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Salieron a pasear por la playa, con Pote Gálvez y uno de los guardaespaldas de Yasikov siguiéndolos a distancia. Había mar de fondo que rompía en los guijarros y mojaba los pies de Teresa, que seguía descalza, caminando por el lado. más próximo a la orilla. El agua estaba muy fría pero la hacía sentirse bien. Despierta. Anduvieron así hacia el sudoeste, por la arena sucia que se extendía entre pedregales y madejas de algas en dirección a Sotogrande, Gibraltar y el Estrecho. Charlaban durante unos pasos y luego se quedaban callados, pensando en lo que se decían o en lo que no llegaban a decir. Y qué vas a hacer, había preguntado Yasikov cuando terminó de asimilar la noticia. Con uno y con otro. Sí. Con la criatura y con el padre.

–Todavía no es una criatura –repuso Teresa–. Todavía no es nada.

Yasikov movió la cabeza como si ella confirmase sus pensamientos. De cualquier modo, eso no soluciona lo otro, dijo. Sólo es la mitad de un problema. Teresa se volvió a mirarlo con atención, apartándose el pelo de la cara. No he dicho que la primera mitad esté resuelta, aclaró. Sólo digo que todavía no es nada. La decisión sobre lo que sea, o deje de ser, aún no la tomé.

El ruso la observaba atento, buscando en su rostro alteraciones, indicios nuevos, imprevistos.

–Me temo que no puedo. Tesa. Aconsejarte. Niet. No es mi especialidad.

–No te pido consejo. Sólo que pasees conmigo, como siempre.

–Eso sí puedo –Yasikov sonreía al fin, oso rubio y bonachón–. Sí. Hacerlo.

Había una barquita de pescadores varada en la arena. Teresa pasaba siempre junto a ella. Pintada en blanco y azul, muy vieja y descuidada. Tenía agua de lluvia en el fondo, con restos de plástico y un bote de refresco vacío. Junto a la proa se borraba un nombre apenas legible: Esperanza. –¿No te cansas nunca, Oleg?

A veces, respondió el ruso. Pero no era fácil. No. Decir hasta aquí llegué, dejen que me retire. Tengo una mujer, añadió. Bellísima. Miss San Petersburgo. Un hijo de cuatro años. Dinero suficiente para vivir el resto de la vida sin problemas. Sí. Pero hay socios. Responsabilidades. Compromisos. Y no todos entenderían que me retirase. No. Se desconfía por naturaleza. Si te vas, los asustas. Sabes demasiado sobre demasiada gente. Y ésta sabe demasiado sobre ti. Eres un peligro suelto. Sí.

–¿Qué te sugiere la palabra vulnerable? –preguntó Teresa.

El otro reflexionó un poco. No lo domino bien, comentó al fin. El español. Pero sé lo que dices. Un hijo te hace vulnerable.

–Te juro, Tesa, que nunca tuve miedo. De nada. Ni siquiera en Afganistán. No. Aquellos locos fanáticos y sus Allah Ajbar que helaban la sangre. Pues no. Tampoco lo tuve cuando empezaba. En el negocio. Pero desde que nació mi hijo lo sé. Tener miedo. Sí. Cuando algo sale mal, ya no es posible. No. Dejarlo todo como está. Echar a correr.

Se había detenido y miraba el mar, las nubes que se desplazaban despacio en dirección a poniente. Suspiró, nostálgico.

–Es bueno echar a correr –dijo–. Cuando se necesita. Tú lo sabes mejor que nadie. Sí. No has hecho otra cosa en tu vida. Correr. Con ganas o sin ellas.

Seguía contemplando las nubes. Levantó los brazos a la altura de los hombros, como si pretendiera abarcar el Mediterráneo, y los dejó caer, impotente. Después se volvió a Teresa.

–¿Vas a tenerlo?

Lo miró sin responder. Rumor del agua y espuma fría entre los pies. Yasikov la observaba fijamente, desde arriba. Teresa parecía mucho más pequeña junto al enorme eslavo.

–¿Cómo fue tu infancia, Oleg?

El otro se frotó la nuca, sorprendido. Incómodo. No sé, respondió. Como todas, en la Unión Soviética. Ni mala ni buena. Los pioneros, la escuela. Sí. Carlos Marx. La Soyuz. El malvado imperialismo americano. Todo eso. Demasiada col hervida, creo. Y patatas. Demasiadas patatas. –Yo supe lo que era el hambre larga –dijo Teresa–. Tuve un solo par de zapatos, y mi mamá no me dejaba ponérmelos más que para ir a la escuela, mientras fui. Le vino una sonrisa crispada a la boca. Mi mamá, repitió abstraída. Sentía un añejo rencor perforarla hasta dentro.

–Me cuereaba mucho de plebita –prosiguió–... Era alcohólica y medio prostituta desde que mi papá la dejó... Me hacía traer cervezas a sus amigos, me arrastraba a puras greñas, a golpes y patadas. Llegaba de madrugada con su parvada de cuervos, riéndose obscena, o venían a buscarla aporreando la puerta de noche, borrachos... Dejé de ser virgen antes de perder la virginidad entre varios chavos, alguno de los cuales tenía menos años que yo...

Se calló de pronto, y estuvo así un buen rato, el pelo revuelto en la cara. Sentía diluirse despacio el rencor en su sangre. Respiró profundamente para que se desvaneciera por completo.

–En cuanto al padre –dijo Yasikov–, supongo que se trata de Teo.

Ella sostuvo su mirada sin abrir la boca. Impasible. –Ésa es la segunda parte –volvió a suspirar el ruso–. Del problema.

Caminó sin volverse a comprobar si Teresa lo seguía. Ella estuvo un poco viéndolo alejarse, y luego fue detrás.

–Una cosa aprendí en el ejército, Tesa –decía Yasikov, pensativo–. Territorio enemigo. Peligroso dejar bolsas a la espalda. Resistencia. Núcleos hostiles. Una consolidación del terreno exige la eliminación de puntos de conflicto. Sí. La frase es literal. Reglamentaria. La repetía mi amigo el sargento Skobeltsin. Sí. A diario. Antes de que le cortaran el cuello en el valle del Panshir.

Se había detenido otra vez y de nuevo la miraba. Hasta ahí puedo llegar yo, decían sus ojos claros. El resto es cosa tuya.

–Me estoy quedando sola, Oleg.

Estaba quieta frente a él, y la resaca del agua minaba la arena bajo sus pies a cada reflujo. El otro sonrió amistoso, un poco lejano. Triste.

–Qué extraño oírte decir eso. Creía que siempre estuviste sola.

15. Amigos tengo en mi tierra, los que dicen que me quieren

El juez Martínez Pardo no era un tipo simpático. Hablé con él durante los últimos días de mi encuesta: veintidós minutos de conversación poco agradable en su despacho de la Audiencia Nacional. Accedió a recibirme a regañadientes, y sólo después de que yo le hiciera llegar un grueso informe con el estado de mis investigaciones. Su nombre figuraba en él, naturalmente. junto a muchas otras cosas. La elección de costumbre era quedarse dentro de modo confortable, o quedarse fuera. Decidió quedarse dentro, con su propia versión de los hechos. Venga y hablemos, dijo al fin, cuando se puso al teléfono. Así que fui a la Audiencia, me dio secamente la mano y nos sentamos a hablar, uno a cada lado de su mesa oficial, con bandera y retrato del rey en la pared. Martínez Pardo era bajo, rechoncho, con barba canosa que no llegaba a taparle del todo una cicatriz que le recorría la mejilla izquierda. Estaba lejos de ser uno de los jueces estrella que aparecían en la televisión y los periódicos. Gris y eficaz, decían. Con mala leche. La cicatriz provenía de un viejo episodio: sicarios colombianos contratados por narcos gallegos. Tal vez era eso lo que le agriaba el carácter.

Empezamos comentando la situación de Teresa Mendoza. Lo que la había llevado a donde estaba, y el giro que su vida iba a dar en las próximas semanas, si lograba mantenerse viva. De eso no sé, dijo Martínez Pardo. Yo no trabajo con el futuro de la gente, excepto para asegurar treinta años de condena cuando puedo. Mi asunto es el pasado. Hechos y pasado. Delitos. Y de ésos, Teresa Mendoza cometió muchos.

–Se sentirá frustrado, entonces –apunté–. Tanto trabajo para nada.

Era mi forma de corresponder a su poca simpatía. Me miró por encima de las gafas de lectura que tenía en la punta de la nariz. No parecía un hombre feliz. Desde luego, no un juez feliz.

–La tenía –dijo.

Luego se quedó callado, como considerando si esas dos palabras eran oportunas. También los jueces grises y eficaces tienen su corazoncito, me dije. Su vanidad personal. Sus frustraciones. La tenías pero ya no la tienes. Se te fue entre los dedos, de vuelta a Sinaloa.

–¿Cuánto tiempo anduvo tras ella?

–Cuatro años. Un trabajo largo. No resultaba fácil acumular hechos y pruebas de su implicación. Su infraestructura era muy buena. Muy inteligente. Todo estaba lleno de mecanismos de seguridad, compartimentos estancos. Desmontabas algo y todo moría ahí. Imposible probar las conexiones hacia arriba.