– No sabía que los gringos tuviesen la mano tan larga.
– Según para qué.
Entonces Teresa se echó a reír. Me están pidiendo, dijo todavía incrédula, que les cuente todo lo que suponen que sé sobre Epifanio Vargas. Que haga de madrina, a mis años. Y sinaloense.
– No sólo que nos lo cuente -intervino Rangel-. Sino que lo cuente allí.
– ¿Dónde es allí?
Ante la comisión de justicia de la Procuraduría General de la República.
– ¿Pretenden que vaya a declarar a México? -Como testigo protegido. Inmunidad absoluta. Tendría lugar en el Distrito Federal, bajo todo tipo de garantías personales y jurídicas. Con el agradecimiento de la nación, y del Gobierno de los Estados Unidos. Teresa se puso en pie de pronto. Puro reflejo y sin pensarlo siquiera. Esta vez se levantaron los dos al mismo tiempo: desconcertado Rangel, incómodo Tapia. Ya te lo decía yo, expresaba el gesto de éste al cambiar la última mirada con el de la DEA. Teresa fue hasta la puerta y la abrió de golpe. Pote Gálvez estaba afuera, en el pasillo, los brazos ligeramente separados, falsamente apacible en su gordura. Si hace falta, le dijo ella con los ojos, échalos a patadas.
– Ustedes -casi lo escupió- se han vuelto locos.
Y allí estaba ahora, sentada en la antigua mesa del bar gibraltareño, reflexionando sobre todo eso. Con una vida minúscula que le apuntaba en las entrañas sin que supiera todavía qué iba a hacer con ella. Con el eco de la conversación reciente en la cabeza. Dándole vueltas a las sensaciones. A las palabras últimas y a los recuerdos viejos. Al dolor y a la gratitud. A la imagen del Güero Dávila -inmóvil y callado como ella lo estaba ahora, en aquella cantina de Culiacán- y al recuerdo del otro hombre sentado junto a ella en plena noche, en la capilla del santo Malverde. A tu Güero le gustaban los albures, Teresita. ¿La neta que no leíste nada? Entonces vete, y procura enterrarte tan hondo que no te encuentren. Don Epifanio Vargas. Su padrino. El hombre que pudo matarla, y tuvo compasión y no lo hizo. Que después se arrepintió, y ya no pudo.
Teo Aljarafe regresó dos días más tarde con un informe satisfactorio. Pagos recibidos puntualmente en Gran Caimán, gestiones para conseguir un pequeño banco propio y una naviera en Belice, buena rentabilidad de los fondos blanqueados y dispuestos, limpios de polvo y paja, en tres bancos de Zúrich y en dos de Liechtenstein. Teresa escuchó con atención su informe, revisó los documentos, firmó algunos papeles tras leerlos minuciosamente, y después se fueron a comer a casa Santiago, frente al paseo marítimo de Marbella, con Pote Gálvez sentado fuera, en una de las mesas de la terraza. Habas con jamón y chicharra asada, mejor y más jugosa que la langosta. Un Señorío de Lazán, reserva del 96. Teo estaba locuaz, simpático. Guapo. La chaqueta en el respaldo de la silla y las mangas de la camisa blanca con dos vueltas sobre los antebrazos bronceados, las muñecas firmes y ligeramente velludas, Patek Philippe, uñas pulidas, la alianza reluciendo en la mano izquierda. A veces volvía su perfil impecable de águila española, la copa o el tenedor a medio camino, para mirar hacia la calle, atento a quien entraba en el local. Un par de veces se levantó para saludar. Tomás Pestaña, que cenaba al fondo con un grupo de inversores alemanes, los había ignorado en apariencia cuando entraron. Pero al rato vino el camarero con una botella de buen vino. De parte del señor alcalde, dijo. Con sus saludos.
Teresa miraba al hombre que tenía ante ella, y meditaba. No iba a contarle ese día, ni mañana ni al otro, y tal vez no lo hiciera nunca, lo que llevaba en el vientre. Y sobre eso, además, algo resultaba bien curioso: al principio creyó que pronto empezaría a tener sensaciones, conciencia física de la vida que empezaba a desarrollarse en su interior. Pero no sentía nada. Sólo la certeza y las reflexiones a que ésta la llevaba. Quizá el pecho le había aumentado un poco, y también desaparecieron los dolores de cabeza; pero sólo se sentía encinta cuando meditaba sobre ello, leía otra vez el parte médico, o comprobaba las dos faltas marcadas en el calendario. Sin embargo -pensaba en ese instante, oyendo la conversación banal de Teo Aljarafe-, aquí estoy. Preñada como una vulgar maruja, que dicen en España. Con algo, o alguien, de camino, y todavía sin decidir qué voy a hacer con mi perrona vida, con la de esa criatura que aún no es nada pero será si lo consiento -miró atenta a Teo, como al acecho de una señal decisiva-. O con la vida de él.
– ¿Hay algo en marcha? -preguntó Teo en voz baja, el aire distraído, entre dos sorbos al vino del alcalde. -Nada de momento. Rutina.
A los postres él propuso ir a la casa de la calle Ancha o a cualquier buen hotel de la Milla de Oro, y pasar allí el resto de la tarde, y la noche. Una botella, un plato de jamón ibérico, sugirió. Sin prisas. Pero Teresa negó con la cabeza. Estoy cansada, dijo arrastrando la penúltima sílaba. Hoy no me apetece mucho.
– Hace casi un mes que no -comentó Teo. Sonreía, atractivo. Tranquilo. Le rozó los dedos, tierno, y ella se quedó mirando su propia mano inmóvil sobre el mantel, igual que si no fuera realmente suya. Con aquella mano, pensó, le había disparado en la cara al Gato Fierros.
– ¿Cómo están tus hijas?
La miró, sorprendido. Teresa nunca preguntaba por su familia. Era una especie de pacto tácito con ella misma, que siempre cumplía a rajatabla. Están bien, dijo tras un momento. Muy bien. Pues qué bueno, respondió ella. Qué bueno que estén bien. Y su mamá, supongo. Las tres.
Teo dejó la cucharilla del postre en el plato y se inclinó sobre la mesa, observándola con atención. Qué pasa, dijo. Cuéntame qué te ocurre hoy. Ella miró alrededor, la gente en las mesas, el tráfico en la avenida iluminada por el sol que empezaba a descender sobre el mar. No me pasa nada, respondió, bajando más la voz. Pero te he mentido, dijo después. Hay algo en marcha. Algo que no te conté todavía.
– ¿Por qué?
– Porque no siempre te lo cuento todo.
La miró, preocupado. Impecable franqueza. Cinco segundos casi exactos, y luego desvió la vista hacia la calle. Cuando volvió a mirarla sonreía un poco. Bien chilo. Volvió a tocarle la mano y esta vez tampoco ella la retiró.
– ¿Es importante?
órale, se dijo Teresa. Así son las pinches cosas, y cada cual ayuda a hacerse su propio destino. Casi siempre la jaladita final viene de ti. Para lo bueno y para lo malo.
– Si -respondió-. Hay un barco en camino. Se llama Luz Angelita.
Había oscurecido. Los grillos cantaban en el jardín como si se hubieran vuelto locos. Cuando se encendieron las luces Teresa ordenó apagarlas, y ahora estaba sentada en los escalones del porche, la espalda contra uno de los pilares, mirando las estrellas sobre las espesas copas negras de los sauces. Tenía una botella de tequila con el precinto intacto entre las piernas, y atrás, en la mesa baja situada junto a las tumbonas, sonaba música mejicana en el estéreo. Música sinaloense que Pote Gálvez le había prestado aquella misma tarde, quihubo, patrona, esto es lo último de los Broncos de Reynosa que me consiguieron de allá, dígame nomás qué le parece:
Venía rengueando la yegua, traía la carga ladeada.
Iba sorteando unos pinos en la sierra de Chihuahua.
Poquito a poco, el gatillero enriquecía su colección de corridos. Le gustaban los más duros y violentos; más que nada, decía muy serio, para torcer la nostalgia, Que uno es de donde mero es, y ni modo. Su rockola particular incluía a toda la raza norteña, desde Chalino -palabras mayores, doña- hasta Exterminador, los Invasores de Nuevo León, el As de la Sierra, El Moreño,:los Broncos, los Huracanes y demás grupos pesados de Sinaloa y de allí arriba; los que habían convertido la nota roja, de los diarios en materia musical, canciones que hablaban de tráficos y de muertos y de agarrarse a plomazos, de cargas de la fina, avionetas Cessna y trocar del año, federales, guachos, traficantes y funerales. Del mismo modo que en otro tiempo lo fueron los corridos de la Revolución, los narcocorridos eran ahora la nueva épica, la leyenda moderna de un México que estaba allí y no tenía intención de cambiar, entre otras razones porque parte de la economía nacional dependía de aquello. Un mundo marginal y duro, armas, corrupción y droga, donde la única ley que no se violaba era la ley de la oferta y la demanda.