–¿Y qué tengo yo que ver?
La contemplaron sin decir nada, unos segundos, y luego se miraron el uno al otro. Teresa vio que Tapia enarcaba una ceja, mundano. Es tu asunto, amigo, parecía apuntar el gesto. Yo sólo oficio de acólito.
–Vamos a entendernos, señora –dijo Willy Rangel–. No estoy aquí por nada que tenga que ver con su modo actual de ganarse la vida. Ni tampoco don Héctor, que es tan amable de acompañarme. Mi visita tiene que ver con cosas que ocurrieron hace mucho tiempo...
–Hace doce años –puntualizó Héctor Tapia, como desde lejos. O desde afuera.
Y con otras que están a punto de ocurrir. En su tierra.
–Mi tierra, dice. –Eso es.
Teresa miró el cigarrillo. No voy a terminármelo, decía el gesto. Tapia lo entendió a la perfección, pues dirigió al otro una ojeada inquieta. Órale que se nos va, acuciaba sin palabras. Rangel parecía de la misma opinión. Así que fue al grano.
–¿Le dice algo el nombre de César Batman Güemes?
Tres segundos de silencio, dos miradas pendientes de ella. Echó el humo tan despacio como pudo. –Pues fíjense que no.
Las dos miradas se cruzaron entre sí. De nuevo a ella.
–Sin embargo –dijo Rangel–, usted lo conoció hace tiempo.
–Qué raro. Entonces nomás lo recordaría, ¿verdad? –miró el reloj de pared, en busca de un modo cortés de ponerse en pie y zanjar aquello–... Y ahora, si me disculpan...
Los dos hombres se miraron de nuevo. Entonces el de la DEA sonrió. Lo hizo con una mueca amplia, simpática. Casi bonachona. En su oficio, pensó Teresa, alguien que sonríe así es que reserva el efecto para las grandes ocasiones.
–Concédame sólo cinco minutos más –dijo el gringo–. Para contarle una historia.
–Sólo me gustan las historias con final bien padre. –Es que este final depende de usted.
Y Guillermo Rangel, a quien todo el mundo llamaba Willy, se puso a contar. La DEA, explicó, no era un cuerpo de operaciones especiales. Lo suyo era recopilar datos de tipo policial, mantener una red de confidentes, pagarlos, elaborar informes detallados sobre actividades relacionadas con la producción, tráfico y distribución de drogas, ponerle nombres y apellidos a todo eso y estructurar un caso para que se sostuviera ante un tribunal. Por eso utilizaba agentes. Como él mismo. Personas que se introducían en organizaciones de narcotraficantes y actuaban allí. El propio Rangel había trabajado así, primero infiltrado en grupos chicanos de la bahía de California y luego en México, como controlador de agentes encubiertos, durante ocho años; menos un período de catorce meses que estuvo destinado en Medellín, Colombia, de enlace entre su agencia y el Bloque de Búsqueda de la policía local encargado de la captura y muerte de Pablo Escobar. Y, por cierto, la foto famosa del narco abatido, rodeado por los hombres que lo mataron en Los Olivos, la había hecho el propio Rangel. Ahora estaba enmarcada en la pared de su despacho, en Washington D. C.
–No veo qué puede interesarme a mí de todo eso –dijo Teresa.
Apagaba el cigarrillo en el cenicero, sin prisas, pero resuelta a terminar aquella conversación. No era la primera vez que policías, agentes o traficantes venían con historias. No tenía ganas de perder el tiempo.
–Se lo cuento –dijo sencillamente el gringo– para situarle mi trabajo.
–Está situadísimo. Y ahora, si me disculpan... Se puso en pie. Héctor Tapia también se levantó con reflejo automático, abotonándose la chaqueta. Miraba a su acompañante, desconcertado e inquieto. Pero Rangel seguía sentado.
–El Güero Dávila era agente de la DEA –dijo con sencillez–. Trabajaba para mí, y por eso lo mataron. Teresa estudió los ojos inteligentes del gringo, que acechaban el efecto. Ya soltaste el golpe de teatro, pensó. Y ni modo, salvo que te quede más parque. Sentía deseos de reír a carcajadas. Una risa aplazada doce años, desde Culiacán, Sinaloa. La broma póstuma del pinche Güero. Pero se limitó a encoger los hombros.
–Ahora –dijo con mucha sangre fría–, cuénteme algo que yo no sepa.
Ni la mires, había dicho el Güero Dávila. La agenda ni la abras, prietita. Llévasela a don Epifanio Vargas y cámbiasela por tu vida. Pero aquella tarde, en Culiacán, Teresa no pudo resistir la tentación. Pese a lo que pensaba el Güero, ella tenía ideas propias, y sentimientos. También curiosidad por saber en qué infierno acababan de meterla. Por eso, momentos antes de que el Gato Fierros y Pote Gálvez aparecieran en el apartamento cercano al mercado Garmendia, infringió las reglas, pasando páginas de aquella libreta de piel donde estaban las claves de lo que había ocurrido y de lo que estaba a punto de ocurrir. Nombres, direcciones. Contactos a uno y otro lado de la frontera. Tuvo tiempo de asomarse a la realidad antes de que todo se precipitara y se viera huyendo con la Doble Águila en la mano, sola y aterrorizada, sabiendo exactamente de qué intentaba escapar. Lo resumió bien aquella misma noche, sin pretenderlo, el propio don Epifanio Vargas. A tu hombre, fue lo que dijo, le gustaban demasiado los albures. Las bromas, el juego. Las apuestas arriesgadas que hasta la incluían a ella misma. Teresa sabía todo eso al acudir a la capilla de Malverde con la agenda que nunca debió leer y que había leído, maldiciendo al Güero por semejante forma de ponerla en peligro justo para salvarla. Un razonamiento típico del jugador cabrón aficionado a meter en la boca del coyote su cabeza y la de otros. Si me queman, había pensado el hijo de su pinche madre, Teresa no tiene salvación. Inocente o no, son las reglas. Pero había una remota posibilidad: demostrar que ella realmente actuaba de buena fe. Porque Teresa nunca habría entregado la agenda a nadie, de conocer lo que tenía dentro. Nunca, de estar al corriente del juego peligroso del hombre que llenó esas páginas de mortales anotaciones. Llevándosela a don Epifanio, padrino de Teresa y del propio Güero, ella demostraba su ignorancia. Su inocencia. Nunca se habría atrevido, en caso contrario. Y esa tarde, sentada en la cama del apartamento, pasando las páginas que eran al mismo tiempo su sentencia de muerte y su única salvación posible, Teresa maldijo al Güero porque al fin lo comprendía todo muy bien. Echar a correr sin más era condenarse a sí misma a no llegar lejos. Tenía que entregar la agenda para demostrar precisamente que ignoraba su contenido. Necesitaba tragarse el miedo que le retorcía las tripas y mantener la cabeza tranquila, la voz neutra en su punto exacto de angustia, la súplica sincera al hombre en quien el Güero y ella confiaban. La morra del narco, el animalito asustado. Yo no sé nada. Nomas dígame usted, don Epifanio, qué iba yo a leer. Por eso seguía viva. Y por eso ahora, en el saloncito de su despacho de Marbella, el agente de la DEA Willy Rangel y el secretario de embajada Héctor Tapia la miraban boquiabiertos, uno sentado y el otro de pie, todavía con los dedos en los botones de la chaqueta.
–¿Lo ha sabido todo este tiempo? –preguntó el gringo, incrédulo.
–Hace doce años que lo sé.
Tapia se dejó caer de nuevo en la butaca, esta vez olvidando soltarse los botones.
–Cristo bendito –dijo.
Doce años, se dijo Teresa. Superviviente a un secreto de los que mataban. Porque aquella última noche de Culiacán, en la capilla de Malverde, en la atmósfera sofocante del calor húmedo y el humo de las velas, ella había jugado sin apenas esperanza el juego dispuesto por su hombre muerto, y ganó. Ni su voz, ni sus nervios, ni su miedo la traicionaron. Porque era un buen tipo, don Epifanio. Y la quería. Los quería a los dos, pese a comprender mediante la agenda –quizá lo sabía de antes, o no– que Raimundo Dávila Parra trabajaba para la agencia antidrogas del Gobierno americano, y que seguramente el Batman Güemes lo hizo bajar por eso. Y así Teresa pudo engañarlos a todos, rifándose la loca apuesta en el filo de la navaja, justo como había previsto el Güero que sucedería. Imaginó la conversación de don Epifanio, al día siguiente. Ella no sabe nada. Ni madres. ¿Cómo iba a traerme la pinche agenda si supiera? Así que podéis dejarla en paz. Órale. Sólo fue una posibilidad entre cien, pero bastó para salvarla.
Ahora Willy Rangel observaba a Teresa con mucha atención, y también con un respeto que antes no estaba allí. En tal caso, apuntó, le ruego que tome asiento de nuevo y escuche lo que vengo a decirle. Señora. En este momento es más necesario que nunca. Teresa dudó un instante, pero sabía que el gringo llevaba razón. Miró a un lado y a otro y luego la hora que marcaba el reloj de pared, simulando impaciencia. Diez minutos, dijo. Ni uno mas. Después volvió a sentarse y encendió otro Bisonte. Tapia estaba aún tan asombrado, en su butaca, que esta vez tardó en ofrecerle fuego; y cuando al fin acercó la llama del encendedor, murmurando una disculpa, ella había encendido el cigarrillo con el suyo propio.