Cuando todo estuvo encarrilado, Teresa se dispuso a despedirse. Un día duro. No era trasnochadora, y sus guardaespaldas rusos la esperaban, uno apoyado en un rincón de la barra, otro en el aparcamiento. La música hacía pumba, pumba, y la luz de la pista la iluminaba a ráfagas cuando estrechó las manos de los de la N'Drangheta. Un placer, dijo. Ha sido un placer. Chi vediamo, dijeron los otros, apalancado cada uno con su rubia. Abotonó su chaqueta Valentino de piel negra, disponiéndose a salir mientras notaba moverse detrás al guarura de la barra. Al mirar en torno buscando a Yasikov lo vio venir entre la gente. Se había disculpado cinco minutos antes, reclamado por una llamada telefónica.
– ¿Algo va mal? -preguntó ella al verle la cara. Niet, dijo el otro. Todo va bien. Y he pensado que antes de ir a casa tal vez quieras acompañarme. Un pequeño paseo, añadió. No lejos de aquí. Estaba desacostumbradamente serio, y a Teresa se le encendieron las luces de alarma.
– ¿Qué es lo que pasa, Oleg?
– Sorpresa.
Vio que Pati, sentada en conversación con los italianos y las dos rusas, los miraba inquisitiva y hacía ademán de levantarse; pero Yasikov enarcó una ceja y Teresa negó con la cabeza. Salieron los dos, seguidos por el guardaespaldas. En la puerta esperaban los coches, el segundo hombre de Teresa al volante del suyo y el Mercedes blindado de Yasikov con chófer y un guarura en el asiento delantero. Un tercer coche aguardaba algo más lejos, con otros dos hombres en su interior: la escolta permanente del ruso, sólidos chicos de Solntsevo, dóbermans cuadrados como armarios. Todos los coches tenían los motores en marcha.
– Vamos en el mío -dijo el ruso, sin responder a la pregunta silenciosa de Teresa.
Qué se traerá entre manos, pensaba ella. Este ruski resabiado y requetecabrón. Circularon en discreto convoy durante quince minutos, dando vueltas hasta comprobar que no los seguía nadie. Después tomaron la autopista hasta una urbanización de Nueva Andalucía. Allí, el Mercedes entró directamente en el garaje de un chalet con pequeño jardín y muros altos, todavía en construcción. Yasikov, el rostro impasible, sostuvo la puerta del automóvil para que saliera Teresa. Lo siguió por la escalera hasta llegar a un vestíbulo vacío, con ladrillos apilados contra la pared, donde un hombre fornido, con polo deportivo, que hojeaba una revista sentado en el suelo a la luz de una lámpara de gas butano, se levantó al verlos entrar. Yasikov le dirigió unas palabras en ruso, y el otro asintió varias veces. Bajaron al sótano, apuntalado por vigas metálicas y tablones. Olía a cemento fresco y a humedad. En la penumbra se distinguían herramientas de albañilería, bidones con agua sucia, sacos de cemento. El hombre del polo deportivo subió la intensidad de la llama de una segunda lámpara que colgaba de una viga. Entonces Teresa vio al Gato Fierros y a Potemkin Gálvez. Estaban desnudos, atados con alambre por las muñecas y los tobillos a sillas blancas de camping. Y tenían aspecto de haber conocido noches mejores que aquélla.
– No sé nada más -gimió el Gato Fierros.
No los habían torturado mucho, comprobó Teresa: sólo un tratamiento previo, casi informal, rompiéndoles un tantito la madre a la espera de instrucciones más precisas, con un par de horas de plazo para que dieran vueltas a la imaginación y maduraran, pensando menos en lo sufrido que en lo que faltaba por sufrir. Los cortes de navaja en el pecho y los brazos eran superficiales y apenas sangraban ya. El Gato tenía una costra seca en los orificios nasales; su. labio superior partido, hinchado, daba un tono rojizo a la baba que le caía por las comisuras de la boca. Se habían cebado un poco más al golpearlo con una varilla metálica en el vientre y los muslos: escroto inflamado y cardenales recientes en la carne tumefacta. Olía muy agrio, a orines y a sudor y a miedo del que se enrosca en las tripas y las afloja. Mientras el hombre del polo deportivo hacía pregunta tras pregunta en un español torpe, con fuerte acento, intercalando sonoras bofetadas que volvían a uno y otro lado el rostro del mejicano, Teresa observaba, fascinada, la enorme cicatriz horizontal que deformaba su mejilla derecha; la marca del plomo calibre 45 que ella misma le había disparado a bocajarro unos años atrás, en Culiacán, el día que el Gato Fierros decidió que era una lástima matarla sin divertirse un poco antes, va a morirse igual y sería un desperdicio, fue lo que dijo, y luego el puñetazo impotente y furioso de Potemkin Gálvez destrozando la puerta de un armario: el Güero Dávila era de los nuestros, Gato, acuérdate, y ésta era su hembra, matémosla pero con respeto. El caño negro del Python acercándose a su cabeza, casi piadoso, quita no te salpique, carnal, y apaguemos. Chale. El recuerdo llegaba en oleadas, cada vez más intenso, haciéndose físico al fin, y Teresa sintió arderle lo mismo el vientre que la memoria, el dolor y el asco, la respiración del Gato Fierros en su cara, la urgencia del sicario clavándose en sus entrañas, la resignación ante lo inevitable, el tacto de la pistola en la bolsa puesta en el suelo, el estampido. Los estampidos. El salto por la ventana, con las ramas lacerándole la carne desnuda. La fuga. Ahora no sentía odio, descubrió. Sólo una intensa satisfacción fría. Una sensación de poder helado, muy apacible y tranquilo.
Juro que no sé nada más -seguían restallando las bofetadas en las oquedades del sótano-… Lo juro por la vida de mi madre.
Tenía madre, el hijo de la chingada. El Gato Fierros tenía una pinche mamacita como todo el mundo, allá en Culiacán, y sin duda le mandaba dinero para aliviar su vejez cuando cobraba cada muerte, cada violación, cada madriza. Sabía más, por supuesto. Aunque acababan de sacarle el mole a tajos y puros golpes, sabía más sobre muchas cosas; pero Teresa estaba segura de que lo había contado todo sobre su viaje a España y sus intenciones: el nombre de la Mejicana, la mujer que se movía en el mundo del narco en la costa andaluza, llegaba hasta la antigua tierra culichi. Así que a quebrársela. Viejas cuentas, inquietud por el futuro, por la competencia o por vaya usted a saber qué. Ganas de atar cabos sueltos. El Batman Güemes estaba en el centro de la tela de araña, naturalmente. Eran sus gatilleros, con una chamba a medio cumplir. Y el Gato Fierros, menos bravo atado con alambre a su absurda silla blanca que en el pequeño apartamento de Culiacán, soltaba la lengua a cambio de ahorrarse una parcelita de dolor. Aquel bato destripador que tanto galleaba escuadra al cinto, en Sinaloa, culeando viejas antes de bajárselas. Todo era lógico y natural como para no acabárselo.
– Les digo que ya no sé nada -seguía gimoteando el Gato.
A Potemkin Gálvez se le veía mas entero. Apretaba los labios, obstinado, poco fácil para salivear verbos. Y ni modo. Mientras que al Gato parecían haberle dado gas defoliante, éste negaba con la cabeza ante cada pregunta, aunque tenía el cuerpo tan maltrecho como su carnal, con manchas nuevas sobre las de nacimiento que ya traía en la piel, y cortes en el pecho y los muslos, insólitamente vulnerable con toda su desnudez gorda y velluda trincada a la silla por los alambres que se hundían en la carne, amoratando manos y pies hinchados. Sangraba por el pene y la boca y la nariz, el bigote negro y espeso chorreando gotas rojas que corrían en regueros finos por el pecho y la barriga. No, pues. Estaba claro que lo suyo no era hacer de madrina, y Teresa pensó que incluso a la hora de acabar hay clases, y tipos, y gentes que se comportan de una manera o de otra. Y que aunque a esas alturas da lo mismo, en el fondo no lo da. Tal vez era menos imaginativo que el Gato, reflexionó observándolo. La ventaja de los hombres con poca imaginación era que les resultaba más fácil cerrarse, bloquear la mente bajo la tortura. Los otros, los que pensaban, se disparaban antes. La mitad del camino la hacían solos, dale que dale, piensa que te piensa, y lo que se había de cocer lo iban remojando. El miedo siempre es más intenso cuando eres capaz de imaginar lo que te espera.