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Siguió viendo caer la lluvia tras los cristales. Culiacán. La noche de su llegada, cuando abordaba a pie de escalerilla el convoy de militares y federales que aguardaba en la pista, Teresa había descubierto a la derecha la antigua torre amarilla del viejo aeropuerto, aún con docenas de Cessnas y Piper estacionadas, y a la izquierda las nuevas instalaciones en construcción. La Suburban donde se instaló con Pote Gálvez era blindada, con cristales ahumados. Dentro iban sólo ella, Pote y el chófer, que llevaba una radio encendida en frecuencia policial en el salpicadero. Había luces azules y rojas, guachos con cascos de combate, federales de paisano y de gris oscuro armados hasta los dientes en la parte trasera de las trocas y en las portezuelas abiertas de las Suburban, gorras de béisbol, ponchos relucientes de lluvia, ametralladoras montadas apuntando a todas partes, antenas de radio que oscilaban al tomar las curvas a toda velocidad entre el bramido de las sirenas. Chale. Quién hubiera pensado, decía la cara de Pote Gálvez, que íbamos a volver de esta manera. Así recorrieron el bulevar Zapata, girando en el Libramiento Norte a la altura de la gasolinera El Valle. Luego vino el malecón, con los álamos y los grandes sauces que prolongaban la lluvia hasta el suelo, las luces de la ciudad, los rincones familiares, el puente, el cauce oscuro del río Tamazula, la colonia Chapultepec. Teresa había creído que sentiría algo especial en el corazón al estar de nuevo allí; pero lo cierto, descubrió, era que no se daba gran diferencia de un lugar a otro. No sentía emoción, ni miedo. Durante todo el trayecto, ella y Pote Gálvez se observaron muchas veces. Al fin Teresa preguntó qué tienes en la cabeza, Pinto; y el gatillero tardó un poquito en responder, mirando hacia afuera, el bigote como un brochazo oscuro en la cara y las salpicaduras de agua de la ventanilla moteándole más la cara cuando pasaban ante focos de luz. Pos fíjese que nada especial, patrona, repuso al fin. Sólo se me hace raro. Lo dijo sin entonaciones, inexpresivo el rostro aindiado y norteño. Sentado muy formal a su lado en el cuero de la Suburban, con las manos cruzadas sobre la barriga. Y por primera vez desde aquel sótano lejano de Nueva Andalucía, a Teresa le pareció indefenso. No le dejaban llevar armas, aunque estaba previsto que sí habría dentro de la casa para protección personal de ambos, aparte los federales del jardín y los guachos que rodeaban el perímetro de la finca, en la calle. De vez en cuando el gatillero se volvía a mirar por la ventanilla, reconociendo este o aquel lugar con un vistazo. Sin abrir la boca. Tan callado como cuando, antes de dejar Marbella, ella lo hizo sentarse enfrente y le explicó a qué venía. A qué venían. No a ponerle el dedo a nadie, sino a pasarle cuenta bien pesada a un hijo de su pinche madre. Sólo a él y nada más. Pote estuvo un rato pensándolo. Y dime de verdad qué opinas, exigió ella. Necesito saberlo antes de permitir que me acompañes de regreso allá. Pos fíjese que yo no opino, fue la respuesta. Y se lo digo, o mejor no digo lo que no digo, con todo respeto. A lo mejor hasta tengo mis sentimientos, patrona. Pa' qué le digo que no, si sí. Pero lo que yo tenga o deje de tener es cosa mía. No, pues. A usted le parece bien hacer tal o cual cosa, la hace y es la de ahí. Usted nomás decide ir, y yo pos ni modo. La acompaño.

Se apartó de la ventana y fue hasta la mesa en busca de un cigarrillo. El paquete de Faros seguía junto a la Sig Sauer y los tres cargadores llenos de parque 9 parabellum. Al principio Teresa no estaba familiarizada con aquella pistola, y Pote Gálvez pasó una mañana enseñándole a desmontarla y volverla a montar con los ojos cerrados. Si vienen de noche y a usted se le embala la escuadra, patrona, mejor que pueda arreglárselas sin prender la luz. Ahora el gatillero se acercó con un fósforo encendido, inclinó breve la cabeza cuando ella dio las gracias, y después fue al sitio que Teresa había ocupado junto la ventana, a echar un vistazo afuera.

–Todo está en orden –dijo ella, exhalando el humo.

Era un placer echarse faritos después de tantos años. El gatillero encogió los hombros, dando a entender que, respecto a lo del orden, en Culiacán la palabra resultaba relativa. Después fue al pasillo y Teresa lo oyó hablar con uno de los federales que estaban en la casa. Tres dentro, seis en el jardín, veinte guachos en el perímetro exterior, relevándose cada doce horas, manteniendo lejos a los curiosos, a los periodistas y a los malandrines que a esas horas sin duda rondaban ya en espera de una oportunidad. Me pregunto, calculó en sus adentros, cuánto ofrecerá por mi cuero el diputado y candidato a senador por Sinaloa don Epifanio Vargas.

–¿Cuánto crees que valdremos, Pinto?

Había aparecido otra vez en la puerta, con aquel aspecto de oso torpe de cuando temía hacerse notar demasiado. Tranquilo en apariencia, como de costumbre. Pero ella observó que, tras los párpados entornados, sus ojos oscuros y suspicaces no paraban de medirle el agua a los tamales.

A mí me bajan gratis, patrona... Pero usted se ha vuelto bocado grande. Nadie andaría en esta quema por menos de un madral.

–¿Serán los mismos escoltas o vendrán de fuera?

Resopló el otro, arrugando el bigote y la frente. –Me late que de fuera –dijo–. Los narcos y los policías son iguales pero no siempre, aunque a veces sí... ¿Me comprende?

–Más o menos.

–Ésa es la neta. Y de los guachos, el coronel se me hace mero mero. Buena onda... De los que truenan nomás sus chicharrones.

Ahí veremos, ¿no?

–Pos fíjese que estaría requetebién padre, mi doña. Verlo de una vez, y pelarnos.

Teresa sonrió al oír aquello. Comprendía al gatillero. La espera siempre resultaba peor que la bronca, por pesada que ésta fuese. De cualquier manera, ella había adoptado medidas adicionales. Preventivas. No era una chava inexperta, tenía medios y conocía a sus clásicos. El viaje a Culiacán estaba precedido de una campaña de información en los niveles adecuados, incluida la prensa local. Sólo Vargas, era el lema. Ni madrineo, ni dedo, ni pitazos: asunto personal en plan duelo en la barranca, y el resto a disfrutar del espectáculo. A salvo. Ni un nombre más, ni una fecha. Nada. Sólo don Epifanio, ella y el fantasma del Güero Dávila quemándose en el Espinazo del Diablo doce años atrás. No se trataba de una delación, sino de una venganza limitada y personal; eso podía entenderse muy bien en Sinaloa, donde lo primero estaba mal visto y lo segundo era norma al uso y abastecimiento habitual de panteones. Aquél había sido el pacto en el hotel Puente Romano, y el Gobierno de México estuvo de acuerdo. Hasta los gringos, aunque a regañadientes, lo estuvieron. Un testimonio concreto y un nombre concreto. Ni siquiera César Batman Güemes o los demás chacas que en otro tiempo fueron próximos a Epifanio Vargas debían sentirse amenazados. Eso, era de esperar, habría tranquilizado bastante al Batman y a los otros. También aumentaba las posibilidades de supervivencia de Teresa y reducía los frentes a cubrir. A fin de cuentas, en el tiburoneo del dinero y la narcopolítica sinaloense, don Epifanio había sido o era un aliado, un prócer local; pero también un competidor y, tarde o temprano, un enemigo. A muchos les iría de perlas que alguien lo sacara de escena a tan bajo precio.

Sonó el teléfono. Fue Pote Gálvez quien agarró el auricular, y después se quedó mirando a Teresa como si al otro lado de la línea hubiesen pronunciado el nombre de un espectro. Pero ella no se sorprendió en absoluto. Llevaba cuatro días esperando esa llamada. Y ya se tardaba.