Выбрать главу

– Ya.

– La autopsia reveló que la sometieron a un maltrato sumamente brutal, y los daños que presentaba eran similares a los que tendría alguien que hubiera sido golpeado con un bate de béisbol o algo parecido. Pero las lesiones resultaban ambiguas y el forense no pudo determinar qué tipo de herramienta es el que se podría haber usado. La verdad es que Blomkvist hizo una observación bastante aguda: los daños sufridos por Irina Petrova se podrían haber infligido perfectamente con las manos…

– ¿Niedermann?

– Es una suposición razonable. Pero seguimos sin tener pruebas.

– ¿Y por dónde vamos a continuar? -preguntó Spångberg.

– Debo hablar con Bublanski, pero el siguiente paso lógico sería interrogar a Zalachenko. Por lo que a nosotros respecta, nos interesa averiguar qué sabe él sobre los asesinatos de Estocolmo, aunque imagino que, en vuestro caso, se trata de coger a Niedermann.

Uno de los inspectores de delitos violentos de Gotemburgo levantó un dedo.

– ¿Puedo preguntar… qué es lo que se ha encontrado en esa granja de Gosseberga?

– Muy poca cosa. Hemos dado con cuatro armas de fuego: una Sig Sauer que estaba desmontada y a medio engrasar en la mesa de la cocina; una P-83 Wanad polaca en el suelo, junto al banco de la cocina; una Colt 1911 Government, la pistola que Blomkvist le intentó entregar a Paulsson, y, por último, una Browning del calibre 22, un arma que, dentro de ese conjunto, habrá que considerar más bien como una pistola de juguete. Sospechamos que se trata del arma con la que dispararon a Lisbeth Salander, ya que ella sigue viva con una bala en el cerebro.

– ¿Algo más?

– Hemos confiscado una bolsa con unas doscientas mil coronas. Estaba en la planta superior, en una habitación utilizada por Niedermann.

– ¿Y estáis seguros de que se trata de su cuarto?

– Bueno, la ropa que había era de la talla XXL. La de Zalachenko será la M, como mucho.

– ¿Hay algo que vincule a Zalachenko con alguna actividad delictiva? -preguntó Jerker Holmberg.

Erlander negó con la cabeza.

– Eso depende, claro está, de cómo interpretemos la ley de armas de fuego. Pero aparte de las armas y del hecho de que Zalachenko tuviera instalado un sofisticadísimo sistema de vigilancia con cámaras por toda la zona, no hemos encontrado nada que diferenciase a la granja de Gosseberga de la casa de cualquier campesino de los alrededores. Es una casa decorada de modo muy espartano.

Poco antes de las doce, un policía uniformado llamó a la puerta y le entregó un papel a la jefa adjunta de la policía de la región, Monica Spångberg. Ella levantó un dedo.

– Me comunican que una persona ha desaparecido en Alingsås: Anita Kaspersson, veintisiete años de edad y auxiliar dental. Salió de su domicilio a las 7.30 horas de la mañana. Dejó a su hijo en una guardería y se supone que tenía que haber llegado a su lugar de trabajo antes de las ocho. Pero no lo ha hecho. Trabaja en la consulta de un dentista particular, a unos ciento cincuenta metros del lugar donde se encontró el coche patrulla robado.

Erlander y Sonja Modig consultaron sus relojes al mismo tiempo.

– Pues nos lleva cuatro horas de ventaja. ¿Qué coche es?

– Un Renault azul oscuro de 1991. Aquí está la matrícula.

– Lanza inmediatamente una orden nacional de búsqueda del coche. A estas alturas puede encontrarse en cualquier lugar situado entre Oslo, Malmö y Estocolmo.

Tras unos cuantos comentarios más, dieron por concluida la reunión con la decisión de que Sonja Modig y Marcus Erlander fueran juntos a interrogar a Zalachenko.

Henry Cortez frunció el ceño y siguió a Erika Berger con la mirada cuando ésta salió de su despacho y desapareció rumbo a la cocina. Apareció al cabo de un rato con un mug de café y se metió de nuevo en el despacho. Cerró la puerta.

Henry Cortez no acababa de ver claro qué era lo que le pasaba a Erika. Millennium era un pequeño lugar de trabajo de esos donde los colaboradores llegan a establecer una relación bastante estrecha. Llevaba cuatro años trabajando a tiempo parcial en la revista y durante ese tiempo había sido testigo de unas tremendas tormentas, en particular durante ese período en el que Mikael Blomkvist cumplió tres meses de cárcel por difamación y la revista estuvo a punto de irse a pique. También vivió los asesinatos del colaborador Dag Svensson y de su novia, Mia Bergman.

Durante todas esas tormentas, Erika Berger había sido una roca a la que nada parecía poder alterar. No le extrañaba lo más mínimo que esa misma mañana ella lo hubiera llamado y despertado muy temprano -al igual que a Lottie Karim- para que se pusiera a trabajar. El asunto Salander había estallado y Mikael Blomkvist se había visto envuelto de repente en el asesinato de un policía en Gotemburgo. Hasta ahí todo estaba claro. Lottie Karim se había instalado en la jefatura de policía para intentar conseguir alguna información que mereciera la pena. Henry se había pasado la mañana haciendo llamadas telefónicas para ver si podía ensamblar las piezas del puzle de lo acaecido esa noche. Blomkvist no contestó al móvil, pero gracias a toda una serie de diversas fuentes, ahora Henry tenía una imagen bastante clara de lo sucedido.

Erika Berger, sin embargo, había estado ausente en espíritu durante toda la mañana. Era muy raro que ella cerrara la puerta de su despacho; eso sólo ocurría, casi exclusivamente, cuando recibía visitas o cuando se ponía a trabajar de lleno en algún tema. Esa mañana no había tenido ninguna visita y no se encontraba trabajando en nada. Las veces que Henry llamó a su puerta para ponerla al corriente de las novedades la halló sentada en una silla, junto a la ventana, sumida en sus pensamientos y contemplando, aparentemente sin ganas, el río de gente que pasaba por Götgatan. No prestaba atención a lo que Henry le decía. Le pasaba algo.

El timbre de la puerta interrumpió sus reflexiones. Fue a abrir y se topó con Annika Giannini. Henry Cortez había visto a la hermana de Mikael Blomkvist en varias ocasiones, pero no la conocía muy bien.

– Hola, Annika -dijo-. Mikael no está aquí hoy.

– Ya lo sé. Venía a ver a Erika.

Desde su silla, situada junto a la ventana, Erika Berger levantó la vista y volvió en sí en cuanto Henry dejó pasar a Annika.

– Hola -dijo-. Mikael no está aquí hoy.

Annika sonrió.

– Ya lo sé. Me he acercado para ver el informe de Björck. Micke me ha pedido que le eche un vistazo por si represento a Salander.

Erika asintió. Se levantó y cogió una carpeta de su mesa de trabajo.

Cuando ya estaba a punto de irse, Annika dudó un instante. Luego cambió de opinión y se sentó frente a Erika.

– Bueno, ¿y a ti qué te pasa?

– Voy a dejar Millennium. Y no he sido capaz de contárselo a Mikael. Él ha estado tan liado con toda esa historia de Salander que nunca he visto el momento, y no puedo contárselo a los demás hasta que no se lo haya dicho a él. Y me siento fatal.

Annika Giannini se mordió el labio inferior.

– Y ahora me lo estás contando a mí. ¿Qué vas a hacer?

– Voy a ser redactora jefe del Svenska Morgon-Posten.

– ¡Vaya! Pues en ese caso, creo que lo mejor es que te felicite y que nos olvidemos de las lágrimas y las lamentaciones.

– Ya, pero no pensaba terminar mis días en Millennium de esta manera, en medio de este maldito caos. La oferta apareció como un relámpago en medio de un cielo claro y no puedo decir que no. Es una oportunidad única. Me lo propusieron justo antes de que mataran a Dag y a Mia, pero con el jaleo que ha habido aquí desde entonces se lo he ocultado a todo el mundo. Y ahora tengo unos remordimientos que no veas.

– Entiendo. Y además te da miedo contárselo a Micke.

– Todavía no se lo he dicho a nadie. Creía que no iba a empezar en el SMP hasta después del verano y que ya habría tiempo de contarlo. Pero ahora quieren que empiece cuanto antes.