– Entiendo.
– Bien. Busca a Benny K. Necesito hablar con él. Si es que sigue con vida… Y luego vamos a buscar a Ronald Niedermann. Quiero que cada uno de los contactos que tenemos en los clubes de toda Escandinavia mantenga los ojos bien abiertos. Quiero la cabeza de ese cabrón en una bandeja. Lo más probable es que esté usando el Saab de Göransson. Averigua el número de la matrícula.
Cuando Lisbeth Salander se despertó eran las dos de la tarde del sábado y un médico la estaba toqueteando.
– Buenos días -dijo-. Me llamo Benny Svantesson y soy médico. ¿Te duele?
– Sí -contestó Lisbeth Salander.
– Dentro de un rato te daremos un analgésico. Pero primero quiero examinarte.
Se sentó en la cama y empezó a presionar, palpar y manosear su maltrecho cuerpo. Antes de que terminara, Lisbeth ya se había irritado sobremanera, pero se encontraba demasiado agotada como para iniciar su estancia en el Sahlgrenska con una discusión, de modo que decidió que era mejor callarse.
– ¿Cómo estoy? -preguntó ella.
– Saldrás de ésta -dijo el médico mientras tomaba unas notas antes de ponerse de pie.
Un comentario que resultaba poco clarificador.
En cuanto el médico se fue, se presentó una enfermera y ayudó a Lisbeth con una cuña. Luego la dejaron dormir de nuevo.
Alexander Zalachenko, alias Karl Axel Bodin, tomó un almuerzo compuesto tan sólo por alimentos líquidos. Incluso los pequeños movimientos de sus músculos faciales le causaban enormes dolores en la mandíbula y en los malares, así que masticar ni siquiera se le pasó por la cabeza. Durante la operación de la noche anterior le habían colocado dos tornillos de titanio en el hueso de la mandíbula.
Sin embargo, el dolor no le parecía tan fuerte como para no poder aguantarlo. Zalachenko estaba acostumbrado al dolor. Nada era comparable al que sufrió durante semanas y meses, quince años antes, tras haber ardido como una antorcha en aquel coche de Lundagatan. La atención médica que recibió con posterioridad se le antojó un inigualable e interminable maratón de tormentos.
Los médicos concluyeron que, con toda probabilidad, se hallaba fuera de peligro, pero que, considerando su edad y la gravedad de sus heridas, lo mejor sería que permaneciera en la UVI un par de días.
El sábado recibió cuatro visitas.
El inspector Erlander se presentó alrededor de las diez. Esta vez Erlander había dejado en casa a la siesa de Sonja Modig y, en su lugar, lo acompañaba el inspector Jerker Holmberg, bastante más simpático. Hicieron más o menos las mismas preguntas sobre Ronald Niedermann que la noche anterior. Ya tenía su historia preparada y no cometió ningún error. Cuando empezaron a bombardearlo con preguntas sobre su posible implicación en el trafficking y en otras actividades delictivas, volvió a negar que tuviera algún conocimiento de ello: él no era más que un minusválido que cobraba una pensión por enfermedad y no sabía de qué le estaban hablando. Le echó toda la culpa a Ronald Niedermann y se ofreció a colaborar en lo que fuera preciso para localizar a ese asesino de policías que se había dado a la fuga.
Por desgracia, en la práctica no había gran cosa que él pudiera hacer. No tenía ni idea de los círculos en los que Niedermann se movía ni tampoco a quién le podría pedir cobijo.
Sobre las once recibió la breve visita de un representante de la fiscalía que le comunicó formalmente que era sospechoso de haber participado en graves malos tratos o, en su defecto, del intento de asesinato de Lisbeth Salander. Zalachenko contestó explicando con mucha paciencia que él no era más que una víctima y que, en realidad, era Lisbeth Salander la que había intentado matarlo a él. El Ministerio Fiscal le ofreció asistencia jurídica poniendo a su disposición un abogado defensor público. Zalachenko dijo que se lo pensaría.
Algo que no tenía ninguna intención de hacer. Ya contaba con un abogado; la primera gestión de esa mañana había sido llamarlo para pedirle que viniera cuanto antes. Por lo tanto, la tercera visita fue la de Martin Thomasson. Entró con paso tranquilo y aire despreocupado, se pasó la mano por su abundante pelo rubio, se ajustó las gafas y le tendió la mano a su cliente. Estaba algo rellenito y resultaba sumamente encantador. Era cierto que se sospechaba de él que había trabajado para la mafia yugoslava -algo que todavía seguía siendo objeto de investigación-, pero también tenía fama de ganar todos los juicios.
Cinco años antes, un conocido con el que había hecho negocios le recomendó a Thomasson cuando a Zalachenko le surgió la necesidad de reestructurar ciertos fondos vinculados a una pequeña empresa financiera que poseía en Lichtenstein. No se trataba de desorbitadas sumas, pero Thomasson llevó el asunto con mucha maña y Zalachenko se ahorró los impuestos. Luego, Zalachenko contrató al abogado en un par de ocasiones más. Thomasson sabía perfectamente que el dinero provenía de actividades delictivas, algo que no parecía preocuparle lo más mínimo. Al final, Zalachenko decidió que toda su actividad se reestructurara en una nueva empresa cuyos propietarios serían él mismo y Niedermann. Acudió a Thomasson y le propuso formar parte -en la sombra- como tercer socio y encargarse de la parte financiera. Thomasson lo aceptó sin más.
– Bueno, señor Bodin, esto no tiene muy buen aspecto.
– He sido objeto de graves malos tratos y de un intento de asesinato -dijo Zalachenko.
– Ya lo veo… Una tal Lisbeth Salander, si no estoy mal informado.
Zalachenko bajó la voz.
– Como ya sabrás, Niedermann, nuestro socio, se ha metido en un lío.
– Eso tengo entendido.
– La policía sospecha que yo estoy implicado en el asunto…
– Algo que no es verdad, por supuesto. Tú eres una víctima y es importante que nos aseguremos enseguida de que ésa sea la imagen que se difunda en los medios de comunicación. La señorita Salander no tiene, como ya sabemos, muy buena prensa… Yo me ocupo de eso.
– Gracias.
– Pero, ya que estamos, déjame que te diga que no soy un abogado penal. Vas a necesitar la ayuda de un especialista. Te buscaré un abogado de confianza.
La cuarta visita del día llegó a las once de la noche del sábado y consiguió pasar el control de las enfermeras mostrando su identificación e indicando que se trataba de un asunto urgente. Lo condujeron hasta la habitación de Zalachenko. El paciente seguía despierto y sumido en sus pensamientos.
– Mi nombre es Jonas Sandberg -dijo, extendiendo una mano que Zalachenko ignoró.
Era un hombre de unos treinta y cinco años. Tenía el pelo de color arena y vestía ropa de sport: vaqueros, camisa a cuadros y una cazadora de cuero. Zalachenko lo contempló en silencio durante quince segundos.
– Ya me empezaba a preguntar cuándo aparecería alguno de vosotros.
– Trabajo en la policía de seguridad de la Dirección General de la Policía -dijo Jonas Sandberg, mostrándole su placa: DGP/Seg.
– No creo -contestó Zalachenko.
– ¿Perdón?
– Puede que seas un empleado de la Säpo, pero dudo mucho que trabajes para ellos.
Jonas Sandberg permaneció callado un momento y miró a su alrededor. Acercó la silla a la cama.
– He venido a estas horas de la noche para no llamar la atención. Hemos estado hablando sobre cómo le podríamos ayudar, y de alguna manera debemos tener claros los pasos que vamos a dar. Estoy aquí simplemente para escuchar la versión que usted tiene de los hechos e intentar comprender sus intenciones para empezar a diseñar una estrategia conjunta.
– ¿Y cómo te imaginas tú esa estrategia?
Jonas Sandberg contempló pensativo al hombre de la cama. Al final hizo un resignado gesto de manos.
– Señor Zalachenko… me temo que hay un proceso en marcha cuyos daños resultan difíciles de calcular. Hemos hablado de la situación. La tumba de Gosseberga y el hecho de que Salander acabara con tres tiros resulta difícil de explicar. Pero no lo demos todo por perdido. El conflicto entre usted y su hija podría explicar su miedo hacia ella y la razón que lo llevó a tomar unas medidas tan drásticas. Pero mucho me temo que va a tener que pasar algún tiempo en la cárcel.