Deseó haber tenido un arma a mano y las suficientes energías como para levantarse y aniquilarlo de una vez por todas.
Al final se levantó apoyándose en un codo. Encendió la luz y miró a su alrededor: no pudo ver nada susceptible de ser usado como arma. Luego su mirada se detuvo en una mesa auxiliar situada junto a la pared y a unos tres metros de la cama. Constató que alguien había dejado un lápiz encima.
Esperó a que la enfermera de noche terminara su ronda, algo que parecía realizar cada media hora. Lisbeth supuso que la reducida frecuencia de control se debía a que los médicos habían decidido que ella se encontraba mejor que antes, cuando ese mismo fin de semana la habían estado visitando cada quince minutos o incluso más a menudo. Pero ella no notaba ninguna diferencia.
Una vez sola, reunió fuerzas, se incorporó y pasó las piernas por encima del borde de la cama. Tenía unos electrodos pegados al cuerpo que registraban el pulso y la respiración, pero los cables venían de la misma dirección que donde estaba el lápiz. Con mucho cuidado, se puso de pie y, acto seguido, se tambaleó y perdió el equilibrio por completo. Por un segundo creyó que se iba a desmayar, pero se apoyó en la cama y concentró la mirada en la mesa que tenía delante. Dio tres titubeantes pasos, estiró la mano y alcanzó el lápiz.
Volvió a la cama caminando hacia atrás. Estaba completamente agotada.
Se recuperó al cabo de un rato y se tapó con el edredón. Levantó el lápiz y tocó la punta. Se trataba de un lápiz de madera normal y corriente. Acababan de sacarle punta y estaba afilado como un punzón. Podría utilizarlo como arma contra la cara o los ojos.
Se lo guardó junto a la cadera, bien a mano, y se durmió.
Capítulo 6 Lunes, 11 de abril
El lunes por la mañana, Mikael Blomkvist se levantó a las nueve y pico y llamó a Malin Eriksson, que acababa de entrar en la redacción de Millennium.
– Hola, redactora jefe -dijo.
– Me encuentro en estado de shock por la ausencia de Erika y porque me queréis a mí como nueva redactora jefe.
– ¿Ah, sí?
– Erika ya no está. Su mesa está vacía.
– Entonces será una buena idea dedicar el día a hacer el traslado a su despacho.
– No sé cómo hacerlo. Me siento muy incómoda.
– No te sientas así. Todos estamos de acuerdo en que, en estas circunstancias, eres la mejor elección. Y siempre que necesites algo podrás acudir a mí o a Christer.
– Gracias por la confianza.
– Bah -soltó Mikael-. Tú sigue trabajando como siempre. Iremos resolviendo las cosas poco a poco, según se vayan presentando.
– De acuerdo. ¿Qué querías?
Le contó que pensaba quedarse escribiendo en casa todo el día. De repente, Malin se dio cuenta de que él la estaba informando de lo que iba a hacer, de la misma manera que -suponía Malin- había hecho con Erika Berger. Ella debía hacer algún comentario. ¿O no?
– ¿Tienes instrucciones para nosotros?
– Pues no. Pero si tú tienes que darme alguna, llámame. Me sigo encargando del asunto Salander y en ese tema seré yo quien decida, pero, por lo que respecta al resto de la revista, ahora la pelota está en tu tejado. Toma tú las decisiones. Yo te apoyaré.
– ¿Y si me equivoco?
– Si me entero de algo, hablaré contigo. Aunque tendría que ser algo muy especial. Normalmente ninguna decisión es ciento por ciento buena o mala. Tú tomarás tus decisiones, que tal vez no sean idénticas a las que habría tomado Erika Berger. Y si yo tomara las mías, nos encontraríamos con una tercera variante. Pero las que valen a partir de ahora son las tuyas.
– De acuerdo.
– Si eres una buena jefa, comentarás tus decisiones con los demás. Primero con Henry y Christer, después conmigo y en último lugar siempre estará la reunión de la redacción para plantear las cuestiones difíciles.
– Lo haré lo mejor que pueda.
– Bien.
Se sentó en el sofá del salón con su iBook en las rodillas y trabajó sin descanso todo el lunes. Cuando acabó tenía un primer borrador de dos textos que sumaban un total de veintiuna páginas. Esa parte de la historia se centraba en el asesinato del colaborador Dag Svensson y de su pareja, Mia Bergman: en qué trabajaban, por qué les mataron y quién había sido su asesino. Estimó que, grosso modo, debería escribir unas cuarenta páginas más para el número temático de verano de la revista. Y tenía que decidir cómo describir a Lisbeth Salander en el texto sin atentar contra su integridad personal. Él sabía cosas de ella que ella no quería hacer públicas por nada del mundo.
Ese lunes, Evert Gullberg tomó un desayuno compuesto por una sola rebanada de pan y una taza de café solo en la cafetería del Freys Hotel. Luego cogió un taxi hasta Artillerigatan, en Östermalm. A las 9.15 de la mañana llamó al telefonillo, se presentó y le dejaron entrar en el acto. Subió al sexto piso, donde lo recibió Birger Wadensjöö, de cincuenta y cuatro años de edad. El nuevo jefe de la Sección.
Wadensjöö era uno de los reclutas más jóvenes cuando Gullberg se retiró. Gullberg no sabía muy bien qué pensar de él.
Deseaba que el eficaz y resuelto Fredrik Clinton siguiera al mando. Clinton había sucedido a Gullberg y fue jefe de la Sección hasta el año 2002, cuando la diabetes y ciertas enfermedades vasculares lo forzaron más o menos a jubilarse. Gullberg no tenía del todo claro de qué pasta estaba hecho Wadensjöö.
– Hola, Evert -dijo Wadensjöö, estrechando la mano de su anterior jefe-. Gracias por haberte molestado en venir hasta aquí y dedicarnos tu tiempo.
– Si hay algo que me sobre ahora, es tiempo -contestó Gullberg.
– Ya sabes cómo son estas cosas. No hemos sido muy buenos a la hora de mantener el contacto con los fieles servidores de antaño.
Evert Gullberg ignoró el comentario. Giró a la izquierda, entró en su viejo despacho y se sentó a una mesa redonda ubicada junto a la ventana. Wadensjöö (suponía Gullberg) había colgado reproducciones de Chagal y de Mondrian en las paredes. En su época, Gullberg tenía colgados planos de barcos históricos, como el Kronan y el Wasa. Siempre había soñado con el mar; de hecho, empezó como oficial de la marina, aunque no pasó más que unos pocos meses en alta mar, durante el servicio militar. Habían instalado ordenadores pero, por lo demás, el despacho se encontraba casi exactamente igual que cuando él se jubiló. Wadensjöö le sirvió café.
– Los demás vendrán dentro de un momento -dijo-. Pensé que antes tú y yo podíamos charlar un poco.
– ¿Cuánta gente de mi época continúa todavía en la Sección?
– Exceptuándome a mí, aquí en la oficina tan sólo siguen Otto Hallberg y Georg Nyström. Hallberg se jubila este año y Nyström va a cumplir sesenta. El resto son principalmente nuevos reclutas. Supongo que ya conoces a algunos de ellos.
– ¿Cuánta gente trabaja para la Sección hoy en día?
– Hemos reorganizado un poco la estructura.
– ¿Ah, sí?
– En la Sección hay siete personas a jornada completa. Es decir, que hemos reducido plantilla. Pero, por lo demás, contamos con nada más y nada menos que treinta y un colaboradores dentro de la DGP /Seg. La mayoría de ellos no viene nunca por aquí; se ocupan de su trabajo normal y luego, aparte de eso, tienen lo nuestro como una discreta actividad nocturna extra.
– Treinta y un colaboradores.
– Más siete. La verdad es que fuiste tú el que creó el sistema. No hemos hecho más que pulirlo y ahora hablamos de una organización interna y otra externa. Cuando reclutamos a alguien, le concedemos una excedencia durante un tiempo para que se forme con nosotros. Hallberg es quien se ocupa de ello. La formación básica son seis semanas. Lo hacemos en la Escuela de Marina. Luego regresan a sus puestos de la DGP /Seg, pero desde ese mismo momento ya trabajan también para nosotros.