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Entonces el hombre de la DEA contó la verdadera historia del Güero Dávila.

Raimundo Dávila Parra era de San Antonio, Tejas. Chicano. Nacionalidad norteamericana desde los diecinueve años. Tras haber trabajado muy joven en el lado ilegal del narcotráfico, pasando mariguana en pequeñas cantidades por la frontera, fue reclutado por la agencia antidrogas después de que lo detuvieran en San Diego con cinco kilos de mota. Tenía condiciones, y era aficionado al riesgo y a las emociones fuertes. Valiente, frío pese a su apariencia extrovertida, tras un período de adiestramiento, que oficialmente pasó en una cárcel del norte –de hecho estuvo una temporada para afianzar su cobertura–, el Güero fue enviado a Sinaloa con la misión de infiltrarse en las redes de transporte del cártel de Juárez, donde tenía viejas amistades. Le gustaba aquel trabajo. Le gustaba el ' dinero. También le gustaba volar, y había hecho un curso de piloto en la DEA, aunque como cobertura hizo otro en–.

Culiacán. Durante varios años se introdujo en los medios narcotraficantes a través de Norteña de Aviación, primero como empleado de confianza de Epifanio Vargas, con quien actuó en las grandes operaciones de transporte aéreo del Señor de los Cielos, y luego como piloto de Cesar Batman Güemes. Willy Rangel fue su controlador. Nunca se comunicaban por teléfono excepto en casos de emergencia. Se citaban una vez al mes en hoteles discretos de Mazatlán y Los Mochis. Y toda la información valiosa que la DEA obtuvo del cártel de Juárez durante aquel tiempo incluidas las feroces luchas por el poder que enfrentaron a los narcos mejicanos al independizarse de las mafias colombianas, provino de la misma fuente. El Güero valía su peso en coca.

Por fin, lo mataron. El pretexto formal era cierto: aficionado a correr riesgos extra, aprovechaba los viajes en avioneta para transportar droga propia. Le gustaba jugar a varias bandas, y en aquello estaba implicado su pariente el Chino Parra. La DEA andaba más o menos al corriente; pero se trataba de un agente valioso y le daban su margen. El caso es que al final los narcos le ajustaron las cuentas. Durante algún tiempo, Rangel tuvo la duda de si fue por las transas privadas con droga o porque alguien lo delató. Tardó tres años en averiguarlo. Un cubano detenido en Miami, que trabajaba para la gente de Sinaloa, se acogió a la normativa sobre testigos protegidos y llenó dieciocho horas de cinta magnetofónica con sus revelaciones. En ellas contó que el Güero Dávila fue asesinado porque alguien desmontó su cobertura. Un fallo tonto: un funcionario norteamericano de Aduanas de El Paso accedió casualmente a una información confidencial, y se la vendió a los narcos por ochenta mil dólares. Los otros ataron cabos, empezaron a sospechar y de algún modo centraron al Güero.

–Lo de la droga en la Cessna –concluyó Rangel– fue un pretexto. Iban por él. Lo curioso es que quienes lo bajaron no sabían que era agente nuestro.

Se quedó callado. Teresa todavía encajaba aquello. –¿Y cómo puede estar seguro?

El gringo afirmó con la cabeza. Profesional. –Desde el asesinato del agente Camarena, los narcos saben que nunca perdonamos la muerte de uno de nuestros hombres. Que persistimos hasta que los responsables mueren o son encarcelados. Ojo por ojo. Es una regla; y si de algo entienden ellos es de códigos y de reglas. Había una frialdad nueva en la exposición. Somos muy malos enemigos, decía el tono. A las malas. Con dólares y con una tenacidad de poca madre.

–Pero al Güero se lo mataron bien muerto. –Ya –Rangel movía la cabeza otra vez–. Por eso le digo que quien dio la orden directa de montar la celada en el Espinazo del Diablo ignoraba que era un agente... El nombre tal vez le suene, aunque hace un rato negó conocerlo: César Batman Güemes.

–No lo recuerdo.

–Claro. Aun así, estoy en condiciones de asegurarle que él se limitaba a cumplir un encargo. Ese güey trafica a su aire, le dijeron. Convendría un escarmiento. Nos consta que el Batman Güemes se hizo de rogar. Por lo visto el Güero Dávila le caía bien... Pero en Sinaloa, los compromisos son los compromisos.

–¿Y quién, según usted, hizo el encargo e insistió en la muerte del Güero?

Rangel se frotó la nariz, miró a Tapia y después volvió a Teresa, sonriendo torcido. Estaba en el borde de la butaca, las manos apoyadas en las rodillas. Ya no parecía bonachón. Ahora, decidió ella, la suya era la actitud de un perro de presa rencoroso y con buena memoria.

–Otro al que seguro que tampoco recuerda... El hoy diputado por Sinaloa y futuro senador Epifanio Vargas Orozco.

Teresa apoyó la espalda en la pared y miró a los escasos clientes que a esa hora bebían en el Olde Rock. A menudo reflexionaba mejor cuando estaba entre desconocidos, observando, en vez de hallarse a solas con la otra mujer que arrastraba consigo. De regreso a Guadalmina le había dicho de pronto a Pote Gálvez que se dirigiera a Gibraltar; y tras cruzar la verja fue guiando al gatillero por las estrechas calles hasta que le ordenó estacionar la Cherokee frente a la fachada blanca del pequeño bar inglés donde solía ir en otro tiempo –en otra vida– con Santiago Fisterra. Todo seguía igual allí dentro: las metopas y jarras en. las vigas del techo, las paredes cubiertas con fotos de barcos, grabados históricos y recuerdos marineros. Encargó en la barra una Foster's, la cerveza que siempre bebía Santiago cuando estaban allí, y fue a sentarse, sin probarla, en la mesa de costumbre, junto a la puerta, bajo el cuadrito con la muerte del almirante inglés –ahora ya sabía quién era aquel Nelson y cómo le habían partido la madre en Trafalgar–. La otra Teresa Mendoza rondaba estudiándola de lejos, atenta. A la espera de conclusiones. De una reacción a todo cuanto acababan de contarle, que poco a poco completaba el cuadro general que la explicaba a ella, y a la otra, y también aclaraba al fin todos los acontecimientos que la llevaron hasta ese jalón de su vida. Y ahora sabía incluso mucho más de lo que creyó saber.

He tenido mucho gusto, había sido su respuesta. Eso fue exactamente lo que dijo cuando el hombre de la DEA y el hombre de la embajada terminaron de contarle lo que fueron a contar y se quedaron observándola en espera de una reacción. Ustedes están locos, he tenido mucho gusto, adiós. Los vio irse decepcionados. Tal vez aguardaban comentarios, promesas. Compromisos. Pero su rostro inexpresivo, sus modales indiferentes, les dejaron poca esperanza. Ni modo. Nos manda a chingar a nuestra madre, había dicho en voz baja Héctor Tapia cuando se iban, pero no lo bastante bajo como para que ella no lo oyera. Pese a sus exquisitos modales, el diplomático parecía abatido. Piénselo bien, fue el comentario del otro. Su despedida. Pues no veo, respondió ella cuando ya les cerraban la puerta detrás, qué es lo que tendría que pensar. Sinaloa está muy lejos. Permiso.

Pero seguía allí sentada, en el bar gibraltareño, y pensaba. Recordaba punto por punto, ordenando en su cabeza todo lo dicho por Willy Rangel. La historia de don Epifanio Vargas. La del Güero Dávila. Su propia historia. Fue el antiguo jefe del Güero, había dicho el gringo, el mismo don Epifanio, quien averiguó el asunto de la DEA. Durante su época inicial como propietario de Norteña de Aviación, Vargas había alquilado sus aviones a Southern Air Transport, una tapadera del Gobierno norteamericano para el transporte de armas y cocaína con el que la CIA financiaba la guerrilla de la contra en Nicaragua; y el propio Güero Dávila, que en ese tiempo ya era agente de la DEA, fue uno de los pilotos que descargaban material de guerra en el aeropuerto de Los Llanos, Costa Rica, regresando a Fort Lauderdale, en Florida, con droga del cártel de Medellín. Terminado todo aquello, Epifanio Vargas mantuvo buenas conexiones al otro lado, y así pudo enterarse más tarde de la filtración del funcionario de Aduanas que delató al Güero. Vargas pagó al chivato y durante cierto tiempo se guardó la información sin tomar decisiones. El chaca de la sierra, el antiguo campesino paciente de San Miguel de los Hornos, era de los que no se precipitaban nunca. Estaba casi fuera del negocio directo, sus rumbos eran otros, la actividad farmacéutica que manejaba de lejos iba bien, y las privatizaciones estatales de los últimos tiempos le permitieron blanquear grandes capitales. Mantenía a su familia en un inmenso rancho cercano a El Limón, por el que había cambiado la casa de la colonia Chapultepec de Culiacán, y a su amante, una conocida ex modelo y presentadora de televisión, en una lujosa vivienda de Mazatlán. No veía la necesidad de complicarse con decisiones que podían perjudicarlo sin otro beneficio que la venganza. El Güero trabajaba ahora para el Batman Güemes, y ése no era asunto de Epifanio Vargas.