– Entonces… ¿la hermana era tu informante?
– Camilla tenía mucho miedo de su hermana. En cualquier caso, Lisbeth Salander también llamó la atención en otros frentes. Discutió repetidas veces con gente de la comisión de asuntos sociales y determinamos que seguía constituyendo una amenaza para el anonimato de Zalachenko. Luego ocurrió aquel incidente del metro.
– Atacó a un pedófilo…
– Exacto. Resultaba obvio que se trataba de una chica con inclinaciones violentas y que estaba perturbada. Pensamos que lo mejor para todas las partes implicadas sería que ella desapareciera de nuevo metiéndola en alguna institución, y aprovechamos la ocasión. Fueron Fredrik Clinton y Von Rottinger los que actuaron. Contrataron de nuevo a Peter Teleborian y, con la ayuda de varios representantes legales, batallaron ante el tribunal para volver a ingresarla. Holger Palmgren era el representante de Salander y, contra todo pronóstico, el tribunal eligió apoyar su línea de defensa con la condición de que ella se sometiera a la tutela de un administrador.
– Pero ¿cómo se metió en eso a Bjurman?
– Palmgren sufrió un derrame durante el otoño de 2002. Por aquel entonces, Salander seguía siendo un asunto que hacía saltar las alarmas cuando aparecía en algún registro informático, y yo me aseguré de que Bjurman fuera su nuevo administrador. Ojo: él no sabía que era la hija de Zalachenko. La idea era simplemente que si ella empezaba a desvariar sobre Zalachenko, que el abogado reaccionara y diera la alarma.
– Bjurman era un idiota. No debía haber tenido nada que ver con Zalachenko ni mucho menos con su hija -Gullberg miró a Wadensjöö-. Eso fue un grave error.
– Ya lo sé -dijo Wadensjöö-. Pero en ese momento me pareció lo mejor y no me podía imaginar…
– ¿Y dónde está Camilla Salander hoy?
– No lo sabemos. Cuando tenía diecinueve años, hizo las maletas y abandonó a la familia de acogida. Desde entonces no hemos oído ni mu sobre ella. Ha desaparecido.
– De acuerdo, sigue…
– Tengo una fuente dentro de la policía abierta que ha hablado con el fiscal Richard Ekström -dijo Sandberg-. El encargado de la investigación, un tal inspector Bublanski, cree que Bjurman violó a Salander.
Gullberg observó a Sandberg con sincero asombro. Luego, reflexivo, se pasó la mano por la barbilla.
– ¿La violó? -preguntó.
– Bjurman llevaba un tatuaje que le atravesaba el estómago y que decía: «Soy un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador».
Sandberg puso sobre la mesa una foto en color de la autopsia. Gullberg contempló el estómago de Bjurman con unos ojos como platos.
– ¿Y se supone que ese tatuaje se lo ha hecho la hija de Zalachenko?
– De no ser así, resulta muy difícil explicarlo. Pero es evidente que ella no es inofensiva. Les dio una paliza de la hostia a los dos matones de Svavelsjö MC.
– La hija de Zalachenko -repitió Gullberg para, acto seguido, dirigirse a Wadensjöö-. ¿Sabes? Creo que deberías reclutarla.
Wadensjöö se quedó tan perplejo que Gullberg se vio obligado a añadir que sólo estaba bromeando.
– Bien. Tomemos eso como hipótesis de trabajo: que Bjurman la violó y que ella se vengó. ¿Y qué más?
– La única persona que sabe exactamente lo que pasó es, por supuesto, el propio Bjurman, pero va a ser difícil preguntárselo porque está muerto. Lo que quiero decir es que es imposible que él supiera que ella era la hija de Zalachenko, pues no aparece en ningún registro público. Sin embargo, en algún momento de su relación con ella, Bjurman descubrió la conexión.
– Pero, joder, Wadensjöö: ella sabía muy bien quién era su padre, podría habérselo dicho en cualquier momento.
– Ya lo sé. Ahí simplemente nos equivocamos.
– Eso es de una incompetencia imperdonable -dijo Gullberg.
– Ya lo sé. ¡Y no sabes cuántas patadas en el culo me he pegado por ello! Pero Bjurman era uno de los pocos que conocía la existencia de Zalachenko, y yo pensaba que era mejor que él descubriera que se trataba de la hija de Zalachenko en vez de que lo hiciera un administrador completamente desconocido. En la práctica, ella podría habérselo contado a cualquier persona.
– Bueno… sigue.
– Todo son hipótesis -aclaró Georg Nyström con prudencia-. Pero creemos que Bjurman violó a Salander, que ella le devolvió el golpe y le hizo eso… -dijo, señalando con el dedo el tatuaje de la foto de la autopsia.
– De tal palo tal astilla -comentó Gullberg. Se le apreció un deje de admiración en la voz.
– Lo que provocó que Bjurman contactara con Zalachenko para que se ocupara de su hija. Como ya sabemos, Zalachenko tiene razones de sobra (más que la mayoría) para odiarla. Y Zalachenko, a su vez, sacó a contrata el trabajo con Svavelsjö MC y ese Niedermann con quien se relaciona.
– Pero ¿cómo pudo Bjurman contactar…? -Gullberg se calló. La respuesta resultaba obvia.
– Björck -contestó Wadensjöö-. Lo único que explica que Bjurman encontrara a Zalachenko es que Björck le diera la información.
– Mierda -dijo Gullberg.
Lisbeth Salander experimentó una creciente sensación de desagrado unida a una fuerte irritación. Por la mañana, dos enfermeras habían entrado a cambiarle las sábanas. Vieron el lápiz enseguida.
– ¡Anda! ¿Cómo habrá venido a parar esto aquí? -dijo una de las enfermeras para, acto seguido, meterse el lápiz en el bolsillo mientras Lisbeth la observaba con mirada asesina.
Lisbeth volvió a estar desarmada y, además, se sintió tan débil que ni siquiera tuvo fuerzas para protestar.
Se había encontrado mal durante todo el fin de semana. Tenía un terrible dolor de cabeza y estaba tomando unos analgésicos muy potentes. Sufría un sordo y constante dolor que podía, de buenas a primeras, penetrarle en el hombro como un cuchillo cuando se movía sin cuidado o desplazaba el peso corporal. Se hallaba tumbada de espaldas con un collarín en el cuello que debería llevar unos cuantos días más hasta que la herida de la cabeza empezara a cicatrizar. El domingo tuvo una fiebre que alcanzó los 38,7 grados. La doctora Helena Endrin constató que tenía una infección en el cuerpo. En otras palabras: no estaba bien. Una conclusión a la que Lisbeth ya había llegado sin necesidad de ningún termómetro.
Advirtió que de nuevo se hallaba amarrada a una cama institucional del Estado, aunque esta vez le faltara el correaje que la sujetaba. Algo que se le antojó innecesario: ni siquiera tenía fuerzas para incorporarse en la cama, mucho menos para salir de excursión.
El lunes, hacia la hora de comer, recibió la visita del doctor Anders Jonasson. Le resultó familiar.
– Hola. ¿Te acuerdas de mí?
Ella negó con la cabeza.
– Estabas bastante aturdida, pero fui yo quien te desperté después de la operación. Y fui yo quien te operé. Sólo quería preguntarte cómo te encuentras y si todo va bien.
Lisbeth le contempló con unos ojos enormes: debería resultarle obvio que no todo iba bien.
– Me han dicho que anoche te quitaste el collarín.
Ella asintió.
– No te lo hemos puesto porque nos haya dado la gana, sino para que mantengas la cabeza quieta mientras se inicia el proceso de curación.
Observó a la chica, que seguía callada.
– Vale -dijo él, concluyendo-. Sólo quería ver cómo te encontrabas.
Ya había llegado a la puerta cuando oyó la voz de Lisbeth.
– Jonasson, ¿verdad?
Se dio la vuelta y, asombrado, le dedicó una sonrisa.
– Correcto. Si te acuerdas de mi nombre es que te encuentras mejor de lo que pensaba.
– ¿Y fuiste tú quien me sacó la bala?
– Eso es.
– ¿Podrías decirme cómo estoy? Nadie me dice nada.
Se acercó a la cama y la miró a los ojos.
– Has tenido suerte. Te dispararon en la cabeza pero la bala no parece haber dañado ninguna zona vital. El riesgo que corres ahora mismo es el de sufrir hemorragias cerebrales. Por eso queremos que te mantengas quieta. Tienes una infección en el cuerpo, producida, al parecer, por la herida del hombro. Es posible que tengamos que volver a operarte si no podemos vencerla con antibióticos. Te espera una época dolorosa hasta que te cures. Pero, tal y como se presentan las cosas, albergo buenas esperanzas de que te recuperes del todo.