Metió las manos en los bolsillos de la gabardina –un suéter debajo, tejanos, botas cómodas con suela de goma– y extrajo el paquete de faritos. Encendía uno en la llama de una vela de Malverde cuando don Epifanio Vargas se recortó en los destellos rojos y azules de la puerta.
–Teresita. Cuánto tiempo.
Seguía casi igual, apreció. Alto, corpulento. Había colgado el impermeable en un gancho junto a la puerta. Traje oscuro, camisa abierta sin corbata, botas picudas.
Con aquella cara que recordaba las viejas películas de Pedro Armendáriz. Tenía muchas canas en el bigote y en las sienes, unas cuantas arrugas más, la cintura ensanchada, tal vez. Pero era el mismo.
Apenas te reconozco.
Dio unos pasos adentrándose en la capilla después de mirar a un lado y a otro con recelo. Observaba fijamente a Teresa, intentando relacionarla con la otra mujer que tenía en la memoria.
–Usted no ha cambiado mucho –dijo ella–. Algo más de peso, quizá. Y las canas.
Estaba sentada en el banco, junto a la efigie de Malverde, y no se movió al verlo entrar.
–¿Llevas un arma? –preguntó don Epifanio, cauto.
–No.
–Qué bueno. A mí me checaron ahí afuera esos putos. Yo tampoco traía.
Suspiró un poco, miró a Malverde iluminado por la luz trémula de las velas, luego otra vez a ella.
–Ya ves. Acabo de cumplir sesenta y cuatro. Pero no me quejo.
Se aproximó hasta quedar muy cerca, estudiándola con atención desde arriba. Ella permaneció como estaba, sosteniéndole la mirada.
–Creo que te fueron bien las cosas, Teresita. –Tampoco a usted le han ido mal.
Don Epifanio movió la cabeza en una lenta afirmación. Pensativo. Después se sentó al lado. Estaba exactamente igual que la última vez, excepto que ella no tenía una Doble Águila en las manos.
–Doce años, ¿verdad? Tú y yo en este mismo sitio, con la famosa agenda del Güero...
Se interrumpió, dándole ocasión de mezclar los recuerdos con los suyos. Pero Teresa guardó silencio. Al cabo de un instante don Epifanio sacó un cigarro habano del bolsillo superior de la chaqueta. Nunca imaginé, empezó a decir mientras quitaba la vitola. Pero se detuvo otra vez, como si acabara de llegar a la conclusión de que lo nunca imaginado no tenía importancia. Creo que todos te infravaloramos, dijo al fin. Tu hombre, yo mismo. Todos. Lo de tu hombre lo dijo un poco más bajo, y parecía que intentara deslizarlo inadvertido entre el resto.
A lo mejor por eso sigo viva.
El otro reflexionó sobre aquello mientras aplicaba la llama de un encendedor al cigarro.
–No es un estado permanente, ni garantizado. –concluyó con la primera bocanada–. Uno sigue vivo hasta que deja de estarlo.
Fumaron un poco los dos, sin mirarse. Ella casi tenía consumido su cigarrillo.
–¿Qué haces metida en esto?
Aspiró por última vez la brasa entre sus dedos. Luego dejó caer la colilla y la pisó con cuidado. Pues fíjese, repuso, que nomás arreglar cuentas viejas. Cuentas, repitió otro. Después volvió a chupar su habano y emitió una opinión: esas cuentas es mejor dejarlas como están. Ni modo, dijo Teresa, si hacen que duerma mal.
–Tú no ganas nada –argumentó don Epifanio.
–Lo que gano es cosa mía.
Durante unos instantes oyeron chisporrotear las velitas del altar. También las ráfagas de lluvia que golpeaban el techo de la capilla. Afuera seguía destellando el azul y el rojo del coche federal.
–¿Por qué quieres fregarme?... Eso es hacerle el juego a mis adversarios políticos.
Era un buen tono, admitió ella. Casi de afecto. Menos un reproche que una pregunta dolida. Un padrino traicionado. Una amistad herida. Nunca lo vi como un mal tipo, pensó. A menudo fue sincero, y tal vez sigue siéndolo.
–No sé quiénes son sus adversarios, ni me importa –respondió–. Usted hizo matar al Güero. Y al Chino. También a Brenda y a los plebitos.
Ya que de afectos se trataba, por ese rumbo iban los suyos. Don Epifanio miró la brasa del cigarro, fruncido el ceño.
–No sé qué te han podido contar. En cualquier caso, esto es Sinaloa... Eres de aquí y sabes cuáles son las reglas.
Las reglas, dijo lentamente Teresa, también incluyen ajustar cuentas con quien te la debe. Hizo una pausa y oyó la respiración del hombre atento a sus palabras. También quiso luego, añadió, que me mataran a mí.
–Eso es mentira –don Epifamo parecía escandalizado–. Estuviste aquí, conmigo. Protegí tu vida... Te ayudé a escapar.
–Hablo de más tarde. Cuando se arrepintió.
En nuestro mundo, argumentó el otro después de pensarlo un rato, los negocios son complicados. La estuvo estudiando después de decir eso, como quien espera que haga efecto un calmante. En todo caso, añadió al fin, comprendería que me quisieras pasar facturas tuyas. Eres sinaloense y lo respeto. Pero transar con los gringos y con esos mandilones que me quieren tumbar desde el Gobierno...
–Usted no sabe con quién chingados transo.
Lo dijo sombría, con una firmeza que dejó al otro pensativo, el habano en la boca y entornados los ojos por el humo, los destellos de la calle alternándolo en sombras rojas y azules.
–Dime una cosa. La noche que nos vimos tú habías leído la agenda, ¿verdad?... Sabías lo del Güero Davila... Y sin embargo no me di cuenta. Me engañaste. –Me iba la vida.
–¿Y por qué desenterrar esas cosas viejas? –Porque hasta ahora no supe que fue usted quien le pidió un favor al Batman Güemes. Y el Güero era mi hombre.
–Era un cabrón de la DEA.
–Con todo, cabrón y de la DEA, era mi hombre. Lo oyó ahogar una maldición serrana mientras se levantaba. Su corpulencia parecía llenar el pequeño recinto de la capilla.
–Escucha –miraba la efigie de Malverde, como si pusiera al santo patrón de los narcos por testigo–. Yo siempre me porté bien. Era padrino de ustedes dos.
Apreciaba al Güero y te apreciaba a ti. Él me traicionó, y a pesar de eso te protegí ese lindo cuerito... Lo otro fue mucho más tarde, cuando tu vida y la mía tomaron caminos diferentes... Ahora ha pasado el tiempo, estoy fuera de eso. Soy viejo, y hasta nietos tengo. Ando a gusto en política, y el Senado me permitirá hacer cosas nuevas. Eso incluye beneficiar a Sinaloa... ¿Qué ganas con perjudicarme? ¿Ayudar a esos gringos que consumen la mitad de las drogas del mundo mientras deciden, según les conviene, cuándo el narco es bueno y cuándo es malo? ¿A los que financiaban con droga a las guerrillas anticomunistas del Vietnam, y luego vinieron a pedírnosla a los mejicanos para pagar las armas de la contra en Nicaragua?... Oye, Teresita: esos que ahora te utilizan me hicieron ganar un chingo de dólares con Norteña de Aviación, ayudándome además a lavarlos en Panamá... Dime qué te ofrecen ahora los cabrones... ¿Inmunidad? ... ¿Dinero?
–No se trata de una cosa ni de otra. Es algo más complejo. Más difícil de explicar.
Epifanio Vargas se había vuelto a mirarla de nuevo. De pie junto al altar, las velas le envejecían mucho los rasgos.
–¿Quieres que te cuente –insistió– quién me anda jodiendo en la Unión Americana?... ¿Quién es el que más aprieta a la DEA?... Un fiscal federal de Houston que se llama Clayton, muy vinculado al Partido Demócrata... ¿Y sabes qué era antes de que lo nombraran fiscal?... Abogado defensor de narcos mejicanos y gringos, e íntimo amigo de Ortiz Calderón: el director de intercepción aérea de la judicial Federal mejicana, que ahora vive en los Estados Unidos como testigo protegido tras haberse embolsado millones de dólares... Y en el lado de aquí, los que buscan reventarme son los mismos que antes hacían negocios con los gringos y conmigo: abogados, jueces, políticos que buscan taparle el ojo al macho con un chivo expiatorio... ¿A ésos quieres ayudar changándome?
Teresa no respondió. El otro estuvo mirándola un rato y después movió la cabeza, impotente.
–Estoy cansado, Teresita. Trabajé y luché mucho en la vida.
Era cierto, y ella lo sabía. El campesino de Santiago de los Caballeros había calzado huaraches entre matas de frijoles. Nadie le regaló nada.
–Yo también estoy cansada.
Seguía observándola atento, en busca de una rendija por donde escudriñar lo que ella tenía en la cabeza. –No hay arreglo posible, entonces –concluyó. –Me late que no.
La brasa del habano le brilló a don Epifanio en la cara.
–He venido a verte –dijo, y ahora el tono era distinto– ofreciéndote todo tipo de explicaciones... Quizá te lo debía, o quizá no. Pero he venido como vine hace doce años, cuando me necesitabas.