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–Por ese tiempo –me explicó en Melilla Manolo Céspedes, después de ver a Dris Larbi– la cocaína todavía era para ricos–ricos. El grueso del tráfico consistía en tabaco de Gibraltar y hachís marroquí: dos cosechas y dos mil quinientas toneladas de cannabis exportadas clandestinamente a Europa cada año... Todo eso pasaba por aquí, claro. Y sigue pasando.

Despachábamos una cena en regla sentados ante una mesa de La Amistad: un bar–restaurante más conocido por los melillenses como casa Manolo, frente al cuartel de la Guardia Civil que el propio Céspedes había hecho construir en sus tiempos de poderío. En realidad el dueño del local no se llamaba Manolo sino Mohamed, aunque también era conocido por hermano de Juanito, propietario a su vez del restaurante casa Juanito, quien tampoco se llamaba Juanito sino Hassán; laberintos patronímicos, todos ellos, muy propios de una ciudad con múltiples identidades como Melilla. En cuanto a La Amistad, era un sitio popular, con sillas y mesas de plástico y una barra para el tapeo frecuentada por europeos y musulmanes, donde a menudo la gente comía o cenaba de pie. La calidad de su cocina era memorable, a base de pescado y marisco fresco venido de Marruecos, que el propio Manolo –Mohamed– compraba cada mañana en el mercado central. Esa noche, Céspedes y yo tomábamos coquinas, langostinos de Mar Chica, mero troceado, abadejo a la espalda y una botella de Barbadillo frío. Disfrutándolo, claro. Con los caladeros españoles arrasados por los pescadores, era cada vez más difícil encontrar aquello en aguas de la Península.

–Cuando llegó Santiago Fisterra –continuó Céspedes–, casi todo el tráfico importante se hacía en lanchas rápidas. Vino porque ésa era su especialidad, y porque muchos gallegos buscaban instalarse en Ceuta, Melilla y la costa andaluza... Los contactos se hacían aquí o en Marruecos. La zona más transitada eran los catorce kilómetros que hay entre Punta Carnero y Punta Cires, en pleno Estrecho: pequeños traficantes en los ferrys de Ceuta, alijos grandes en yates y pesqueros, planeadoras... El tráfico era tan intenso que a esa zona la llamaban el Bulevar del Hachís.

–¿Y Gibraltar?

–Pues ahí, en el centro de todo –Céspedes señaló el paquete de Winston que tenía cerca, sobre el mantel, y describió con el tenedor un círculo a su alrededor–. Como una araña en su tela. En aquella época era la principal base contrabandista del Mediterráneo occidental... Los ingleses y los llanitos, la población local de la colonia, dejaban las manos libres a las mafias. Invierta aquí, caballero, confíenos su pasta, facilidades financieras y portuarias... El alijo de tabaco se hacía directamente de los almacenes del puerto a las playas de La Línea, mil metros más allá... Bueno, en realidad eso todavía ocurre –señaló otra vez la cajetilla–. Éste es de allí. Libre de impuestos.

–¿Y no te da vergüenza?... Un ex delegado gubernativo defraudando a Tabacalera Eseá.

–No fastidies. Ahora soy un pensionista. ¿Tú sabes cuánto fumo al día?

–¿Y qué hay de Santiago Fisterra?

Céspedes masticó un poco de mero, saboreándolo sin prisas. Luego bebió un sorbo de Barbadillo y me miró. –Ése no sé si fumaba o no fumaba; pero de alijar tabaco, nada. Un viaje con un cargamento de hachís equivalía a cien de Winston o Marlboro. El hachís era mas rentable.

–Y más peligroso, imagino.

–Mucho más –después de chuparlas minuciosamente, Céspedes alineaba las cabezas de los langostinos en el borde del plato, como si fueran a pasar revista–. Si no tenías bien engrasados a los marroquíes, ibas listo. Fíjate en el pobre Veiga... Pero con los ingleses no había problema: ésos actuaban con su doble moral de costumbre. Mientras las drogas no tocasen suelo británico, ellos se lavaban las manos... Así que los traficantes iban y venían con sus alijos, conocidos de todo el mundo. Y cuando se veían sorprendidos por la Guardia Civil o los aduaneros españoles, corrían a refugiarse en Gibraltar. La única condición era que antes tirasen la carga por la borda.

–¿Así, tan fácil?

Así. Por el morro –señaló otra vez la cajetilla de tabaco con el tenedor, dándole esta vez un golpecito encima–. A veces los de las lanchas tenían apostados en lo alto de la piedra a cómplices con visores nocturnos y radiotransmisores, monos, los llamaban, para estar al tanto de los aduaneros... Gibraltar era el eje de toda una industria, y se movían millones. Mehanis marroquíes, policías llanitos y españoles... Ahí mojaba todo Dios. Hasta a mí quisieron comprarme –reía entre dientes al recordar, la copa de vino blanco en la mano–... Pero no tuvieron suerte. Por esa época era yo quien compraba a otros.

Después de aquello Céspedes suspiró. Ahora, dijo mientras liquidaba el último langostino, es diferente. En Gibraltar se mueve el dinero de otro modo. Date una vuelta mirando buzones por Main Street y cuenta el número de sociedades fantasma que hay allí. Te mondas. Han descubierto que un paraíso fiscal es más rentable que un nido de piratas, aunque en el fondo sea lo mismo. Y de clientes, calcula: la Costa del Sol es una mina de oro, y las mafias extranjeras se instalan de todas las maneras imaginables. Además, desde Almería a Cádiz las aguas españolas están ahora muy vigiladas por lo de la inmigración ilegal. Y aunque lo del hachís sigue en plena forma, también la coca pega fuerte y los métodos son diferentes... Digamos que se acabaron los tiempos artesanos, o heroicos: las corbatas y los cuellos blancos relevan a los viejos lobos de mar. Todo se descentraliza. Las planeadoras contrabandistas han cambiado de manos, de tácticas y de bases de retaguardia. Son otros pastos.

Dicho todo aquello, Céspedes se echó atrás en la silla, le pidió un café a Manolo–Mohamed y encendió un cigarrillo libre de impuestos. Su cara de viejo tahúr sonreía evocadora, enarcando las cejas. Que me quiten lo que me he reído, parecía decir. Y comprendí que, además de viejos tiempos, el antiguo delegado gubernativo añoraba a cierta clase de hombres.

–El caso –concluyó–, es que cuando Santiago Fisterra apareció por Melilla, el Estrecho estaba en todo lo suyo. Edad golden age, que dirían los llanitos. Ohú. Viajes directos de ida y vuelta, por las bravas. Con dos cojones. Cada noche era un juego del gato y el ratón entre traficantes por una parte y aduaneros, policías y guardias civiles por la otra... A veces se ganaba y a veces se perdía –dio una larga chupada al cigarrillo y sus ojos zorrunos se empequeñecieron, recordando–. Y ahí, huyendo de la sartén para caer en las brasas, es donde fue a meterse Teresa Mendoza.