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Teresa encendió el cigarrillo, inclinando el rostro, y el cabello suelto le cayó sobre la cara. Al hacerlo se acercó un poco al hombre, sin pretenderlo; y éste se ladeó igual que había hecho en la calle cuando cargaba con la caja, como para no estorbarle el movimiento. No lo miró, y supo que él tampoco la miraba. Fumó en silencio, analizando ecuánime cada uno de los sentimientos y sensaciones físicas que le recorrían el cuerpo. La conclusión era sorprendentemente simple: mejor cerca que lejos. De pronto él se movió un poco, y ella se vio a sí misma temiendo que se marchara. Pa' qué te digo que no, pensó. Si sí. Alzó el rostro, apartando el cabello para observarlo. Tenía un perfil agradable, huesudo el mentón, bronceada la cara, el ceño un poco fruncido por efecto de la luz que le hacía entornar los ojos. Todo bien chílo. Miraba lejos, hacia el Gurugú y Marruecos.

–¿Dónde estuviste? –preguntó ella.

–De viaje –su voz tenía un ligero acento que no había notado la primera vez: una modulación agradable y suave, algo cerrada, diferente del español que se hablaba por allí–. Regresé esta mañana.

Ocurrió así, como si reanudaran un diálogo interrumpido. Dos viejos conocidos que se encuentran, sin sorprenderse el uno del otro. Dos amigos. Tal vez dos amantes. –Me llamo Santiago.

Al fin se había vuelto. O eres muy listo, pensó ella, o eres un encanto. En cualquier caso, daba lo mismo. Los ojos verdes sonreían de nuevo, seguros y tranquilos, estudiándola.

–Yo soy Teresa.

Repitió el nombre de ella en voz baja. Teresa, dijo en tono reflexivo, como si por alguna razón que ambos todavía ignoraban debiera acostumbrarse a pronunciarlo. Siguió observándola mientras ella aspiraba el humo del cigarrillo antes de expulsarlo de golpe, a la manera de una decisión; y cuando dejó caer la colilla al suelo y se puso en pie, él permaneció sin moverse, sentado en el peldaño. Supo que se quedaría allí sin forzar las cosas, si no le facilitaba el siguiente paso. No por inseguridad o timidez, desde luego. Estaba claro que no era de ésos. Su calma parecía establecer que aquello era un asunto al cincuenta por ciento, y que cada cual debía recorrer su trecho del camino.

–Ven –dijo ella.

Era diferente, comprobó. Menos imaginativo y divertido que el Güero. No había, como en el otro caso –el guacho joven y el policía nada tenían que ver con eso–, bromas, ni risas, ni osadías, ni procacidades dichas a modo de prólogo o de aderezo. En realidad esa primera vez apenas hubo palabras: aquel hombre callaba casi todo el tiempo mientras se movía muy serio y muy lento. Tan minucioso. Sus ojos, que incluso entonces eran tranquilos, no la perdían un instante. No se desviaban ni entornaban nunca. Y cuando una rendija de luz entraba por las varillas de la persiana, haciendo brillar minúsculas gotas de sudor en la piel de Teresa, los destellos verdes parecían aclararse más, fijos y siempre alerta, tan serenos como el resto del cuerpo delgado y fuerte que no la acometía impaciente, como ella había esperado, sino que se adentraba firme, seguro. Sin prisas. Tan atento a las sensaciones que la mujer mostraba en el rostro y a los estremecimientos de su carne como al propio control; prolongando hasta el límite cada beso, cada caricia, cada situación. Repetidos una y otra vez los mismos gestos, las mismas vibraciones y respuestas, todo aquel complejo encadenamiento: olor a sexo desnudo y húmedo, tenso. Saliva. Calidez. Suavidad. Presión. Paz. Causas y efectos que se convertían en nuevas causas, secuencias idénticas de apariencia interminable. Y cuando ella tenía vértigos de lucidez, como si fuera a caerse desde algún lugar donde yacía o flotaba abandonada, y creyendo despertar correspondía de algún modo, acelerando el ritmo, o llevándolo allí adonde sabía –creía saber– que todo hombre desea ser llevado, él movía un poco la cabeza, negando, y se acentuaba la sonrisa serena en sus ojos, y pronunciaba en voz baja palabras inaudibles, y una vez hasta alzó un dedo para amonestarla dulcemente, espera, susurró, quieta, ni parpadees; y tras retroceder e inmovilizarse un instante, rígidos los músculos de la cara, concentrado para recobrar el control –lo sentía entre los muslos, bien duro y mojado de ella–, de repente se hundió de nuevo, suave, todavía más lento y más hondo, hasta bien adentro. Y Teresa ahogó un gemido y todo volvió a comenzar otra vez mientras el sol en las rendijas de la persiana la deslumbraba con ráfagas de luz breves y tibias como cuchilladas. Y así, entrecortado el aliento, mirándolo desorbitada tan de cerca que parecía tener su rostro y sus labios y sus ojos también dentro de sí, prisionera entre aquel cuerpo y las sábanas revueltas y húmedas a su espalda, lo apretó más intensamente con los brazos y las manos y las piernas y la boca mientras pensaba de pronto: Dios mío, Virgencita, santa madre de Cristo, no estamos usando condón.

4. Vámonos donde nadie nos juzgue

A Dris Larbi no le gustaba meterse en la vida privada de sus chicas. O al menos eso me dijo. Era un hombre tranquilo, atento al negocio, partidario de que cada cual se lo montara a su aire, siempre y cuando no le endosaran a él la nota de gastos. Tan apacible era, contó, que hasta se había dejado la barba para contentar a su cuñado: un integrista pelmazo que vivía en Nador con la hermana y cuatro sobrinos. Poseía el DNI español y la nequa marroquí, votaba en las elecciones, mataba su cordero el día de Aid el Adha y pagaba impuestos sobre los beneficios declarados de sus negocios oficiales: no era mala biografía para alguien que había cruzado la frontera a los diez años con una caja de limpiabotas bajo el brazo y menos papeles que un conejo de monte. Precisamente ese punto, el de los negocios, había obligado a Dris Larbi a considerar una y otra vez la situación de Teresa Mendoza. Porque la Mejicana terminó convirtiéndose en algo especial. Llevaba la contabilidad del Yamila y conocía algunos secretos de la empresa. Además, tenía cabeza para los números, y eso era de mucha utilidad en otro orden de cosas. A fin de cuentas, los tres clubs de alterne que el rifeño tenía en la ciudad eran parte de negocios más complejos, que incluían facilitar el tráfico ilegal de inmigrantes –él decía tránsito privado– a Melilla y a la Península. Eso abarcaba cruces por la valla fronteriza, pisos francos en la Cañada de la Muerte o en casas viejas del Real, sobornos a los policías de guardia en los puestos de control, o expediciones más complejas, veinte o treinta personas por viaje, con desembarcos clandestinos en las playas andaluzas mediante pesqueros, lanchas o pateras que salían de la costa marroquí. Más de una vez le habían propuesto a Dris Larbi aprovechar la infraestructura para transportar algo más rentable; pero él, además de buen ciudadano y buen musulmán, era prudente. La droga estaba bien y era dinero rápido; pero trabajar ese género, cuando se era conocido y con cierta posición a este lado de la frontera, implicaba pasar tarde o temprano por un juzgado. Y una cosa era engrasar a un par de policías españoles para que no pidieran demasiados papeles a las chicas o a los inmigrantes, y otra muy distinta comprar a un juez. Prostitución e inmigración ilegal tenían menos ruina que cincuenta kilos de hachís en unas diligencias policiales. Menos malos rollos. El dinero venía mas despacio, pero gozabas de libertad para gastártelo y no se iba en abogados y otras sanguijuelas. Por su cara que no.