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La espera.

Otro crujido en el pasillo, o tal vez en la escalera. La mirada de Pote Gálvez desde la puerta de enfrente, resignada, profesional. Arrodillado en su falsa gordura, asomando media cara detrás del marco, el cuerno de chivo listo, desprovisto de culata para manejarlo más cómodo, un cargador con treinta tiros metido y otro sujeto con masking tape a ése, boca abajo, listo para dar la vuelta y cambiarlo en cuanto el primero se vacíe.

Más crujidos. En la escalera.

La mitad de mi copa, murmura Teresa sin palabras, dejé servida. Se siente vacía por dentro y lúcida por fuera. No hay reflexiones, ni pensamientos. Nada que no sea repetir absurdamente el estribillo de la canción y concentrar los sentidos en interpretar ruidos y sensaciones. Hay un cuadro al final del corredor, sobre el arranque de la escalera: sementales negros que galopan por una inmensa llanura verde. Delante de todos va un caballo blanco. Teresa cuenta los caballos: cuatro negros y uno blanco. Los cuenta igual que ha contado los doce barrotes de la barandilla que da sobre el hueco de la escalera, los cinco colores de la vidriera que se abre al jardín, las cinco puertas a este lado del pasillo, los tres apliques de luz en las paredes y la lámpara que pende del techo. También cuenta mentalmente la bala en la recámara y las quince en el cargador, el primer tiro en doble acción, un poquito más duro y luego los demás ya salen solos, y así uno tras otro, los cuarenta y cinco del parque de reserva que le pesan en los cargadores que lleva en los bolsillos de los tejanos. Hay para quemar, aunque todo depende de lo que traigan los malandrines. En cualquier caso, es la recomendación de Pote Gálvez, mejor irlo quemando de poquito a poco, patrona. Sin nervios y sin prisas, jalón a jalón. Dura más y se desperdicia menos. Y si acaba el plomo, tíreles mentadas, que también duelen.

Los crujidos son pasos. Y suben.

Una cabeza se asoma con precaución por el rellano. Pelo negro, joven. Un torso y otra cabeza. Llevan armas por delante, cañones que se mueven haciendo arcos en busca de algo a lo que disparar. Teresa extiende el brazo, mira de soslayo a Pote Gálvez, aguanta la respiración, aprieta el gatillo. La Sig Sauer salta escupiendo como truenos, bum, bum, bum, y antes de que suene el tercero se comen todo el sonido del pasillo las ráfagas cortas del Aká del gatillero, raaaca, suena, raaaca, raaaca, y el pasillo se llena de humo acre, y entre el humo se ve deshacerse en fragmentos y astillas la mitad de los barrotes de la escalera, raaaca, raaaca, y las dos cabezas desaparecen y en el piso de abajo hay voces gritando, y ruido de raza que corre; y en ésas Teresa deja de disparar y aparta el arma porque Pote, con una agilidad inesperada en un tipo de sus dimensiones, se incorpora y corre agachado hacia la escalera, raaaca, raaaca, hace de nuevo su cuerno a medio camino, y una vez alli saca el Aká con el caño hacia abajo, sin apuntar, larga otra ráfaga, busca una granada en la bolsa que lleva al hombro, le quita el pasador con los dientes como en las películas, la tira por el hueco de la escalera, se vuelve con una carrerita corta, agachado, y se lanza al piso de un barrigazo mientras el hueco de la escalera hace pum–pumbaaa, y entre humo y ruido y un golpe de aire caliente que le pega en la cara a Teresa, lo que hubiera en la escalera, caballos incluidos, acaba de irse a la chingada.

La de Dios.

Ahora se apaga de golpe la luz en toda la casa. Teresa no sabe si eso es bueno o es malo. Corre a la ventana, mira afuera y comprueba que también el jardín se ha quedado a oscuras, y que las únicas luces son las de la calle al otro lado de los muros y la verja. Corre agachada de regreso a la puerta, tropieza con la mesa y la derriba con todo cuanto tiene encima, el tequila y el tabaco al carajo, se tumba de nuevo, asomando media cara y la pistola. El hueco de la escalera es un pozo seminegro, débilmente iluminado por el resplandor que entra por la vidriera rota que da al jardín.

–¿Cómo se encuentra, mi doña?

Lo de Pote Gálvez ha sido un murmullo. Bien, responde Teresa bajito. Bastante bien. El gatillero no dice nada más. Lo adivina en la penumbra, tres metros más allá, al otro lado del pasillo. Pinto, susurra. Se ve de a madre tu pinche camisa blanca. Pos ni modo, contesta el otro. Ya no es cosa de cambiarse.

–Lo está haciendo bien, patrona. Conserve el parque.

Por qué ahora no tengo miedo, se interroga Teresa. A quién chingados creo que le está pasando todo esto. Se toca la frente con una mano seca, helada, y empuña la escuadra con una mano mojada de sudor. Que alguien me diga cuál de estas manos es mía.

Ahí vuelven los hijos de su madre –susurra Pote Gálvez, encarando el cuerno.

Raaaaca. Raaaca. Ráfagas cortas como las de antes, con los casquillos de 7.62 repiqueteando al caer al suelo por todas partes, el humo arremolinado entre las sombras dándole picor a la garganta, fogonazos del Aká del gatillero, fogonazos de la Sig Sauer que Teresa empuña con ambas manos, bum, bum, bum, abriendo la boca para que los estampidos no le rompan los tímpanos hacia dentro, tirando hacia los fogonazos que surgen de la escalera con zumbidos que pasan, ziaaang, ziaaang, chasquean siniestros contra el yeso de las paredes y la madera de las puertas, y levantan estrépito de cristales rotos al impactar en las ventanas del otro lado del pasillo. El carro de la escuadra detenido atrás de pronto, clic, clac, sin más tiros que pegar, y Teresa desconcertada, hasta que cae en la cuenta y oprime el botón para expulsar el cargador vacío, y mete otro, el que llevaba en el bolsillo delantero de los tejanos, y al liberar el carro éste acerroja una bala. Se dispone a tirar de nuevo pero se contiene, porque Pote ha sacado medio cuerpo fuera de su resguardo y otra granada suya está rodando por el pasillo hasta la escalera, y esta vez el fogonazo es enorme en la oscuridad, pum–pumbaaa de nuevo, cabrones, y cuando el gatillero se incorpora y corre agachado hacia el hueco, con el cuerno listo, Teresa se levanta también y corre a su lado, y llegan juntos a la barandilla deshecha, y al asomarse para quemarlo todo a tiros abajo, los fogonazos de sus disparos alumbran por lo menos dos cuerpos tirados entre los escombros de los escalones.

Chíngale. Le duelen los pulmones de respirar la pólvora. Ahoga la tos lo mejor que puede. No sabe cuánto tiempo ha pasado. Tiene mucha sed. No tiene miedo.

–¿Cuánto parque, patrona?

–Poco. –Ahí le va.

En la oscuridad, por el aire, agarra dos de los cargadores llenos que le echa Pote Gálvez y se le escapa el tercero. Lo busca a tientas por el suelo y se lo mete en un bolsillo de atrás.

–¿No va a ayudarnos nadie, mi doña? –No mames.

–Los guachos están afuera... El coronel parecía decente.

–Su jurisdicción termina en la verja de la calle. Tendríamos que llegar hasta allí.

–Ni modo. Demasiado lejos. –Sí. Demasiado lejos.

Crujidos y pasos. Empuña la pistola y apunta a las sombras, apretando los dientes. Quizá llegó la hora, piensa. Pero no sube nadie. Chale. Falsa alarma.

De pronto andan ahí, y no los han oído subir. Esta vez la granada que viene por el suelo está dirigida a ellos dos, y Pote Gálvez tiene el tiempo justo de advertírselo. Teresa rueda hacia dentro, cubriéndose la cabeza con las manos, y la explosión enmarca la puerta e ilumina el pasillo como de día. Ensordecida, tarda en comprender que el rumor lejano que oye son las ráfagas furiosas que dispara Pote Gálvez. Y yo también debería hacer algo, piensa. Así que se incorpora tambaleándose por el shock del estallido, agarra la pistola, va de rodillas hasta la puerta, apoya una mano en el marco, se pone en pie, sale afuera y empieza a disparar a ciegas, bum, bum, bum, fogonazos entre fogonazos mientras el ruido crece y se hace cada vez más claro y cercano, y de pronto se encuentra frente a sombras negras que vienen hacia ella entre relámpagos de luz naranja y azul y blanca, bum, bum, bum, y hay balas que pasan, ziaaang, y chasquean en las paredes por todas partes, hasta que por detrás, a un lado, bajo su mismo brazo izquierdo, el caño del Aká de Pote Gálvez se suma a la quema, raaaaca, raaaaaca, esta vez no con ráfagas cortas sino interminablemente largas, cabrones lo oye gritar, cabrones, y comprende que algo va mal y que tal vez le han dado a él o le han dado a ella, que a lo mejor ella misma se está muriendo en ese momento y no lo sabe. Pero su mano derecha sigue apretando el gatillo, bum, bum, y si disparo es que sigo viva, piensa. Disparo luego existo.