De repente, Zalachenko se sintió de muy buen humor; hasta se habría echado a reír si no hubiese resultado imposible teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba. Todo se quedó en un ligero temblor de labios; cualquier otra cosa le causaba un dolor demasiado intenso.
– ¿Así que ésa es nuestra estrategia conjunta?
– Señor Zalachenko: usted conoce a la perfección lo que significa el concepto «control de daños colaterales». Es necesario que lleguemos a un acuerdo conjunto. Vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para proporcionarle asistencia jurídica y lo que precise, pero necesitamos su colaboración y ciertas garantías.
– Yo te daré una garantía. Os vais a asegurar de que todo esto desaparezca -dijo, haciendo un gesto con la mano-. Niedermann es el chivo expiatorio, y os garantizo que nunca lo encontrarán.
– Hay pruebas técnicas que…
– A la mierda con las pruebas técnicas. Se trata de ver cómo se lleva a cabo la investigación y cómo se presentan los hechos. Mi garantía es la siguiente: si no hacéis desaparecer todo esto, convocaré a los medios de comunicación a una rueda de prensa. Me acuerdo de los nombres, las fechas y los acontecimientos. No creo que haga falta que te recuerde quién soy.
– No lo entiende…
– Lo entiendo a la perfección. Tú eres el chico de los recados, ¿no? Pues comunícale a tu jefe lo que te acabo de decir. Él lo entenderá. Dile que tengo copias de… de todo. Os puedo hundir.
– Hay que intentar llegar a un acuerdo.
– No hay más que hablar. Lárgate de aquí inmediatamente. Y diles que la próxima vez manden a un adulto.
Zalachenko volvió la cabeza hasta que perdió el contacto visual con su visita. Jonas Sandberg lo contempló un instante. Luego se encogió de hombros y se levantó. Casi había llegado a la puerta cuando volvió a oír la voz de Zalachenko.
– Otra cosa.
Sandberg se dio la vuelta.
– Salander.
– ¿Qué pasa con ella?
– Debe desaparecer.
– ¿Qué quiere usted decir?
Por un segundo, Sandberg pareció tan preocupado que a Zalachenko no le quedó más remedio que sonreír a pesar de que un fuerte dolor le recorrió la mandíbula.
– Ya sé que unas nenazas como vosotros sois demasiado blandengues para matarla y que tampoco disponéis de recursos para llevar a cabo una operación así. ¿Quién lo iba a hacer?… ¿Tú? Pero tiene que desaparecer. Su testimonio ha de ser invalidado. Debe ingresar en alguna institución de por vida.
Lisbeth Salander percibió unos pasos en el pasillo. Era la primera vez que los oía y no sabía que pertenecían a Jonas Sandberg.
No obstante, su puerta llevaba toda la noche abierta porque las enfermeras venían a verla aproximadamente cada diez minutos. Lo había oído llegar y explicarle a una enfermera que tenía que ver a Karl Axel Bodin para tratar un asunto urgente. Lo oyó identificarse, pero él no pronunció ninguna palabra que diera pista alguna sobre su nombre o su identidad.
La enfermera le pidió que esperara mientras entraba y miraba si el señor Karl Axel Bodin se encontraba despierto. Lisbeth Salander sacó la conclusión de que la identificación debía de haber sido convincente.
Constató que la enfermera se fue hacia la izquierda del pasillo, que necesitó dar diecisiete pasos para llegar a su destino y que, a continuación, al visitante le fueron necesarios catorce para recorrer el mismo trayecto. Le salió una media de quince pasos y medio. Estimó una longitud de unos sesenta centímetros por cada paso, que, multiplicados por quince y medio, dieron como resultado que Zalachenko se encontraba en una habitación situada a novecientos treinta centímetros a la izquierda del pasillo. Vale, digamos que algo más de diez metros. Calculó que la anchura de su cuarto era de unos cinco metros, lo cual significaba que Zalachenko se hallaba a dos habitaciones de ella.
Según las cifras verdes del reloj digital de la mesilla, la visita duró casi nueve minutos.
Zalachenko permaneció despierto mucho tiempo después de que Jonas Sandberg lo dejara. Suponía que ése no era su verdadero nombre, ya que, según su propia experiencia, los espías aficionados suecos tenían una especial fijación por emplear nombres falsos, aunque eso no fuese en absoluto necesario. En cualquier caso, Jonas (o como diablos se llamara) constituía el primer indicio de que la Sección había advertido su situación; considerando toda la atención mediática recibida, resultaba difícil no hacerlo. Sin embargo, la visita también confirmaba que la situación les producía cierta inquietud. Un sentimiento que, sin duda, hacían muy bien en tener.
Sopesó los pros y los contras, hizo una lista de posibilidades y rechazó varias propuestas. Era plenamente consciente de que todo se había ido al garete. En un mundo ideal, él ahora estaría en su casa de Gosseberga, Ronald Niedermann a salvo en el extranjero y Lisbeth Salander sepultada bajo tierra. Aunque comprendía lo ocurrido, no le entraba en la cabeza que ella hubiera conseguido salir de la tumba, llegar a la casa y destrozarle la vida con dos hachazos. Estaba dotada de unos recursos increíbles.
En cambio, entendía muy bien lo que había sucedido con Ronald Niedermann y que echara a correr temiendo por su vida en vez de acabar para siempre con Salander. Sabía que en la cabeza de Niedermann había algo que no funcionaba del todo bien; veía cosas: fantasmas. No era la primera vez que él había tenido que intervenir porque Niedermann había actuado de modo completamente irracional y se había quedado acurrucado preso del terror.
Eso le preocupaba. Como Niedermann no había sido detenido todavía, Zalachenko estaba convencido de que su hijo había procedido de una forma racional durante los días que siguieron a su huida de Gosseberga. Lo más seguro es que se hubiera ido a Tallin, donde podría hallar protección entre los contactos del imperio criminal de Zalachenko. Le preocupaba, sin embargo, no ser capaz de prever el momento en el que Niedermann se quedaría paralizado. Si ocurriese durante la huida, cometería errores, y si cometiera errores, lo cogerían. No se entregaría por las buenas: opondría resistencia, y eso significaba que morirían varios agentes de policía y que, sin lugar a dudas, Niedermann también fallecería.
Esa idea preocupaba a Zalachenko. No quería que Niedermann muriera; era su hijo. Pero, por otra parte, y por muy lamentable que eso resultara, no deberían cogerlo vivo. Niedermann nunca había sido arrestado y Zalachenko no podía adivinar cómo reaccionaría su hijo al verse sometido a un interrogatorio. Sospechaba que, por desgracia, no sabría permanecer callado. Por consiguiente, lo mejor sería que la policía lo matara. Lloraría su pérdida, aunque la alternativa era todavía peor: Zalachenko pasaría el resto de su vida entre rejas.
Pero ya habían pasado cuarenta y ocho horas desde que Niedermann emprendiera la huida y aún no lo habían cogido. Eso era buena señal; quería decir que Niedermann funcionaba a pleno rendimiento, y un Niedermann funcionando a pleno rendimiento resultaba invencible.
Había otra cosa que, a largo plazo, también le preocupaba. Se preguntaba cómo se las iba a arreglar solo, sin un padre a su lado que guiara sus pasos. Con el transcurso de los años, había notado que si dejaba de darle instrucciones o si le soltaba las riendas para que tomara sus propias decisiones, tendía a caer en una apática y pasiva existencia marcada por la indecisión.
Zalachenko constató -una vez más- que era una verdadera pena que su hijo tuviera esa peculiaridad. Ronald Niedermann era, sin duda, un hombre inteligente y dotado de unas cualidades físicas que lo convertían en una persona formidable y temible a la vez. Además, como organizador resultaba excelente y con una gran sangre fría. Su problema residía en que carecía por completo de instinto de liderazgo: necesitaba que alguien le dijera constantemente lo que tenía que hacer.