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Cuando Mikael llegó a casa sobre las cinco de la tarde, abrió su iBook y retomó el texto que había empezado a redactar en el hotel de Gotemburgo. Trabajó durante siete horas, hasta que identificó las peores lagunas de la historia. Aún quedaba bastante investigación por hacer. Una pregunta a la que, de momento, no podía responder con la documentación de la que disponía era qué miembros de la Säpo, aparte de Gunnar Björck, habían conspirado para encerrar a Lisbeth Salander en el manicomio. Tampoco había logrado aclarar qué tipo de relación existía entre Björck y el psiquiatra Peter Teleborian.

Hacia medianoche, apagó el ordenador y se fue a la cama. Por primera vez en muchas semanas experimentó la sensación de que podía relajarse y dormir tranquilo. La historia estaba bajo control. Por muchas dudas que quedaran por resolver, ya tenía suficiente material como para desencadenar una auténtica avalancha de titulares.

Sintió el impulso de llamar a Erika Berger y ponerla al tanto de la situación. Luego se dio cuenta de que ella ya no estaba en Millennium. De repente le costó conciliar el sueño.

El hombre del maletín marrón se bajó con mucha prudencia del tren de las 19.30 procedente de Gotemburgo y, mientras se orientaba, permaneció quieto durante un instante en medio de todo aquel mar de gente de la estación central de Estocolmo. Había iniciado su viaje en Laholm, poco después de las ocho de la mañana, para ir a Gotemburgo, donde hizo un alto en el camino para comer con un viejo amigo antes de tomar otro tren que lo llevaría a la capital. Llevaba dos años sin pisar Estocolmo, ciudad a la que, en realidad, había pensado no volver jamás. A pesar de haber pasado allí la mayor parte de su vida profesional, en Estocolmo siempre se sentía como un bicho raro, una sensación que había ido en aumento cada vez que, desde su jubilación, visitaba la ciudad.

Cruzó a paso lento la estación, compró los periódicos vespertinos y dos plátanos en el Pressbyrån y contempló pensativo a dos mujeres musulmanas que llevaban velo y que lo adelantaron apresuradamente. No tenía nada en contra de las mujeres con velo; no era asunto suyo si la gente quería disfrazarse. Pero le molestaba que se empeñaran en hacerlo en pleno Estocolmo.

Caminó poco más de trescientos metros hasta el Freys Hotel, situado junto al viejo edificio de correos del arquitecto Boberg, en Vasagatan. Durante sus cada vez menos frecuentes estancias en Estocolmo siempre se alojaba en ese hotel. Céntrico y limpio. Además era barato, una condición indispensable cuando él se costeaba el viaje. Había hecho la reserva el día anterior y se presentó como Evert Gullberg.

En cuanto subió a la habitación se dirigió al cuarto de baño. Había llegado a esa edad en la que se veía obligado a visitarlo cada dos por tres. Hacía ya muchos años que no pasaba una noche entera sin despertarse para ir a orinar.

Después de visitar el baño, se quitó el sombrero, un sombrero inglés de fieltro verde oscuro de ala estrecha, y se aflojó el nudo de la corbata. Medía un metro y ochenta y cuatro centímetros y pesaba sesenta y ocho kilos, así que era flaco y de constitución delgada. Llevaba una americana con estampado de pata de gallo y pantalones de color gris oscuro. Abrió el maletín marrón, sacó dos camisas, una corbata y ropa interior, y lo colocó todo en la cómoda de la habitación. Luego colgó el abrigo y la americana en la percha del armario que estaba detrás de la puerta.

Era todavía muy pronto para irse a la cama. Y demasiado tarde para salir a dar un paseo, algo que, de todas maneras, no le resultaría muy agradable. Se sentó en la consabida silla de la habitación y miró a su alrededor. Encendió la tele y le quitó el volumen. Pensó en llamar a la recepción y pedir café, pero le pareció demasiado tarde. En su lugar, abrió el mueble bar y se sirvió una botellita de Johnny Walker con un chorrito de agua. Abrió los periódicos vespertinos y leyó detenidamente todo lo que se había escrito sobre la caza de Ronald Niedermann y el caso Lisbeth Salander. Un instante después sacó un cuaderno con tapas de cuero y escribió unas notas.

Evert Gullberg, ex director de departamento de la policía de seguridad de Suecia, la Säpo, tenía setenta y ocho años de edad y, oficialmente, llevaba catorce jubilado. Pero eso es lo que suele suceder con los viejos espías: no mueren nunca, permanecen en la sombra.

Poco después del final de la guerra, cuando Gullberg contaba diecinueve años, quiso enrolarse en la marina. Hizo su servicio militar como cadete y luego fue aceptado en la carrera de oficial. Pero en vez de darle un destino tradicional en alta mar, tal y como él deseaba, lo destinaron a Karlskrona como telegrafista de los servicios de inteligencia. No le costó entender lo necesaria que esa tarea resultaba -consistía en averiguar qué estaba pasando al otro lado del Báltico-, pero el trabajo le parecía aburrido y carente de interés. Sin embargo, aprendió ruso y polaco en la Academia de Intérpretes de la Defensa. Esos conocimientos lingüísticos fueron una de las razones por las que fue reclutado por la policía de seguridad en 1950. Eran los tiempos en los que el impecablemente correcto Georg Thulin mandaba sobre la tercera brigada de la policía del Estado. Cuando Gullberg entró, el presupuesto total de la policía secreta ascendía a dos millones setecientas mil coronas y la plantilla estaba compuesta, para ser exactos, por noventa y seis personas.

Cuando Evert Gullberg se jubiló oficialmente, el presupuesto de la Säpo ascendía a más de trescientos cincuenta millones de coronas, y él ya no sabía decir con cuántos empleados contaba la Firma.

Gullberg se había pasado la vida en el servicio secreto de su Real Majestad o, tal vez, en el servicio secreto de la sociedad del bienestar creada por los socialdemócratas. Ironías del destino, ya que él, elecciones tras elecciones, siempre se había mantenido fiel al Partido Moderado, excepto en el año 1991, cuando no lo votó porque consideró que Carl Bildt era un verdadero desastre político. Entonces, desanimado, le dio el voto a Ingvar Carlsson, del Partido Socialdemócrata. Efectivamente, los años con «el mejor Gobierno sueco», esa coalición de centro-derecha liderada por los moderados, también confirmaron sus peores temores. El gobierno ascendió al poder coincidiendo con la caída de la Unión Soviética y, según su opinión, era difícil encontrar otro peor preparado para enfrentarse a ello y aprovechar las nuevas posibilidades políticas que surgieron en el Este en el arte del espionaje. En vez de eso, el gobierno de Bildt redujo -por razones económicas- el departamento de asuntos soviéticos y apostó por unas chorradas internacionales en Bosnia y Serbia, como si Serbia pudiera representar algún día una amenaza para Suecia. El resultado fue que la posibilidad de colocar a largo plazo informantes en Moscú se fue al traste, y seguro que el gobierno, el día en que el clima político del Este volviera a enfriarse -algo que según Gullberg resultaba inevitable-, plantearía de nuevo desmesuradas exigencias a la policía de seguridad y a los servicios de inteligencia militares. Ni que pudieran sacarse de la manga a los agentes como por arte de magia…

Gullberg había empezado su carrera profesional en el departamento ruso de la tercera brigada de la policía del Estado y, tras pasarse dos años en un despacho, efectuó sus primeras y tímidas incursiones sobre el terreno, de 1952 a 1953, como agregado de las Fuerzas Aéreas de la embajada sueca de Moscú. Curiosamente, siguió los pasos de otro famoso espía. Unos años antes su cargo lo había ocupado un no del todo desconocido oficial de las Fuerzas Aéreas: el coronel Stig Wennerström.

De vuelta en Suecia, Gullberg trabajó para el contraespionaje y, diez años más tarde, fue uno de esos jóvenes policías de seguridad que, bajo las órdenes del jefe operativo Otto Danielsson, detuvo a Wennerström y lo condujo a una pena de cadena perpetua en la cárcel de Långholmen.