–No tiene por qué ponerse así –templó el capitán Castro–. Nadie la acusa de nada.
–De eso estoy requetesegura. De que nadie me acusa.
–Desde luego, no el sargento Velasco.
Te van a dar como a puto, pensaba. Allí sacó la máscara azteca.
–¿Perdón?... ¿El sargento qué?
El otro la miraba con fría curiosidad. Eres bien chilo, decidió ella. Con tus modales correctos. Con tu pelo gris y ese lindo bigote de oficial y caballero. La morra debería lavarse el pelo más a menudo.
–Iván Velasco –dijo despacio el capitán–. Guardia civil. Difunto.
La sargento Moncada se inclinó de nuevo hacia adelante. El gesto rudo.
–Un cerdo. ¿Sabe algo de cerdos, señora?
Lo dijo con vehemencia mal contenida. Puede que sea su carácter, pensó Teresa. Ese cabello rojo sucio quizás tenga relación. A lo mejor es que trabaja demasiado, o es infeliz con su marido, o qué sé yo. Lo mismo nadie se la coge. Y no será fácil lo de ser hembra, en su trabajo. O tal vez hoy se reparten los papeles: guardia civil cortés, guardia civil malo. Frente a una cabrona como la que suponen que soy, hacer de mala le toca a la tipa. Lógico. Pero me vale madres.
–¿Tiene algo que ver esto con el permanganato de potasio?
–Sea buena –aquello no sonaba nada simpático; la sargento se hurgaba los dientes con la uña de un meñique–. No nos tome el pelo.
–Velasco frecuentaba malas compañías –aclaró con sencillez el capitán Castro–, y lo mataron hace tiempo, al salir usted de la cárcel. ¿Recuerda?... Santiago Fisterra, Gibraltar y todo aquello. Cuando ni soñaba ser lo que ahora es.
En la expresión de Teresa no había maldito lo que recordar. O sea que no tenéis nada, reflexionaba. Venís a sacudir el árbol.
–Pues fíjense que no –dijo–. Que no caigo en ese Velasco.
–No cae –comentó la mujer. Casi lo escupía. Se volvió a su jefe insinuando y usted qué opina, mi capitán. Pero Castro miraba hacia la ventana como pensando en otra cosa.
–En realidad no podemos relacionarla –prosiguió la sargento Moncada–. Además, es agua pasada, ¿verdad? –volvió a mojarse un dedo y consultó la libreta, aunque estaba claro que no leía nada–. Y lo de aquel otro, Cañabota, al que mataron en Fuengirola, ¿tampoco le suena?... ¿El nombre de Oleg Yasikov no le dice nada?... ¿Nunca oyó hablar de hachís, ni de cocaína, ni de colombianos, ni gallegos? –se interrumpió, sombría, para dar ocasión a Teresa de intercalar algún comentario; pero ella no abrió la boca–... Claro. Lo suyo son las inmobiliarias, la bolsa, las bodegas jerezanas, la política local, los paraísos fiscales, las obras de caridad y las cenas con el gobernador de Málaga.
–Y el cine –apuntó el capitán, objetivo. Seguía vuelto hacia la ventana con cara de pensar en cualquier otra cosa. Casi melancólico.
La sargento levantó una mano.
–Es verdad. Olvidaba que también hace cine –el tono se volvía cada vez más grosero; vulgar en ocasiones, como si hasta entonces lo hubiera reprimido, o recurriese ahora a él de forma deliberada– ... Debe de sentirse muy a salvo entre sus negocios millonarios y su vida de lujo, con los periodistas haciendo de usted una estrella.
Me han provocado otras veces, y mejor que ella, se dijo Teresa. O esta tipa es demasiado ingenua pese a su mala leche, o de verdad no tienen nada a qué agarrarse.
–Esos periodistas –respondió con mucha calma– andan metidos en unas querellas judiciales que no se la van a acabar... En cuanto a ustedes, ¿de veras creen que voy a jugar a policías y ladrones?
Era el turno del capitán. Se había girado lentamente hacia ella y la miraba de nuevo.
–Señora. Mi compañera y yo tenemos un trabajo que hacer. Eso incluye varias investigaciones en curso –echó un vistazo sin demasiada fe a la libreta de la sargento Moncada–. Esta visita no tiene otro objeto que decírselo.
–Qué amable y qué padre. Avisarme así.
–Ya ve. Queríamos conversar un poco. Conocerla mejor.
–Lo mismo –terció la sargento– hasta queremos ponerla nerviosa.
Su jefe negó con la cabeza.
–La señora no es de las que se ponen nerviosas. Nunca habría llegado a donde está –sonrió un poco; una sonrisa de corredor de fondo–... Espero que nuestra próxima conversación sea en circunstancias más favorables. Para mí.
Teresa miró el cenicero, con su única colilla apagada entre las bolitas de papel. ¿Por quién la tomaban aquellos dos? El suyo había sido un largo y difícil camino; demasiado como para aguantar ahora truquitos de comisaría de telefilme. Sólo eran un par de intrusos que se hurgaban los dientes y arrugaban kleenex y pretendían revolver cajones. Ponerla nerviosa, decía la pinche sargento. De pronto se sintió irritada. Tenía cosas que hacer, en vez de malgastar su tiempo. Tragarse una aspirina, por ejemplo. En cuanto la pareja saliera de allí, encargaría a Teo que presentara una denuncia por coacciones. Y después haría algunas llamadas telefónicas.
–Hagan el favor de marcharse.
Se puso en pie. Y resulta que sabe reír la sargento, comprobó. Pero no me gusta cómo lo hace. Su jefe se levantó al tiempo que Teresa, pero la otra seguía sentada, un poco hacia adelante en la silla, los dedos apretados en el borde de la mesa. Con aquella risa seca y turbia.
–¿Así, por las buenas?... ¿Antes no va a intentar amenazarnos, ni comprarnos, como a esos mierdas del DOCS?... Eso nos haría muy felices. Un intento de soborno en condiciones.
Teresa abrió la puerta. Pote Gálvez estaba allí, grueso, vigilante, como si no se hubiera movido de la alfombra. Y seguro que no. Tenía las manos ligeramente separadas del cuerpo. Esperando. Lo tranquilizó con una mirada.
–Usted está como una cabra –dijo Teresa–. Yo no hago esas cosas.
La sargento se levantaba al fin, casi a regañadientes. Se había sonado otra vez y tenía la bolita del kleenex estrujada en una mano, y la libreta en la otra. Miraba alrededor, los cuadros caros en las paredes, la vista de la ventana sobre la ciudad y el mar. Ya no disimulaba el rencor. Al dirigirse a la puerta detrás de su jefe se paró delante de Teresa, muy cerca, y guardó la libreta en el bolso.
–Claro. Tiene quien lo haga por usted, ¿no? –acercó más el rostro, y los ojillos enrojecidos parecían estallarle de cólera–. Ande, anímese. Por una vez pruebe a hacerlo en persona. ¿Sabe lo que gana un guardia civil?... Estoy segura de que lo sabe. Y también la de gente que muere y se pudre por toda esa mierda con la que usted trafica... ¿Por qué no prueba a sobornarnos al capitán y a mí?... Me encantaría oír una oferta suya, y sacarla de este despacho esposada y a empujones –tiró la bolita del kleenex al suelo–. Hija de la gran puta.
Había una lógica, después de todo. Eso pensaba Teresa mientras cruzaba el lecho casi seco del río, que se estancaba en pequeñas lagunas poco profundas junto al mar. Un enfoque casi exterior, ajeno, en cierto modo matemático, que enfriaba el corazón. Un sistema tranquilo de situar los hechos, y sobre todo las circunstancias que estaban al inicio y al final de esos hechos, dejando cada número a este o al otro lado de los signos que daban orden y sentido. Todo eso permitía excluir, en principio, la culpa o el remordimiento. Aquella foto partida por la mitad, la chava de ojos confiados que le quedaba tan lejos, allá en Sinaloa, era su papelito de indulgencias. Puesto que de lógica se trataba, ella no podía sino moverse hacia donde esa lógica la conducía. Pero no faltaba la paradoja: qué pasa cuando nada esperas, y cada aparente derrota te empuja hacia arriba mientras aguardas, despierta al amanecer, el momento en que la vida rectifique su error y golpee de veras, para siempre. La Verdadera Situación. Un día empiezas a creer que tal vez ese momento no llegue nunca, y al siguiente intuyes que la trampa es precisamente ésa: creer que nunca llegará. As¡ mueres de antemano durante horas, y durante días, y durante años. Mueres larga, serenamente, sin gritos y sin sangre. Mueres más cuanto más piensas y más vives.
Se detuvo sobre los guijarros de la playa y miró a lo lejos. Vestía un chándal gris y calzaba zapatillas de deporte, y el viento le revolvía el pelo sobre la cara. Al otro lado de la desembocadura del Guadalmina había una lengua de arena donde rompía el mar; y al fondo, en la calima azulada del horizonte, blanqueaban Puerto Banús y Marbella. Los campos de golf estaban a la izquierda, acercando sus praderas hasta casi la orilla, en torno al edificio ocre del hotel y los cobertizos playeros cerrados por el invierno. A Teresa le gustaba Guadalmina Baja en esa época del año, las playas desiertas y unos pocos apacibles golfistas moviéndose en la distancia. Las casas de lujo silenciosas y cerradas tras sus altos muros cubiertos de buganvillas. Una de ellas, la más cercana a la punta de tierra que se adentraba en el mar, le pertenecía. Las Siete Gotas era el nombre escrito sobre un hermoso azulejo junto a la puerta principal, en una ironía culichi que allí sólo ella y Pote Gálvez podían descifrar. Desde la playa no se alcanzaba a ver más que el alto muro exterior, los árboles y los arbustos que asomaban por encima disimulando las videocámaras de seguridad, y también el tejado y las cuatro chimeneas: seiscientos metros edificados en una parcela de cinco mil, la forma de una antigua hacienda con aire mejicano, blanca y con remates ocres, una terraza en el piso de arriba, un porche grande abierto al jardín, a la fuente de azulejos y a la piscina.