La espalda contra la pared, Teresa mete su último cargador en la culata de la Sig Sauer. Está asombrada de no tener un rasguño. Rumor de lluvia afuera, en el jardín. A veces oye quejarse entre dientes a Pote Gálvez.
–Estás herido, Pinto?
–La regué bien gacho, patrona... Algo de plomo llevo.
–¿Duele?
–Un chingo. Pa' qué le digo que no, si sí.
–Pinto. –Dígame.
–Aquí está cabrón. No quiero que nos cacen sin parque, como a conejos.
–Pos ordene nomás. Usted manda.
El porche, decide. Es un techo en voladizo con arbustos debajo, al otro extremo del pasillo. La ventana que se abre encima no es problema, porque a estas horas no le queda un vidrio sano. Si llegan allí podrán saltar al jardín y abrirse paso luego, o intentarlo, hasta la verja de la entrada o el muro que da a la calle. La lluvia lo mismo puede estorbar que salvarles la vida. E igual les tiran también los militares, pero ése es un riesgo más a correr. Hay periodistas afuera, y gente que mira. No es tan fácil como en la casa. Y don Epifanio Vargas puede comprar a mucha gente, pero nadie puede comprar a todo el mundo.
–¿Puedes moverte, Pinto?
–Pos fíjese que sí, patrona. Que puedo. –La idea es la ventana del pasillo, y al jardín. –La idea es la que usted quiera.
Ya ocurrió una vez, piensa Teresa. Ocurrió algo parecido y también Pote Gálvez estaba allí.
–Pinto.
–Mande.
–¿Cuántas granadas quedan? –Una.
–Pues ándale.
Todavía rueda la granada cuando echan a correr por el pasillo, y el estampido los encuentra junto a la tana. Oyendo a su espalda las ráfagas de cuerno que dispara el gatillero, Teresa pasa las piernas por el marco, procurando no herirse con las astillas de vidrio; pero al apoyar la mano izquierda, se corta. Siente el líquido denso y cálido correrle por la palma de la mano mientras consigue llegar afuera, la lluvia azotándole la cara. Las tejas del voladizo crujen bajo sus pies. Se faja la escuadra en la cintura antes de dejarse resbalar por la superficie mojada, frenando con el canalón que desciende del tejado. Luego, tras suspenderse un instante, se deja caer.
Chapotea en el barro, otra vez la escuadra en la mano. Pote Gálvez aterriza a su lado. Un golpe. Un gemido de dolor.
–Corre, Pinto. Hacia la barda.
No hay tiempo. Un haz de linterna los busca con urgencia desde la casa, y empiezan de nuevo los fogonazos. Esta vez las balas hacen chíu–chíu al hundirse en los charcos. Teresa levanta la Sig Sauer. Con tal, piensa, que toda esta mierda no me la atore. Dispara tiro a tiro con cuidado, sin perder la cabeza, describiendo un arco, y luego se aplasta de bruces en el fango. De pronto advierte que Pote Gálvez no dispara. Se vuelve a mirarlo, y a la luz distante de la calle lo ve recostado en un pilar del porche, al otro lado.
–Lo siento, patrona –lo oye susurrar–... Ahora sí me fregaron hasta la madre.
–¿Dónde?
–En la mera tripa... Y no sé si es lluvia o sangre, pero corren litros que da gusto.
Teresa se muerde los labios embarrados. Mira las luces tras la verja, las farolas de la calle que recortan las Palmeras y los mangos. Va a ser difícil, comprueba, conseguirlo sola.
–¿Y el cuerno?
Ahí mismo... Entre usted y yo... Le metí un cargador doble, lleno, pero se me fue de las manos cuando me dieron.
Teresa se incorpora un poco para ver. El Aká está tirado en los peldaños del porche. Una ráfaga salida de la casa la obliga a pegarse otra vez al suelo.
–No llego.
–Pos fíjese que de veras lo siento.
Mira otra vez hacia la calle. Hay gente agolpada tras la verja, sirenas policiales. Una voz dice algo por megafonía, pero ella no logra entenderlo. Entre los árboles, a la izquierda, oye un chapoteo. Pasos. Tal vez una sombra. Alguien intenta un rodeo por aquella parte. Espero, piensa de pronto, que esos cabrones no lleven visores nocturnos. –Necesito el cuerno –dice Teresa.
Pote Gálvez tarda en responder. Como si lo pensara.
–Ya no puedo disparar, patrona –dice al fin–. No tengo pulso... Pero puedo intentar acercárselo. –No mames. Te quiebran si asomas el hocico. –Me vale verga. Cuando se acaba, nomás se acaba y es la de ahí.
Otra sombra chapoteando entre los árboles. Se esfuma el tiempo, comprende Teresa. Dos minutos más y el único camino habrá dejado de serlo.
–Pote.
Un silencio. Ella nunca lo había llamado así, por su nombre.
–Mande.
–Alcánzame el pinche cuerno.
Otro silencio. Repiqueteo de la lluvia en los charcos y en las hojas de los árboles. Después, al fondo, la voz apagada del gatillero:
–Fue un honor conocerla, patrona. –Lo mismo digo.
Éste es el corrido del caballo blanco, oye Teresa canturrear a Potemkin Gálvez. Y con esas palabras en los oídos, resoplando de furia y desesperanza, ella empuña la Sig Sauer, se incorpora a medias y empieza a disparar hacia la casa para cubrir a su hombre. Entonces la noche se quiebra de nuevo en fogonazos, y los plomos chasquean contra el porche y los troncos de los árboles; y recortado en todo eso ve levantarse la rechoncha silueta del gatillero entre el resplandor de los balazos, y venir cojeando hacia ella, angustiosamente despacio, mientras las balas arrecian por todas partes e impactan una tras otra en su cuerpo, desmadejándolo como un muñeco al que le rompen las articulaciones, hasta que se desploma de rodillas sobre el cuerno de chivo. Y es un hombre muerto el que, en el último impulso de agonía, levanta el arma por el cañón y la arroja ante sí, a ciegas, en la dirección aproximada en que calcula debe de hallarse Teresa, antes de rodar por los escalones y caer de bruces en el barro.
Entonces grita ella. Hijos de toda su puta madre, dice arrancándose en aquel aullido las entrañas, vacía lo que le queda en la pistola contra la casa, la tira al suelo, agarra el cuerno y echa a correr hundiéndose en el barro, hacia los árboles de la izquierda por donde vio escurrirse antes las sombras, con las ramas bajas y los arbustos azotándole la cara, cegándola en golpes de agua y lluvia.
Una sombra más precisa que otras, el cuerno a la cara, una ráfaga corta que le golpea con el retroceso la barbilla, lastimándosela. Aquello salta de la chingada. Fogonazos atrás y a un lado, la verja y el muro más cerca que antes, gente en la calle iluminada, la megafonía que sigue encadenando palabras incomprensibles. La sombra ya no está, y al correr encorvada, el cuerno candente entre las manos, Teresa ve un bulto agazapado. El bulto se mueve; así que, sin detenerse, acerca el cañón del Aká, jala el gatillo y le pega un tiro al pasar. No creo que lo consiga, piensa apenas se extingue el fogonazo, agachándose cuanto puede. No lo creo. Más disparos atrás y el ziaaang ziaaang que suena cerca de su cabeza, como veloces moscos de plomo. Se vuelve y oprime otra vez el gatillo, el cuerno salta en las manos con el pinche retroceso, y el resplandor de sus propios tiros la ciega mientras cambia de posición, justo en el momento en que alguien acribilla el lugar donde estaba un segundo antes. Friégate, cabrón. Otra sombra al frente. Pasos corriéndole por detrás, a la espalda. La sombra y Teresa se disparan a quemarropa, tan cerca que entrevé el rostro a la brevísima luz de los disparos: un bigote, ojos muy abiertos, una boca blanca. Casi lo empuja con el cañón del cuerno al seguir adelante mientras el otro cae de rodillas entre los arbustos. Ziaaaang. Suenan más balas buscándola, tropieza, rueda por el suelo. El cuerno hace clic, clac. Teresa se tira de espaldas al barro, arrastrándose así, la lluvia corriéndole por la cara, mientras oprime la palanca, extrae el largo cargador curvo doble, le da la vuelta rogando que no tenga mucho barro en la munición. El arma le pesa en la barriga. Últimas treinta balas, comprueba, chupando las que asoman del cargador, para limpiarlas. Lo mete. Clac. Acerroja tirando atrás con fuerza del carro. Clac, clac. Entonces, de la verja cercana, llega la voz admirada de un soldado o un policía:
–¡Órale, mi narca!... ¡Enséñeles cómo se muere una sinaloense!
Teresa mira hacia la verja, aturdida. Indecisa entre maldecir o reírse. Nadie dispara ahora. Se pone de rodillas y luego se incorpora. Escupe barro amargo que sabe a metal y a pólvora. Corre en zigzag entre los árboles, pero hace demasiado ruido al chapotear. Más estampidos y fogonazos a su espalda. Cree ver otras sombras que se deslizan junto al muro, aunque no está segura. Tira una ráfaga corta a la derecha y otra a la izquierda, hijos de la, murmura, corre cinco o seis metros más y se agacha de nuevo. La lluvia se vuelve vapor al tocar el cañón ardiente del arma. Ahora está lo bastante cerca del muro y la verja para comprobar que ésta se encuentra abierta, distinguir a la gente que está allí, tirada y agachada tras los automóviles, y escuchar las palabras que se repiten por megafonía: