–Pero usted lo hizo.
Sólo en parte, concedió Martínez Pardo. Habría necesitado más tiempo, más libertad de trabajo. Pero no los tuvo. Esa gente se movía en ciertos ambientes, incluida la política. Incluido el suyo, el del propio juez. Eso permitió a Teresa Mendoza ver venir de lejos algunos golpes y pararlos. O minimizar las consecuencias. En aquel caso concreto, añadió, él iba bien. Sus ayudantes iban bien. Estaban a punto de coronar una labor larga y paciente. Cuatro años, me había dicho, tejiendo la tela de araña. Y de pronto se acabó todo.
–¿Es cierto que lo convencieron desde el ministerio de justicia?
–Eso está fuera de lugar –se había echado hacia atrás en el sillón y me observaba, molesto–. Me niego a responder.
–Cuentan que el propio ministro se encargó de presionarlo, de acuerdo con la embajada de México. Levantó una mano. Un gesto desagradable. Una mano autoritaria, de juez en ejercicio. Si continúa por ese camino, advirtió, terminará esta conversación. A mí no me ha presionado nadie, nunca.
–Explíqueme entonces por qué al final no hizo nada contra Teresa Mendoza.
Consideró un poco mi pregunta, tal vez para decidir si el verbo explíqueme implicaba desacato. Al fin decidió absolverme. In dubio pro reo. O algo así.
–Ya se lo he dicho –apuntó–. No tuve tiempo para reunir material suficiente.
–¿A pesar de Teo Aljarafe?
Otra vez me miró como antes. Ni yo ni mis preguntas le gustábamos, y aquello no mejoraba las cosas. –Todo lo que se refiere a ese nombre es confidencial.
Me permití una sonrisa moderada. Venga, juez. A estas alturas.
–Ya da lo mismo –dije–. Supongo. –Pues a mí no me lo da.
Lo medité unos instantes. Le propongo un pacto, concluí en voz alta. Yo dejo fuera al ministerio de justicia, y usted me cuenta lo de Aljarafe. Un trato es un trato.
Cambié la sonrisa moderada por un gesto de solicitud amable mientras él reflexionaba. De acuerdo, dijo. Pero me reservo algunos detalles.
–¿Es cierto que usted le ofreció inmunidad a cambio de información?
–No voy a contestar a eso.
Mal empezamos, me dije. Asentí un par de veces con aire pensativo antes de volver a la carga:
Aseguran que lo acosó mucho. Que reunió un buen dossier sobre él y luego se lo puso delante de las narices. Y que no fue nada de narcotráfico. Que lo agarró por el lado fiscal.
–Puede ser.
Me miraba impasible. Tú planteas y yo confirmo. No me pidas mucho más.
–¿Transer Naga?
–No.
–Sea amable, juez. Corresponda a lo buen chico que soy.
De nuevo lo pensó un poco. A fin de cuentas, debió de concluir, estoy en esto. Ese punto es más o menos conocido y está resuelto.
–Admito –dijo– que las empresas de Teresa Mendoza fueron siempre impermeables a nuestros esfuerzos, pese a que nos constaba que más del setenta por ciento del tráfico al Mediterráneo pasaba por sus manos... Los puntos débiles del señor Aljarafe se referían al dinero propio. Inversiones irregulares, movimientos de dinero. Cuentas personales extranjeras. Su nombre apareció en un par de transacciones exteriores poco claras. Había materia.
–Dicen que tenía propiedades en Miami.
–Sí. Que nosotros supiéramos, una casa de mil metros cuadrados que acababa de comprar en Coral Gables, con cocoteros y muelle propio incluido, y un piso de lujo en Coco Plum: un lugar frecuentado por abogado, banqueros y brokers de Wall Street. Todo, por lo visto a espaldas de Teresa Mendoza.
–Unos ahorrillos. –Podríamos decirlo así. Y usted lo agarró por los huevos. Y lo asustó.
Otra vez se echó hacia atrás en el sillón. Dura Lex, sed Lex. Duralex.
–Eso es improcedente. No le tolero ese lenguaje.
Empiezo a estar un poco harto, me dije. De este gilipollas.
–Tradúzcalo a su gusto, entonces.
–Decidió colaborar con la justicia. Así de simple. –¿A cambio de...?
A cambio de nada.
Me lo quedé mirando. A tu tía. Cuéntaselo a tu tía. Teo Aljarafe jugándose el cuello por amor al arte. –¿Y cómo reaccionó Teresa Mendoza al averiguar que su experto fiscal trabajaba para el enemigo? –Eso lo sabe usted igual que yo.
–Bueno. Sé lo que todos. También que ella lo usó como señuelo en la operación del hachís ruso... Pero no me refería a eso.
Lo del hachís ruso empeoró la cosa. Conmigo no te pases de listo, decía su cara.
–Entonces –sugirió– pregúntele a ella, si puede. –A lo mejor puedo.
–Dudo que esa mujer acepte entrevistas. Y mucho menos en su actual situación.
Decidí hacer un último intento. –¿Cómo ve usted esa situación?
–Yo estoy fuera –respondió, con cara de póker–. Ni veo ni dejo de ver. Teresa Mendoza ya no es asunto mío.
Luego se quedó callado, hojeó distraído algunos documentos que tenía sobre la mesa, y pensé que había concluido la conversación. Conozco mejores formas de perder el tiempo, resolví. Me levantaba irritado, listo pata despedirme. Pero ni siquiera un disciplinado funcionario del Estado como el juez Martínez Pardo podía sustraerse al escozor de ciertas heridas. O a justificarse. Seguía sentado, sin levantar la vista de los documentos. Y entonces, de pronto, me compensó la entrevista.
–Dejó de serlo tras la visita del americano aquel –añadió con rencor–. El tipo de la DEA.
El doctor Ramos, que tenía un peculiar sentido del humor, había asignado el nombre en clave de Tierna infancia a la operación de veinte toneladas de hachís para el Mar Negro. Las pocas personas que estaban al corriente llevaban dos semanas planificándolo todo con minuciosidad casi militar; y aquella mañana, por boca de Farid Lataquia y después de que éste cerrara con sonrisa satisfecha su teléfono móvil tras hablar un rato en clave, supieron que el libanés había encontrado en el puerto de Alhucemas el barco adecuado para hacer de nodriza: un vetusto palangrero de treinta metros de eslora rebautizado Tarfaya, propiedad de una sociedad pesquera hispanomarroquí. A esas horas, por su parte, el doctor Ramos coordinaba los movimientos del Xoloitzcuintle: un portacontenedores de pabellón alemán, tripulado por polacos y filipinos, que hacía regularmente la ruta entre la costa atlántica americana y el Mediterráneo oriental, y en ese momento navegaba entre Recife y Veracruz. Tierna infancia tenía un segundo frente, o trama paralela, donde jugaba un papel decisivo un tercer barco, esta vez buque de carga general con ruta prevista entre Cartagena, Colombia, y el puerto griego de El Pireo sin escalas intermedias. Se llamaba Luz Angelita; y aunque estaba matriculado en el puerto colombiano de Temuco, navegaba con pabellón camboyano por cuenta de una compañía chipriota. Mientras que sobre el Tarfaya y el Xoloitzcuintle recaería la parte delicada de la operación, el papel asignado al Luz Angelita y a sus armadores era simple, rentable y sin riesgos: limitarse a hacer de señuelo. –Todo a punto –recapituló el doctor Ramosen diez días.
Se quitó la pipa de la boca para ahogar un bostezo. Eran casi las once de la mañana, después de una larga noche de trabajo en la oficina de Sotogrande: una casa con jardín dotada de las más modernas medidas de seguridad y contravigilancia electrónica, que desde hacía dos años sustituía al antiguo apartamento del puerto deportivo. Pote Gálvez montaba guardia en el vestíbulo, dos vigilantes recorrían el jardín, y en la sala de juntas había un televisor, un PC portátil con impresora, dos teléfonos móviles codificados, un panel para gráficos con rotuladores delebles puesto sobre un caballete, tazas de café sucias y ceniceros repletos de colillas sobre la gran mesa de reuniones. Teresa acababa de abrir la ventana para que se ventilase aquello. La acompañaban, además del doctor Ramos, Farid Lataquia y el operador de telecomunicaciones de Teresa, un joven ingeniero gibraltareño de toda confianza llamado Alberto Rizocarpaso. Era lo que el doctor llamaba el gabinete de crisis: el grupo cerrado que constituía el estado mayor operativo de Transer Naga.
–El Tarfaya –estaba diciendo Lataquia– va a esperar en Alhucemas, limpiando bodegas. Puesta a punto y combustible. Inofensivo. Tranquilito. No lo sacaremos hasta dos días antes de la cita.
–Me parece bien –dijo Teresa–. No quiero tenerlo una semana paseando por ahí mientras llama la atención.
–Descuide. Me ocupo yo mismo. –¿Tripulantes?