Sonó el teléfono codificado que llevaba en el bolsillo de los tejanos. La voz de Rizocarpaso informó brevemente, sin adornos ni explicaciones innecesarias. «El padrino de los niños ha pagado el bautizo», dijo. Teresa pidió confirmación, y el otro respondió que no había duda: «Acudió a la fiesta toda la familia. Acaban de confirmarlo en Cádiz». Teresa cortó la comunicación y se metió el celular en el bolsillo. Sentía regresar la náusea. El alcohol ingerido combinaba mal con el ronroneo del motor y el balanceo del barco. Con lo que acababa de escuchar y con lo que iba a ocurrir. Devolvió cuidadosamente la foto a la cartera, apagó el cigarrillo en el cenicero, calculó los tres pasos que la separaban del váter, y tras recorrer con calma esa distancia se arrodilló para vomitar el tequila y el resto de sus lágrimas.
Cuando salió a cubierta, lavada otra vez la cara y abrigada por la chaqueta de agua sobre el jersey de cuello alto, Pote Gálvez aguardaba inmóvil, silueta negra apoyada en la regala.
–¿Dónde está? –preguntó Teresa.
El gatillero tardó en responder. Como si lo pensara. O como si le diera a ella la oportunidad de pensarlo. Abajo –dijo al fin–. En el camarote número cuatro.
Teresa descendió, sujetándose al pasamanos de teca. En el pasillo, Pote Gálvez murmuró con permiso, patrona, adelantándose para abrir la puerta cerrada con llave. Echó un vistazo profesional al interior y después se hizo a un lado para dejarle paso. Teresa entró, seguida por el gatillero, que volvió a cerrar la puerta a su espalda.
–Vigilancia Aduanera –dijo Teresa– ha abordado esta noche el Luz Angelita.
Teo Aljarafe la miraba inexpresivo, como si estuviera lejos y nada de eso tuviera que ver con él. La barba de un día le azuleaba el mentón. Se encontraba tumbado en la litera, vestido con unos arrugados pantalones chinos y un suéter negro, en calcetines. Sus zapatos estaban en el suelo.
–Lo asaltaron trescientas millas al oeste de Gibraltar –prosiguió Teresa–. Hace un par de horas. En este momento lo llevan a Cádiz... Iban siguiéndole la pista desde que zarpó de Cartagena... ¿Sabes de qué barco te hablo, Teo?
–Claro que lo sé.
Él ha tenido tiempo, se dijo ella. Aquí dentro. Tiempo para meditar. Pero ignora dónde se jugó el albur de la sentencia.
–Hay algo que no sabes –explicó Teresa–. El Luz Angelita viene limpio. Lo más ilegal que van a encontrar en él, cuando lo desguacen, serán un par de botellas de whisky que no pagaron impuestos... ¿Comprendes lo que eso significa?
El otro se quedó inmóvil, la boca entreabierta, procesando aquello.
–Un señuelo –dijo al fin.
–Eso mismo. ¿Y sabes por qué no te informé antes de que ese barco era un señuelo?... Porque necesitaba que, cuando pasaras la información a la gente para la que haces de madrina, todos lo creyeran igual que lo creíste tú.
Seguía mirándola del mismo modo, con extrema atención. Dirigió un vistazo fugaz a Pote Gálvez y volvió a mirarla a ella.
–Has hecho otra operación esta noche.
Sigue siendo listo y me alegro, pensó ella. Quiero que entienda por qué. De otro modo sería más fácil, quizás. Pero quiero que lo entienda. Tiene usted una enfermedad incurable. Chale. Un hombre tiene derecho a eso. A que no le mientan sobre su final. Todos mis hombres murieron sabiendo siempre por qué morían.
–Sí. Otra operación de la que tú no te enteraste. Mientras los coyotes de Aduanas se frotaban las manos, abordando el Luz Angelita en busca de una tonelada de coca que nunca embarcó, nuestra gente hacía negocios en otro sitio.
–Muy bien planeado... ¿Desde cuándo lo sabes? Podría negar, pensó de pronto. Podría negarlo todo, protestar indignado, decir que me he vuelto loca. Pero ha pensado lo suficiente desde que Pote lo encerró aquí. Me conoce. Para qué perder el tiempo, pensará. Para qué. –Desde hace mucho. Ese juez de Madrid... Espero que hayas obtenido beneficios de esto. Aunque me gustaría saber que no lo hiciste por dinero.
Teo torció la boca y a ella le gustó aquel temple. Casi lograba sonreír, el bato. Pese a todo. Sólo parpadeaba en exceso. Nunca hasta entonces lo había visto parpadear tanto.
–No lo hice sólo por dinero. –¿Te presionaron?
Otra vez casi apuntó la sonrisa. Pero fue sólo una mueca sarcástica. Con poca esperanza.
–Imagínate. –Comprendo.
–¿De veras comprendes? –Teo analizaba aquella palabra, el ceño fruncido, en busca de augurios sobre su futuro–... Sí, puede ser. Eras tú o era yo.
Tú o yo, repitió Teresa en sus adentros. Pero olvida a los otros: el doctor Ramos, Farid Lataquia, Rizocarpaso... Todos los que confiaron en él y en mí. Gente de la que somos responsables. Docenas de personas fieles. Y un judas.
–Tú o yo –dijo en voz alta. –Exacto.
Pote Gálvez parecía fundido con las sombras de los mamparos, y ellos dos se miraban a los ojos con calma. Una conversación como tantas. De noche. Faltaba música, una copa. Una noche igual que otras.
–¿Por qué no viniste a contármelo?... Podríamos haber dado con una solución.
Teo negó con la cabeza. Se había sentado en el borde de la litera, los calcetines en el piso.
–A veces todo se complica –dijo con sencillez–. Uno se enreda, se rodea de cosas que se vuelven imprescindibles. Me dieron la oportunidad de salirme, conservando lo que tengo... Borrón y cuenta nueva.
–Sí. Creo que también puedo comprender eso. De nuevo. aquella palabra, comprender, pareció traspasar la mente de Teo como una esperanza. La miraba muy atento.
–Puedo contarte lo que quieras saber –dijo–. No habrá necesidad de que me...
–Te interroguen. –Eso es.
–Nadie va a interrogarte, Teo.
Seguía observándola, expectante, sopesando aquellas palabras. Más parpadeo. Un vistazo rápido a Pote Gálvez, de nuevo a ella.
–Muy hábil, lo de esta noche –dijo al fin, con cautela–. Usarme para colocar el señuelo... Ni se me pasó por la imaginación... ¿Era coca?
Tanteo, se dijo ella. Todavía no renuncia a vivir. –Hachís –respondió–. Veinte toneladas.
Teo se quedó pensándolo. De nuevo el intento de sonrisa que no llegaba a cuajarle en la boca.
–Supongo que no es buena señal que me lo cuentes –concluyó.
–No. La neta que no lo es.
Teo ya no parpadeaba. Seguía alerta, en busca de otras señales que sólo él sabía cuáles eran. Sombrío. Y si no lees en mi cara, se dijo ella, o en mi forma de callar lo que me callo, o en la manera en que escucho lo que todavía tienes que decir, es que todo este tiempo junto a mí no te sirvió de nada. Ni las noches ni los días, ni la conversación ni los silencios. Dime entonces adónde mirabas al abrazarme, pinche pendejo. Aunque tal vez resulte que tienes dentro más casta de la que creí. Si es así, te juro que me tranquiliza. Y me alegra. Cuanto más puro hombres sean tú y todos, más me tranquiliza y más me alegra. –Mis hijas –murmuró Teo de pronto.
Parecía comprender al fin, como si hasta entonces hubiese considerado otras posibilidades. Tengo dos hijas, repitió absorto, mirando a Teresa sin mirarla. La débil luz de la lámpara del camarote le hundía mucho las mejillas, dos manchas negras prolongadas hasta las mandíbulas. Ya no parecía un águila española y arrogante. Teresa observó el rostro impasible de Pote Gálvez. Tiempo atrás, ella había leído una historia de samuráis: cuando se hacían el harakiri, un compañero los remataba para que no perdieran la compostura. Los párpados ligeramente entornados del gatillero, pendiente de los gestos de su patrona, reforzaban esa asociación. Y es una lástima, se dijo Teresa. La compostura. Teo estaba aguantando bien, y me habría gustado verlo así hasta el final. Recordarlo de ese modo cuando no tenga otra que recordar, si es que yo misma sigo viva.
–Mis hijas –le oyó repetir.
Sonaba apagado, con ligero temblor. Como si de repente su voz tuviera frío. Extraviados los ojos en un lugar indefinido. Ojos de un hombre que ya estaba lejos, muerto. Carne muerta. Ella la conoció tensa, dura. Había disfrutado con ella. Ahora era carne muerta.