Teresa decidió aplicar métodos sinaloenses. Me los voy a chingar hasta la madre, se dijo. A fin de cuentas, si allá por sus rumbos ciertas maneras resultaban eficaces, lo mismo iban a serlo aquí, donde jugaba a su favor la falta de costumbre. Nada impone más que lo desproporcionado, sobre todo cuando no lo esperas. Sin duda el Güero Dávila, que era muy fan de los Tomateros de Culiacán, y riéndose mucho desde la cantina del infierno donde ahora ocupara mesa, habría descrito aquello como batear a toda madre y robar a los gabachos la segunda base. Esta vez consiguió los recursos en Marruecos, donde un viejo amigo, el coronel Abdelkader Chaib, le proporcionó gente adecuada: ex policías y ex militares que hablaban español, con pasaportes en regla y visado turístico, que iban y venían utilizando la línea de ferry Tanger-Algeciras. Raza pesada; sicarios que no recibían otra información e instrucciones que las estrictamente necesarias, y a quienes, en caso de captura por las autoridades españolas, resultaba imposible relacionar con nadie. Así, a Nené Garou lo atraparon saliendo de una discoteca de Benalmádena a las cuatro de la mañana. Dos hombres jóvenes de aspecto norteafricano -dijo más tarde a la policía, cuando recuperó el habla- se le acercaron como para atracarlo, y tras despojarlo de la cartera y el reloj le partieron la columna vertebral con un bate de béisbol. Clac, clac. Se la dejaron hecha un sonajero, o al menos ésa fue la gráfica expresión que utilizó el portavoz de la clínica -sus superiores lo reconvinieron luego por ser tan explícito- para describir el asunto a los periodistas. Y la mañana misma en que la noticia apareció en las páginas de sucesos del diario Sur de Málaga, Michel Salem recibió una llamada telefónica en su casa de Fuengirola. Tras decir buenos días e identificarse como un amigo, una voz masculina expuso en perfecto español sus condolencias por el accidente de Garou, del que, suponía, monsieur Salem estaba al corriente. Luego, sin duda desde un teléfono móvil, se puso a contar al detalle cómo en ese momento los nietos del francoargelino, tres niñas y un niño entre los cinco y los doce años, jugaban en el patio del colegio suizo de Las Chapas, las inocentes criaturas, después de haber celebrado el día anterior con sus amiguitos, en un McDonald's, el cumpleaños de la mayor: una pizpireta jovencita llamada Desirée, cuyo itinerario habitual a la ida y al regreso del colegio, igual que el de sus hermanos, le fue descrito minuciosamente a Salem. Y para rematar el asunto, éste recibió aquella misma tarde, por mensajero, un paquete de fotografías hechas con teleobjetivo en las que aparecían sus nietos en distintos momentos de la última semana, McDonald's y colegio suizo incluidos.
Hablé con Cucho Malaspina -pantalón de cuero negro, chaqueta inglesa de tweed, bolso marroquí al hombro- a punto de viajar a México por última vez, dos semanas antes de mi entrevista con Teresa Mendoza. Nos encontramos por casualidad en la sala de espera del aeropuerto de Málaga, entre dos vuelos que salían con retraso. Hola, qué tal, amorcete, saludó. Cómo te va. Me serví un café y él un zumo de naranja, que se puso a sorber con una pajita mientras cambiábamos cumplidos. Leo tus cosas, te veo en la tele, etcétera. Luego nos sentamos juntos en un sofá de un rincón tranquilo. Trabajo sobre la Reina del Sur, dije, y se rió, malvado. Él la había bautizado así. Portada del ¡Hola! cuatro años atrás. Seis páginas en color con la historia de su vida, o al menos la parte que él pudo averiguar, centrándose más en su poder, su lujo y su misterio. Casi todas las fotos, tomadas con teleobjetivo. Algo del tipo esta mujer peligrosa controla tal y cual. Mejicana multimillonaria y discreta, oscuro pasado, turbio presente. Bella y enigmática, era el pie de la única imagen tomada de cerca: Teresa con gafas oscuras, austera y elegante, bajando de un coche rodeada de guardaespaldas, en Málaga, para declarar ante una comisión judicial sobre narcotráfico donde no pudo probársele absolutamente nada. Por aquel tiempo su blindaje jurídico y fiscal ya era perfecto, y la reina del narcotráfico en el Estrecho, la zarina de la droga -así la describió El País-, había comprado tantos apoyos políticos y policiales que era prácticamente invulnerable: hasta el punto de que el ministerio del Interior filtró su dossier a la prensa, en un intento por difundir, en forma de rumor e información periodística, lo que no podía probarse judicialmente. Pero el tiro salió por la culata. Aquel reportaje convirtió a Teresa en leyenda: una mujer en un mundo de hombres duros. A partir de entonces, las raras fotos que se obtenían de ella o sus escasas apariciones públicas eran siempre noticia; y los paparazzi -sobre los guardaespaldas de Teresa llovían denuncias por agresión a fotógrafos, asunto del que se ocupaba una nube de abogados pagados por Transer Naga- le siguieron el rastro con tanto interés como a las princesas de Mónaco o a las estrellas de cine.
Así que escribes un libro sobre esa pájara. -Lo estoy terminando. O casi.
– Vaya personaje, ¿verdad? -Cucho Malaspina me miraba, inteligente y malicioso, acariciándose el bigote-. La conozco bien.
Cucho era viejo amigo mío, del tiempo en que yo trabajaba como reportero y él empezaba a hacerse un nombre en el papel coliche, el cotilleo social y los programas televisivos de sobremesa. Manteníamos un mutuo aprecio cómplice. Ahora él era una estrella; alguien capaz de deshacer matrimonios de famosos con un comentario, un titular de revista o un pie de foto. Listo, ingenioso y malo. El gurú del chismorreo social y del glamour de los famosos: veneno en copas de martini. No era verdad que conociese bien a Teresa Mendoza; pero se había movido en su entorno – la Costa del Sol y Marbella eran rentable coto de caza de los periodistas del corazón-, y un par de veces llegó a acercarse a ella, aunque siempre fue despedido con una firmeza que, en cierta ocasión, llegó a traducirse en un ojo a la funerala y una denuncia en un juzgado de San Pedro de Alcántara después de que un guardaespaldas -cuya descripción le iba como un guante a Pote Gálvez- le diera lo suyo a Cucho cuando éste pretendía abordarla a la salida de un restaurante de Puerto Banús. Buenas noches, señora, quisiera preguntarle si no es molestia, ay. Por lo visto, lo era. Así que no hubo respuestas, ni más preguntas, ni nada excepto aquel gorila bigotudo machacándole un ojo a Cucho con eficacia profesional. Zaca. Zaca. Estrellitas de colores, el periodista sentado en el suelo, portazos de un coche y el ruido de un motor al arrancar. La Reina del Sur vista y no vista.
– Un morbazo, imagínate. Una tía que en pocos años crea un pequeño imperio clandestino. Una aventurera con todos los ingredientes: misterio, narcotráfico, dinero… Siempre a distancia, protegida por sus guardaespaldas y su leyenda. La policía incapaz de hincarle el diente, y ella comprando a todo dios. La Koplowitz de la droga… ¿Recuerdas a las hermanas millonetis?… Pues lo mismo, pero en malísimo. Cuando aquel gorila suyo, un gordo con cara de Indio Fernández, me pegó una hostia, te confieso que estuve encantado. Viví un par de meses de eso. Luego, cuando mi abogado pidió una indemnización increíble que ni soñábamos cobrar, los suyos pagaron a tocateja. Como te lo cuento. Oye. Te juro que una pasta. Sin necesidad de ir a juicio.