Lisbeth Salander percibió un aroma de almendras y etanol. Era como si tuviera alcohol en la boca; intentó tragar y sintió que su lengua estaba dormida y paralizada. Quiso abrir los ojos pero no pudo. A lo lejos, oyó una voz que parecía dirigirse a ella, aunque no fue capaz de discernir las palabras. Algo después, la percibió clara y nítidamente:
– Creo que se está despertando.
Notó que alguien le tocaba la frente e intentó apartar la intrusa mano con un movimiento de brazo. En ese mismo instante, experimentó un intenso dolor en el hombro izquierdo. Se relajó.
– ¿Me oyes?
Lárgate.
– ¿Puedes abrir los ojos?
¿Quién es este idiota de mierda que me da la lata?
Finalmente abrió los ojos. Al principio sólo vio extraños puntos de luz que acabaron por materializarse en una figura en medio de su campo de visión. Intentó enfocar la mirada pero la figura no hacía más que apartarse. Era como si hubiese cogido una cogorza de tres pares de narices y como si la cama no parara de inclinarse hacia atrás.
– Strstlln -pronunció.
– ¿Qué has dicho?
– Diota -dijo.
– Eso suena mejor. ¿Puedes volver a abrir los ojos?
Lo que abrió fueron dos finas ranuras. Vio una cara extraña y memorizó cada detalle. Un hombre rubio con unos ojos intensamente azules y un anguloso y torcido rostro.
– Hola. Me llamo Anders Jonasson. Soy médico. Estás en el hospital. Te han herido y te estás despertando de una operación. ¿Sabes cómo te llamas?
– Pschalandr -dijo Lisbeth Salander.
– De acuerdo. ¿Me puedes hacer un favor? ¿Podrías contar hasta diez?
– Uno, dos, cuatro… no… tres, cuatro, cinco, seis…
Luego volvió a dormirse.
Sin embargo, el doctor Anders Jonasson se quedó contento con la respuesta obtenida. Ella había dicho su nombre y empezado a contar. Eso indicaba que seguía teniendo relativamente intactas sus facultades intelectuales y que no se iba a despertar convertida en un vegetal. Apuntó la hora en la que despertó: 21.06, más de dieciséis horas después de la operación. Él había dormido gran parte del día y volvió a Sahlgrenska sobre las siete de la tarde. En realidad era su día libre, pero tenía papeleo atrasado.
Y no había podido resistir la tentación de pasar por la UVI y echarle un vistazo a la paciente en cuyo cerebro había hurgado esa misma madrugada.
– Dejadla dormir un poco más, pero controlad bien su electro. Temo que puedan aparecer inflamaciones o hemorragias en el cerebro. Pareció tener un dolor agudo en el hombro cuando intentó mover el brazo. Si se despierta, suministradle dos miligramos de morfina cada hora.
Una extraña euforia lo invadió cuando salió por la puerta principal del hospital de Sahlgrenska.
Faltaba poco para las dos de la mañana cuando Lisbeth Salander volvió a despertarse. Abrió lentamente los ojos y vio un haz de luz proveniente del techo. Unos minutos después, volvió la cabeza y se percató de que llevaba un collarín. Tenía un impreciso pero fastidioso dolor de cabeza y, al intentar mover el cuerpo, experimentó un intenso dolor en el hombro. Cerró los ojos.
Hospital, pensó. ¿Qué hago aquí?
Se sentía extremadamente agotada.
Al principio le costó concentrarse. Luego una serie de imágenes sueltas volvió a acudir a su memoria.
Durante unos cuantos segundos fue presa del pánico, cuando afluyó a su mente un torrente de fragmentos de recuerdos en los que se vio escarbando para salir de la tumba. Luego apretó con fuerza los dientes y se concentró en la respiración.
Constató que estaba viva. No sabía muy bien si eso era bueno o malo.
Lisbeth Salander no se acordaba con exactitud de lo sucedido, pero en su memoria guardaba un difuso mosaico de imágenes del leñero y de cómo, llena de rabia, levantó un hacha en el aire y se la hundió a su padre en toda la cara. Zalachenko. Ignoraba si estaba vivo o muerto.
No conseguía recordar qué había ocurrido con Niedermann. Tenía la vaga sensación de haberse sorprendido al verlo salir corriendo como si temiera por su vida, pero no entendía por qué.
De pronto, recordó que había visto a Kalle Blomkvist de los Cojones. No estaba segura de si había soñado todo eso o no, pero se acordaba de una cocina -sería la de Gosseberga- y de que le había parecido que fue él quien se acercó a ella. Habrá sido una alucinación.
Los acontecimientos de Gosseberga se le antojaron ya muy lejanos o, tal vez, un absurdo sueño. Se concentró en el presente.
Estaba herida. No hacía falta que nadie se lo contara. Levantó la mano derecha y se palpó la cabeza. Estaba llena de vendas. Y de repente recordó. Niedermann. Zalachenko. El puto viejo también llevaba un arma. Una Browning del calibre 22, que, comparada con todas las demás pistolas, había que considerar bastante inofensiva. Por eso estaba viva.
Me disparó en la cabeza. Pude meter el dedo en el agujero de entrada y tocar mi cerebro.
La sorprendía estar viva. Constató que se sentía extrañamente despreocupada y que, en realidad, le daba igual. Si la muerte era ese negro vacío del que acababa de despertarse, entonces no había nada de lo que preocuparse. Nunca notaría la diferencia.
Con esa esotérica reflexión cerró los ojos para volver a dormirse.
Sólo llevaba un par de minutos adormilada cuando percibió unos movimientos y entreabrió ligeramente los párpados. Vio cómo una enfermera de uniforme blanco se inclinaba sobre ella. Cerró los ojos y se hizo la dormida.
– Me parece que estás despierta -dijo la enfermera.
– Mmm -murmuró Lisbeth Salander.
– Hola, me llamo Marianne. ¿Entiendes lo que te digo?
Lisbeth intentó asentir, pero se dio cuenta de que su cabeza estaba inmovilizada por el collarín.
– No, no intentes moverte. No tengas miedo. Te han herido y te han operado.
– ¿Me puedes dar agua?
Marianne se la dio con ayuda de una pajita. Mientras bebía, Lisbeth Salander se percató de que una persona más había aparecido a su izquierda.
– Hola, Lisbeth. ¿Me oyes?
– Mmm -contestó Lisbeth.
– Soy la doctora Helena Endrin. ¿Sabes dónde estás?
– Hospital.
– Estás en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo. Te han operado y estás en la UVI.
– Mmm.
– No tengas miedo.
– Me han disparado en la cabeza.
La doctora Endrin dudó un instante.
– Correcto. ¿Recuerdas lo que ocurrió?
– El puto viejo tenía una pistola.
– Eh… sí, eso es.
– Calibre 22.
– ¿Ah, sí? No lo sabía.
– ¿Estoy muy mal?
– Tu pronóstico es bueno. Has estado bastante mal, pero creemos que tienes muchas posibilidades de recuperarte del todo.
Lisbeth ponderó la información. Luego fijó a la doctora Endrin con la mirada: la veía borrosa.
– ¿Qué ha pasado con Zalachenko?
– ¿Con quién?
– Con ese puto viejo. ¿Está vivo?
– ¿Te refieres a Karl Axel Bodin?
– No. Me refiero a Alexander Zalachenko. Ese es su verdadero nombre.
– Eso ya no lo sé. Pero el hombre mayor que entró al mismo tiempo que tú está malherido, aunque fuera de peligro.
El corazón de Lisbeth se hundió ligeramente. Sopesó las palabras del médico.
– ¿Dónde está?
– En la habitación de al lado. Pero no te preocupes por él; preocúpate sólo de curarte tú.
Lisbeth cerró los ojos. Por un instante, pensó si tendría fuerzas para levantarse de la cama, buscar algo que le sirviera de arma y terminar lo que había empezado. Luego descartó esa idea. Apenas le quedaba energía para mantener abiertos los párpados. En otras palabras: había fracasado en su resolución de matar a Zalachenko. Se me va a escapar de nuevo.
– Quiero examinarte un momento. Después te dejaré dormir -dijo la doctora Endrin.