–Mucho trabajo –repitió pensativa, poniendo tequila en los vasos.
Así es.
Bebió un corto sorbo, de pie, sin dejar de observarme. Era más baja de lo que parecía en las fotos o en la televisión, pero sus movimientos seguían siendo tranquilos y seguros: como si cada gesto fuera encadenado al siguiente de forma natural, descartada cualquier improvisación o duda. Tal vez ya no dude nunca, pensé de pronto. Confirmé que a los treinta y cinco años era vagamente atractiva. Menos, quizás, que en las fotografías recientes y en las que yo había visto por aquí y por allá, conservadas por quienes la conocieron al otro lado del Atlántico. Eso incluía su frente y su perfil en blanco y negro sobre una vieja ficha policial de la comisaría de Algeciras. También cintas de vídeo, imágenes imprecisas que siempre terminaban con rudos gorilas entrando en cuadro para apartar con violencia el objetivo. Y en todas, ella, con su distinguida apariencia actual, casi siempre vestida de oscuro y con gafas negras, subía o bajaba de automóviles caros, se asomaba desdibujada por el grano del teleobjetivo a una terraza de Marbella, o tomaba el sol en la cubierta de un yate grande y blanco como la nieve: la Reina del Sur y su leyenda. La que aparecía en las páginas de sociedad al mismo tiempo que en las de sucesos. Pero había otra foto cuya existencia yo ignoraba; y antes de que saliera de aquella casa, dos horas más tarde, Teresa Mendoza decidió mostrármela inesperadamente: una foto muy ajada y recompuesta por detrás con cinta adhesiva, que acabó poniendo sobre la mesa, entre el cenicero repleto y la botella de tequila de la que ella sola había vaciado dos tercios, y la Sig Sauer con tres cargadores que estaba allí como un augurio –de hecho era una fatalista aceptación– de lo que iba a ocurrir esa misma noche. En cuanto a la última foto, en realidad se trataba de la más antigua y sólo era media foto, porque faltaba todo el lado izquierdo: de él podía verse el brazo de un hombre, enfundado en la manga de una cazadora de piloto, sobre los hombros de una joven morena, delgada, de abundante cabello negro y ojos grandes. La joven debía de tener veintipocos años: vestía pantalones muy ceñidos y fea chamarra tejana con cuello de borrego, y miraba a la cámara con mueca indecisa, a medio camino hacia una sonrisa o quizá de vuelta de ella. Observé que, pese al maquillaje vulgar, excesivo, las pupilas oscuras tenían una mirada inocente, o vulnerable; y eso acentuaba la juventud del rostro ovalado, los ojos ligeramente rematados en puntas de almendra, la boca muy precisa, las antiguas y rebajadas gotas de sangre indígena manifestándose en la nariz, el tono mate de la piel, la arrogancia del mentón erguido. Esa joven no era hermosa pero era singular, pensé. Poseía una belleza incompleta o lejana, como si ésta hubiera ido diluyéndose durante generaciones hasta dejar sólo rastros aislados de un antiguo esplendor. Y aquella fragilidad quizá serena, o confiada. De no estar familiarizado con el personaje, esa fragilidad me habría enternecido. Supongo.
Apenas la reconozco.
Era verdad, y así lo dije. Ella no pareció molesta por el comentario. Se limitaba a mirar la foto sobre la mesa, y estuvo así un buen rato.
–Yo tampoco –concluyó.
Después volvió a guardarla dentro del bolso que estaba sobre el sofá, en una cartera de piel con sus iniciales, y me indicó la puerta.
–Creo que es suficiente –dijo.
Parecía muy cansada. La prolongada charla, el tabaco, la botella de tequila. Tenía cercos oscuros bajo los ojos que ya no eran como en la vieja foto. Me puse en pie, abotoné mi chaqueta, le di la mano –ella apenas la rozó–, me fijé otra vez en la pistola. El gordo del extremo de la habitación estaba a mi lado, indiferente, listo para acompañarme. Miré con interés sus espléndidas botas de piel de iguana, la barriga que desbordaba el cinturón piteado, el bulto amenazador bajo la americana. Cuando abrió la puerta, comprobé que su gordura era engañosa y que todo lo hacía con la mano izquierda. Era obvio que la derecha la reservaba como herramienta de trabajo. –Espero que salga bien –apunté.
Ella siguió mi mirada hasta la pistola. Asentía despacio, pero no a mis palabras. La ocupaban sus propios pensamientos.
–Claro –murmuró.
Entonces salí de allí. Los federales con chalecos antibalas y fusiles de asalto que a la llegada me habían cacheado minuciosamente seguían montando guardia en el vestíbulo y el jardín, y una furgoneta militar y dos Harley Davidson de la policía estaban junto a la fuente circular de la entrada. Había cinco o seis periodistas y una cámara de televisión bajo paraguas, al otro lado de los altos muros, en la calle, mantenidos a distancia por los soldados en uniforme de combate que acordonaban la finca. Torcí a la derecha y caminé bajo la lluvia en busca del taxi que me esperaba a una manzana de allí, en la esquina de la calle General Anaya. Ahora sabía cuanto necesitaba saber, los rincones en sombras quedaban iluminados, y cada pieza de la historia de Teresa Mendoza, real o imaginada, encajaba en el lugar oportuno: desde aquella primera foto, o media foto, hasta la mujer que me había recibido con una automática sobre la mesa. Faltaba el desenlace; pero eso también lo sabría en las próximas horas. Igual que ella, sólo tenía que sentarme y esperar.
Habían pasado doce años desde la tarde en que Teresa Mendoza echó a correr en la ciudad de Culiacán. Aquel día, comienzo de tan largo viaje de ida y vuelta, el mundo razonable que creía construido a la sombra del Güero Dávila cayó a su alrededor –pudo oír el estruendo de los pedazos desmoronándose–, y de pronto se vio perdida y en peligro. Dejó el teléfono y anduvo de un lado a otro abriendo cajones a tientas, ciega de pánico, buscando cualquier bolsa donde meter lo imprescindible antes de escapar de allí. Quería llorar por su hombre, o gritar hasta desgarrarse la garganta; pero el terror que la asaltaba en oleadas como golpes entumecía sus actos y sus sentimientos. Era igual que haber comido un hongo de Huautla o fumado una hierba densa, dolorosa, que la introdujese en un cuerpo lejano sobre el que no tuviera ningún control. Y así, tras vestirse a toda prisa, torpe, unos tejanos, una camiseta y unos zapatos, bajó tambaleante la escalera, todavía mojada bajo la ropa, el pelo húmedo, una pequeña bolsa de viaje con las pocas cosas que había atinado a meter dentro, arrugadas y de cualquier manera: más camisetas, una chamarra de mezclilla, pantaletas, calcetines, su cartera con doscientos pesos y la documentación. Irán a la casa en seguida, la había advertido el Güero. Irán a ver lo que pueden encontrar. Y más vale que no te encuentren.
Se detuvo al asomarse a la calle, indecisa, con la precaución instintiva de la presa que olfatea cerca al cazador y sus perros. Ante ella se extendía la compleja topografía urbana de un territorio hostil. Colonia Las Quintas: amplias avenidas, casas discretas y confortables con buganvillas y buenos coches estacionados delante. Un largo camino desde la miserable barriada de Las Siete Gotas, pensó. Y de pronto, la señora de la farmacia de enfrente, el empleado de la tienda de abarrotes de la esquina donde estuvo haciendo la compra durante los últimos dos años, el vigilante del banco con su uniforme azul y su repetidora del calibre 12 en bandolera –el mismo que solía piropearla con una sonrisa cada vez que pasaba por delante–, se le antojaban peligrosos y al acecho. Ya no tendrás amigos, había rematado el Güero con esa risa indolente que a veces ella adoraba y otras odiaba con toda su alma. El día que suene el teléfono y eches a correr estarás sola, prietita. Y yo no podré ayudarte.