente al coche, los Pepitos Grillo nunca hicieron -hicimos, dijo con sonrisa estoica- carrera en ninguna parte.

Ahora hablábamos de esa carrera, él sentado tras la mesa de su pequeño despacho, con ocho cintas multicolores de condecoraciones cosidas en el lado izquierdo de su guerrera, y yo con mi café. O, para ser exactos, hablábamos de cuando se ocupó por primera vez de Teresa Mendoza, a partir de una investigación sobre el asesinato de un guardia de la comandancia de Manilva, el sargento Iván Velasco, a quien describió -el capitán era muy cuidadoso eligiendo las palabras- como un agente de cuestionable honestidad; mientras que otros a quien consulté previamente sobre el personaje -entre ellos el ex policía Nino Juárez- lo habían definido como un completísimo hijo de puta.

A Velasco lo mataron de una forma sospechosa -explicó-. De modo que trabajamos un poco en eso.

Algunas coincidencias con episodios de contrabando, entre ellos el asunto de Punta Castor y la muerte de Santiago Fisterra, nos hicieron relacionarlo con la salida de la cárcel de Teresa Mendoza. Aunque nada pudo probarse, eso me llevó hasta ella, y con el tiempo terminé por especializarme en la Mejicana: vigilancia, grabaciones en vídeo, teléfonos intervenidos por orden judicial… Ya sabe -me miraba dando por sentado que yo sabía-. Mi trabajo no era perseguir el tráfico de droga, sino investigar su ambiente. La gente a la que la Mejicana compraba y corrompía, que con el tiempo fue mucha. Eso incluyó a banqueros, jueces y políticos. También a gente de mi propia empresa: aduaneros, guardias civiles y policías.

La palabra policías me hizo asentir, interesado. Vigilar al vigilante.

– ¿Cuál fue la relación de Teresa Mendoza con el comisario Nino Juárez? -pregunté.

Dudó un momento, y parecía que calculaba el valor, o la vigencia, de cada cosa que iba a decir. Después hizo un gesto ambiguo.

– No hay mucho que yo pueda decirle que no publicaran en su momento los periódicos… La Mejicana consiguió infiltrarse incluso en el DOCS. Juárez terminó trabajando para ella, como tantos otros.

Puse el vasito de plástico sobre la mesa y me quedé así, un poco inclinado hacia adelante.

– ¿Nunca intentó comprarlo a usted?

El silencio del capitán Castro se hizo incómodo. Miraba el vaso, inexpresivo. Por un momento temí que la entrevista hubiese terminado. Ha sido un placer, caballero. Adiós y hasta la vista.

– Yo comprendo las cosas, ¿sabe? -dijo al fin-… Entiendo, aunque no lo justifique, que alguien que cobra un sueldo reducido vea la oportunidad si le dicen: oye, mañana cuando estés en tal sitio, en vez de allí mira hacia allá. Y a cambio pone la mano y obtiene un fajo de billetes. Es humano. Cada uno es cada uno. Todos queremos vivir mejor de lo que vivimos… Lo que pasa es que unos tienen límites, y otros no.

Se quedó callado otra vez y alzó los ojos. Tiendo a dudar de la inocencia de la gente, pero de aquella mirada no dudé. Aunque en el fondo nunca se sabe. De cualquier modo, me habían hablado antes del capitán Víctor Castro, número tres de su promoción, siete años en Intxaurrondo, uno de destino voluntario en Bosnia, medalla al mérito policial con distintivo rojo.

– Naturalmente que intentaron comprarme -dijo-. No fue la primera vez, ni la última -ahora se permitía una sonrisa suave, casi tolerante-. Incluso en este pueblo lo intentan de vez en cuando, en otra escala. Un jamón en Navidad de un constructor, una invitación de un concejal… Estoy convencido de que cada cual tiene un precio. Quizás el mío era demasiado alto. No sé. Lo cierto es que a mí no me compraron.

– ¿Por eso está aquí?

– Es un buen puesto -me miraba impasible-. Tranquilo. No me quejo.

– ¿Es verdad, como cuentan, que Teresa Mendoza llegó a tener contactos en la Dirección General de la Guardia Civil?

– Eso debería preguntarlo en la Dirección General. -¿Y es cierto que trabajó usted con el juez Martínez Pardo en una investigación que fue paralizada por el ministerio de justicia?

– Le digo lo de antes. Pregúnteselo al ministerio de justicia.

Asentí, aceptando sus reglas. Por alguna razón, aquel malísimo café en vaso de plástico acentuaba mi simpatía por él. Recordé al ex comisario Nino Juárez en la mesa de casa Lucio, saboreando su Viña Pedrosa del 96. ¿Cómo lo había explicado mi interlocutor un momento antes? Sí. Cada uno es cada uno.

– Hábleme de la Mejicana -dije.

Al mismo tiempo saqué del bolsillo una copia de la fotografía tomada desde el helicóptero de Aduanas, y la puse sobre la mesa: Teresa Mendoza iluminada en plena noche entre una nube de agua pulverizada que la luz hacía centellear a su alrededor, el rostro y el pelo mojados, las manos apoyadas en los hombros del piloto de la planeadora. Corriendo a cincuenta nudos hacia la piedra de León y su destino. Ya conozco esa foto, dijo el capitán Castro. Pero estuvo mirándola un rato, pensativo, antes de empujarla de nuevo hacia mí.