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Marcó el número memorizado de Rizocarl Cuéntame de arriba, dijo al oír el lacónico «Cero Cero» del gibraltareño. «En el nido y sin novedad», fue la respuesta, Rizocarpaso estaba en contacto telefónico con dos hombres, situado uno en la cima del Peñón con unos potentes binoculares nocturnos, y otro en la carretera que pasaba cerca de la base del helicóptero en Algeciras. Cada uno con su celular. Centinelas discretos.

– El pájaro sigue en tierra -le comentó a Cherki, cortando la comunicación.

– Gracias a Dios.

Había tenido que contenerse para no pregunta Rizocarpaso por el resto de la operación. La fase paralela. A esa hora ya debían tenerse noticias, y la ausencia de novedad empezaba a inquietarla. O visto de otro modo, se dijo con una mueca amarga, a tranquilizarla. Miró el reloj de latón atornillado en un mamparo de la timonera. En cualquier caso, de nada servía atormentarse más. El gibraltareño comunicaría la noticia cuando la supiera.

Ahora se apreciaban nítidas las luces del barco. El Tarfaya iba a apagar las suyas cuando estuviese cerca, para camuflarse con su eco de radar. Miró la pantalla. Media milla.

– Puede preparar a su gente, patrón.

Cherki abandonó la timonera, y Teresa lo oyó dar órdenes. Cuando ella se asomó a la puerta, las sombras ya no estaban acurrucadas junto a la regala: se movían por cubierta disponiendo cabos y defensas, y apilando fardos en la amura de babor. Se había cobrado el cabo de remolque, y el motor de la Valiant resonaba mientras su piloto se disponía a efectuar sus propias evoluciones. Los harkeños del doctor Ramos continuaban inmóviles, sus Ingram y sus granadas bajo la ropa, como si nada fuera con ellos. El Xoloitzcuintle se distinguía muy bien ahora, con los contenedores apilados en cubierta y sus luces de navegación, blanca de alcance y verde de estribor, reflejándose en las crestas de la marejada. Teresa lo veía por primera vez, y aprobó la elección de Farid Lataquia. Una obra muerta poco elevada, que la carga acercaba al nivel del mar. Eso iba a facilitar la maniobra.

Cherki regresó a la timonera, desconectó el piloto automático y empezó a gobernar a mano, aproximando con cuidado el pesquero al portacontenedores, paralelo a la banda de estribor y por su aleta. Teresa encaró los prismáticos para estudiar el barco: disminuía la marcha, sin llegar a detenerse. Vio hombres moviéndose entre los contenedores. Arriba, en el alerón de estribor del puente, otros dos observaban el Tarfaya: sin duda el capitán y un oficial. -Puede apagar, patrón.

Estaban lo bastante cerca para que los respectivos ecos de radar se fundieran en uno. El pesquero quedó a oscuras, iluminado sólo por las luces del otro barco, que había alterado ligeramente el rumbo para protegerlos en su banda de sotamar. Ya no se veía la luz de alcance, y la verde relucía en el alerón del puente como una esmeralda cegadora. Estaban casi abarloados, y tanto en la banda del pesquero como en la del portacontenedores los marinen nos disponían gruesas defensas. El Tarfaya ajustó su velocidad, avante despacio, a la del Xoloitzcuintle. Unos tres nudos, calculó Teresa. Un momento después oyó un disparo apagado: el chasquido del lanzacabos. Los hombres: del pesquero recogieron el cabo que iba al extremo de la guía y lo afirmaron en las bitas de cubierta, sin tensar demasiado. El lanzacabos disparó otra vez. Un largo a proa, otro a popa. Manejando cuidadosamente el timón, el patrón Cherki se abarloó al portacontenedores, borda con borda, y dejó la máquina en marcha pero sin engranar. Los dos barcos navegaban ahora a la misma velocidad, el grande gobernando al chico. La Valiant, hábilmente maniobrada por su piloto, ya estaba también amadrinada al Xoloitzcuintle, a proa del pesquero, y Teresa vio cómo los tripulantes del barco empezaban a izar fardos. Con suerte, pensó vigilando el radar mientras tocaba la madera del timón, todo habrá terminado en una hora.

Veinte toneladas rumbo al Mar Negro, sin escalas. Cuando la goma arrumbó al noroeste recurriendo al GPS conectado al radar Raytheon, las luces del Xoloitzcuintle se perdían en el horizonte oscuro, muy a levante. El Tarfaya, que había vuelto a encender las suyas, estaba algo más cerca, su luz de alcance balanceándose en la marejada, navegando sin prisas hacia el sudoeste. Teresa dio una orden, y el piloto de la planeadora empujó la palanca del gas, aumentando la velocidad, el casco de la semirrígida pantoqueando en las crestas, los dos harkeños sentados en la proa para darle estabilidad, las capuchas de las chaquetas de agua subidas para protegerse de los rociones.

Teresa marcó de nuevo el número memorizado, y al oír el seco «Cero Cero» de Rizocarpaso dijo sólo: los niños están acostados. Luego se quedó mirando la oscuridad hacia poniente, como si pretendiera ver cientos de millas más allá, y preguntó si había novedad. «Negativo», fue la respuesta. Cortó la comunicación y miró la espalda del piloto sentado en el banco central de gobierno de la Valiant. Preocupada. La vibración de los potentes motores, el rumor del agua, los golpes en la marejada, la noche alrededor como una esfera negra, traían recuerdos buenos y malos; pero no era ése el momento, concluyó. Había demasiadas cosas en juego, cabos sueltos que iban a ser anudados. Y cada jalón que la planeadora recorría a treinta y cinco nudos, milla tras milla, la acercaba a la resolución ineludible de esos asuntos. Sintió deseos de prolongar la carrera nocturna desprovista de referencias, con lucecitas muy lejanas que apenas marcaban la tierra o la presencia de otros barcos en las tinieblas. Prolongarla indefinidamente para retrasarlo todo, suspendida entre el mar y la noche, lugar intermedio sin responsabilidades, simple espera, con los cabezones rugientes empujando a la espalda, la goma de las bandas tensándose elástica en cada salto del casco, el viento en la cara, las salpicaduras de espuma, la espalda oscura del hombre inclinado sobre los mandos que tanto le recordaba la espalda de otro hombre. De otros hombres.

Era, en suma, una hora tan sombría como ella misma. La propia Teresa. O al menos así sentía la noche y así se sentía ella. El cielo sin el fino creciente de luna que sólo había durado un rato, desprovisto de estrellas, con una bruma que se iba entablando inexorable desde levante, y que en ese momento engullía el último reflejo de la luz de alcance del Xoloitzcuintle. Teresa escudriñándose atenta el corazón seco, la cabeza tranquila que ordenaba cada una de las piezas pendientes como si fuesen billetes de dólar en los fajos que manejó siglos atrás en la calle Juárez de Culiacán, hasta el día en que la Bronco negra se detuvo a su lado, y el Güero Dávila bajó la ventanilla, y ella, sin saberlo, emprendió el largo camino que ahora la tenía allí, junto al Estrecho de Gibraltar, enredada en el bucle de tan absurda paradoja. Había pasado el río en plena crecida, con la carga ladeada. O estaba a punto de hacerlo.

– El Sinaloa, señora.

El grito la sobresaltó, arrancándola de sus pensamientos. Híjole, se dijo. Precisamente Sinaloa, esta noche y ahora. El piloto señalaba las luces que se acercaban rápidamente al otro lado de los rociones de agua y las siluetas de los guardaespaldas agazapados en la proa. El yate navegaba iluminado, blanco y esbelto, las luces hiriendo el mar, con rumbo nordeste. Inocente como una paloma, pensó mientras el piloto hacía describir un amplio semicírculo a la Valiant y la acercaba a la plataforma de popa, donde un marinero estaba listo para recibirla. Antes de que los guaruras que acudían a sostenerla llegasen hasta ella, Teresa calculó el vaivén, apoyó un pie en un costado de la goma, y saltó a bordo aprovechando el impulso del siguiente bandazo. Sin despedirse de los de la lancha ni mirar atrás anduvo por cubierta, entumecidas las piernas por el frío, mientras el marinero soltaba el cabo y la planeadora se iba rugiendo. con sus tres ocupantes, misión cumplida, de vuelta a su base de Estepona. Teresa bajó a quitarse el salitre del rostro con agua dulce, encendió un cigarrillo y se sirvió tres dedos de tequila en un vaso. Bebió de golpe frente al espejo del baño, sin respirar. La violencia del trago le arrancó lágrimas, y se quedó allí, el cigarrillo en una mano y el vaso vacío en la otra, mirando aquellas gotas caerle despacio por la cara. No le gustó su expresión; o tal vez la expresión no era suya, sino que pertenecía a la mujer que miraba desde el espejo: cercos bajo los ojos, el pelo revuelto y rígido de sal. Y aquellas lágrimas. Volvían a encontrarse, y parecía más cansada y más vieja. De pronto fue al camarote, abrió el armario donde estaba el bolso, extrajo la cartera de piel con sus iniciales y estuvo un rato estudiando la ajada media fotografía que siempre guardaba allí, la mano en alto y la foto ante los ojos, comparándose con la morra joven de ojos muy abiertos, el brazo del Güero Dávila enfundado en la chamarra de piloto, protector, sobre sus hombros.