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Se detuvieron a tomar algo en una venta de carretera antes de salir a la N–340: camioneros cenando en las mesas del fondo, jamones y embutidos colgados del techo, botas de vino, fotos de toreros, expositores giratorios con vídeos porno, cintas y cedés de Los Chunguitos, El Fary, La Niña de los Peines. Picotearon de pie en la barra, jamón, caña de lomo y atún fresco con pimientos y tomate. El doctor Ramos pidió un coñac y Pote Gálvez, que conducía, un café doble. Teresa buscaba el tabaco en los bolsillos de su chaquetón cuando se detuvo en la puerta un Nissan verde y blanco de la Guardia Civil y sus ocupantes entraron en la venta. Pote Gálvez se puso tenso, apartadas las manos de la barra, vuelto a medias con desconfianza profesional hacia los recién llegados, moviéndose un poco para cubrir con el cuerpo a su patrona. Tranquilo, Pinto, le dijo ella con los ojos. No será hoy cuando se nos chinguen. Patrulla rural. Rutina. Eran dos agentes jóvenes, con uniformes de color aceituna y pistolas en fundas negras a los costados. Dijeron cortésmente buenas noches, dejaron las gorras sobre un taburete y se acodaron al final de la barra. Parecían relajados, y uno de ellos los miró breve, distraído, mientras ponía azúcar en el café y removía con la cucharilla. La expresión del doctor Ramos chispeaba al cambiar una mirada con Teresa. Si estos picoletos supieran, decía sin decirlo, embutiendo con parsimonia tabaco en la cazoleta de su pipa. Qué cosas. Después, cuando los guardias se disponían a irse, el doctor le apuntó al camarero que tenía mucho gusto en pagar sus cafés. Uno de ellos protestó amable y el otro les dirigió una sonrisa. Gracias. Buen servicio, dijo el doctor cuando se marchaban. Gracias, dijeron otra vez.

–Buenos chicos –resumió el doctor cuando cerraron la puerta.

Había dicho lo mismo de los pilotos, recordó Teresa, cuando los motores del Aviocar atronaban sobre la playa. Y eso, entre otras cosas, era lo que a ella le gustaba del personaje. Su ecuanimidad inmutable. Cualquiera, visto desde la perspectiva adecuada, podía ser buen chico. O buena chica. El mundo era un lugar difícil, de reglas complicadas, donde cada cual jugaba el papel que le asignaba su destino. Y no siempre era posible elegir. Toda la gente que conozco, le oyeron comentar al doctor alguna vez, tiene razones para hacer lo que hace. Aceptando eso en tus semejantes, concluía, no resulta difícil llevarse bien con los demás. El truco está en buscarles siempre la parte positiva. Y fumar en pipa ayuda mucho. Te lleva tiempo, reflexión. Da oportunidad de mover despacio las manos, y mirarte, y mirar a los demás.

El doctor encargó un segundo coñac, y Teresa –no tenían tequila en la venta– un orujo gallego que arrancaba llamas por la nariz. La presencia de los guardias le trajo a la memoria una conversación reciente y viejas preocupaciones. Había recibido una visita tres semanas atrás, en la sede oficial de Transer Naga, que ahora ocupaba un edificio entero de cinco plantas en la avenida del Mar, junto al parque de Marbella. Una visita no anunciada, que al principio ella se negó a recibir hasta que Eva, su secretaria –Pote Gálvez estaba frente a la puerta del despacho, plantado en la alfombra como un dóberman–, le enseñó una orden judicial que recomendaba a Teresa Mendoza Chávez, domiciliada en tal y cual, aceptar esa entrevista o atenerse a las actuaciones posteriores a que hubiera lugar. Encuesta previa, decía el papel, sin determinar previa a qué. Y son dos, añadió la secretaria. Un hombre y una mujer. Guardia Civil. Así que, tras meditar un poco, Teresa hizo avisar a Teo Aljarafe para que estuviese prevenido, tranquilizó a Pote Gálvez con un gesto y le dijo a la secretaria que los hiciera pasar a la sala de reuniones. No se estrecharon manos. Tras un saludo de circunstancias los tres tomaron asiento en torno a la gran mesa redonda de la que se habían retirado antes todos los papeles y carpetas. El hombre era delgado, serio, bien parecido, con el pelo prematuramente gris cortado a cepillo y un hermoso mostacho. Tenía una voz grave y agradable, decidió Teresa; tan educada como sus modales. Vestía de paisano, chaqueta de pana muy usada y pantalones deportivos, pero todo su aspecto parecía de guacho, muy militar. Me llamo Castro, dijo, sin añadir nombre propio, graduación, ni destino; aunque al cabo de un momento pareció pensarlo mejor y añadió lo de capitán. Capitán Castro. Y ella es la sargento Moncada. Mientras hacía la breve presentación, la mujer –pelirroja, vestida con falda y jersey, aretes de oro, ojos pequeños e inteligentes– sacó un magnetófono del bolso de lona que tenía sobre las rodillas y lo puso sobre la mesa. Espero, dijo, que no le importe. Luego se sonó con un kleenex –parecía resfriada, o alérgica– y lo dejó hecho una bolita en el cenicero. En absoluto, contestó Teresa. Pero en tal caso tendrán que esperar a que llegue mi abogado. Y eso incluye tomar notas. De modo que, tras una mirada de su jefe, la sargento Moncada frunció el ceño, introdujo el magnetófono en el bolso y volvió a usar otro kleenex. El capitán Castro explicó en pocas palabras qué los había llevado allí. En el curso de una investigación reciente, algunos informes apuntaban a empresas vinculadas a Transer Naga.