–Así que mejicana.
–Órale.
–Pues has venido bien lejos. –Cosas de la vida.
La sonrisa del reportero estaba manchada de espuma de cerveza.
–Eso suena a canción de José Alfredo. –¿Conoces a José Alfredo?
–Un poco.
Y Lobato se puso a canturrear Llegó borracho el borracho mientras invitaba a otra ronda. Lo mismo para mis amigos y para mí, dijo. Incluidos los caballeros de aquella mesa y sus señoras.
... Pidiendo cinco tequilas, Y le dijo el cantinero:
se acabaron las bebidas.
Teresa roleó un par de estrofas con él, y se rieron al final. Era simpático, pensó. Y no se pasaba de listo. Pasarse de listo con Santiago y con aquella raza era malo para la salud. Lobato la miraba con ojos atentos, valorativo. Ojos de saber de qué lado masca la iguana.
–Una mejicana y un gallego. Vivir para ver.
Eso estaba bien. No hacer preguntas sino dar pie a que otros cuenten, si se tercia. Dejándosela ir como con cremita.
–Mi papá era español. –¿De dónde? –Nunca lo supe.
Lobato no preguntó si era verdad que nunca lo había sabido, o si le estaba saliendo por peteneras. Dando por zanjado el asunto familiar, bebió un sorbo de cerveza y señaló a Santiago.
–Dicen que bajas al moro con éste.
–¿Quién lo dice?
–Por ahí. Aquí no hay secretos. Quince kilómetros de anchura son poca agua.
–Fin de la entrevista –dijo Santiago quitándole a Lobato la cerveza mediada de la mano, a cambio de otra de la nueva ronda que acababan de encargar los rubios de la mesa.
El reportero encogió los hombros. –Es bonita, tu chica. Y con ese acento. –A mí me gusta.
Teresa se dejaba acunar estrechada por los brazos de Santiago, sintiéndose como lechuguita. Kuki, el dueño del Bernal, puso unas raciones sobre el mostrador: gambas al ajillo, carne mechada, albóndigas, tomates aliñados con aceite de oliva. A Teresa le encantaba comer o cenar de aquella forma tan española, a base de botanas, de pie y de barra en barra, lo mismo embutidos que platos de cocina. Tapeando. Dio cuenta de la carne mechada, mojando pan en la salsa. Tenía jaria y no le preocupaba engordar: era de las flacas, y durante algunos años podría permitirse excesos. Como decían en Culiacán, ponerse hasta la madre. Kuki tenía en las estanterías una botella de Cuervo, así que pidió un tequila. En España no usaban los caballitos largos y estrechos frecuentes en México, y ella siempre pisteaba en catavinos pequeños, porque era lo más parecido. El problema era que duplicabas la tomada en cada trago.
Entraron más clientes. Santiago y Lobato, apoyados en la barra, conversaban sobre las ventajas de las lanchas de goma tipo Zodiac para moverse a altas velocidades con mala mar; y Kuki terciaba en la conversación. Los cascos rígidos sufrían mucho en las persecuciones, y hacía tiempo que Santiago acariciaba la idea de una semirrígida con dos o tres motores, lo bastante grande para aguantar la mar, llegando hasta las costas orientales andaluzas y el cabo de Gata. El problema era que no disponía de medios: demasiada inversión y demasiado riesgo. Suponiendo que luego, en el agua, aquellas ideas fuesen confirmadas por los hechos.
De pronto cesó la conversación. También los gibraltareños de la mesa habían enmudecido, y miraban al grupo que acababa de instalarse al extremo de la barra, junto al antiguo cartel taurino de la última corrida de toros antes de la guerra civil –Feria de La Línea, 19, 20 y 21 de julio de 1936–. Eran cuatro hombres jóvenes, de buen aspecto. Uno güerito y con gafas y dos altos, atléticos, con polos deportivos y el pelo corto. El cuarto hombre era atractivo, vestido con una camisa azul impecablemente planchada y unos tejanos tan limpios que parecían nuevos.
–Heme aquí, una vez más –suspiró Lobato, guasón–, entre aqueos y troyanos.
Se disculpó un momento, guiñó un ojo a los gibraltareños de la mesa y fue a saludar a los recién llegados, demorándose un poco mas con el de la camisa azul. A la vuelta se reía por lo bajini.
–Los cuatro son de Vigilancia Aduanera. Santiago los miraba con interés profesional. Al verse observado, uno de los altos inclinó un poco la cabeza a modo de saludo, y Santiago levantó un par de centímetros su vaso de cerveza. Podía ser una respuesta o no serlo. Los códigos y las reglas del juego al que todos jugaban: cazadores y presas en territorio neutral. Kuki servía manzanilla y tapas sin inmutarse. Aquellos encuentros se daban a diario. –El guaperas –seguía detallando Lobato– es piloto del pájaro.
El pájaro era el BO–105 de Aduanas, preparado para el rastreo y caza en el mar. Teresa lo había visto volar acosando a las lanchas contrabandistas. Volaba bien, muy bajo. Arriesgándose. Observó al tipo: en torno a los treinta y pocos, prieto de pelo, bronceado de piel. Habría podido pasar por mejicano. Parecía correcto, bien chiles. Un punto tímido.
–Me ha dicho que anoche le tiraron una bengala que le pegó en una pala –Lobato miraba a Santiago–. No serías tú, ¿verdad?
–No salí anoche.
–Igual fue alguno de ésos.
–Igual.
Lobato miró a los gibraltareños, que ahora hablaban exageradamente alto, riéndose. Ochenta kilos les voy a meter mañana, fanfarroneaba alguien. Por la cara. Uno de ellos, Parrondi, le dijo a Kuki que sirviera una ronda a los señores aduaneros. Que es mi cumpleaños y tengo yo, decía con manifiesta guasa, mucho gusto en convidarles. Desde el extremo de la barra, los otros rechazaron la propuesta, aunque uno de ellos levantó dos dedos haciendo la uve de la victoria mientras decía felicidades. El rubio de las gafas, informó Lobato, era el patrón de una. turbolancha Hachejota. También gallego, por cierto. De La Coruña.
–En cuanto al aire, ya sabes –añadió Lobato para Santiago–. Reparación, y una semana de cielo libre, sis buitres en la chepa. Así que tú mismo.
–No tengo nada estos días. –¿Ni siquiera tabaco? –Tampoco.
–Pues qué lástima.
Teresa seguía observando al piloto. Tan modos y mosquita muerta que parecía. Con su camisa impecable, el pelo reluciente y repeinado, resultaba difícil relacionarlo con el helicóptero que era pesadilla de los contrabandistas. A lo mejor, se dijo, pasaba como en una película que vieron Santiago y ella comiendo pipas en el cine de verano de La Línea: el doctor Jeckyll y míster Hyde.
Lobato, que había advertido su mirada, acentuó un poco la sonrisa.
–Es un buen chaval. De Cáceres. Y le tiran las cosas más raras que puedas imaginar. Una vez le arrojaron un remo, partiéndole una pala, y casi se mata. Y cuando aterriza en la playa, los críos lo reciben a pedradas... A veces la Atunara parece Vietnam. Claro que en el mar es distinto.
–Sí –confirmó Santiago entre dos sorbos de cerveza–. Allí son esos hijoputas los que tienen la ventaja.
Así llenaban el tiempo libre. Otras veces iban de compras o de gestiones al banco en Gibraltar, o paseaban por la playa en los magníficos atardeceres del prolongado verano andaluz, con el Peñón prendiendo sus bombillas poco a poco, al fondo, y la bahía llena de buques con diferentes banderas –Teresa ya identificaba las principales– que encendían las luces mientras se apagaba el sol a poniente. La casa era un chalecito situado a diez metros del agua, en la boca del río Palmones, donde se levantaban algunas viviendas de pescadores justo a la mitad de la bahía entre Algeciras y Gibraltar. Le gustaba aquella zona que le recordaba un poco a Altata, en Sinaloa, con playas arenosas, y pateras azules y rojas varadas junto al agua mansa del río. Solían desayunar café cortado con tostadas de aceite en El Espigón o el Estrella de Mar, y comer los domingos tortillitas de camarones en casa Willy. En ocasiones, entre viaje y viaje llevando cargas por el Estrecho, tomaban la Cherokee de Santiago y se iban hasta Sevilla por la Ruta del Toro, a comer en casa Becerra o parando a picar jamón ibérico y caña de lomo en las ventas de carretera. Otras veces recorrían la Costa del Sol hasta Málaga o iban en dirección opuesta, por Tarifa y Cádiz hasta Sanlúcar de Barrameda y la desembocadura del Guadalquivir: vino Barbadillo, langostinos, discotecas, terrazas de cafés, restaurantes, bares y karaokes, hasta que Santiago abría la cartera, echaba cuentas y decía ya vale, se encendió la reserva, volvamos para ganar más, que nadie nos lo regala. A menudo pasaban días enteros en el Peñón, sucios de aceite y grasa, achicharrados bajo el sol y comidos de moscas en el varadero de Marina Sheppard, desmontando y volviendo a montar el cabezón de la Phantom –palabras antes misteriosas como pistones americanos, cabezas ovaladas, jaulas de rodamientos, ya no tenían secretos para Teresa–, y luego probaban la lancha en veloces planeadas por la bahía, observados de cerca por el helicóptero y las Hachejotas y las Heineken, que tal vez esa misma noche volverían a empeñarse con ellos en el juego del gato y el ratón al sur de Punta Europa. Y cada tarde, los días tranquilos de puerto y varadero, al terminar el trabajo se iban al Olde Rock a tomar algo sentados en la mesa de siempre, bajo un cuadrito que mostraba la muerte de un almirante inglés llamado Nelson.