No se acercó al leñero para socorrer a Zalachenko. Sin inmutarse un ápice reconoció que, para ser sincero, Zalachenko le importaba un comino.
Mientras esperaba a los servicios de emergencia de Protección Civil, llamó también a Erika Berger y le explicó la situación.
– ¿Estás bien? -preguntó Erika.
– Yo sí -contestó Mikael-. Pero Lisbeth está herida.
– Pobre chica -dijo Erika Berger-. Me he pasado la noche leyendo el informe que Björck redactó para la Säpo. ¿Qué vas a hacer?
– Ahora no tengo fuerzas para pensar en eso -respondió Mikael.
Sentado en el suelo junto al banco de la cocina, hablaba con Erika mientras le echaba un ojo a Lisbeth Salander. Le había quitado los zapatos y los pantalones para vendar la herida de la cadera y, de repente, por casualidad, puso la mano encima de la prenda que había tirado al suelo. Sintió un objeto en el bolsillo de la pernera y sacó un Palm Tungsten T3.
Frunció el ceño y, pensativo, contempló el ordenador de mano. Al oír el ruido del helicóptero se lo introdujo en el bolsillo interior de su cazadora. Luego, mientras todavía se encontraba solo, se inclinó hacia delante y examinó todos los bolsillos de Lisbeth Salander. Encontró otro juego de llaves del piso de Mosebacke y un pasaporte a nombre de Irene Nesser. Se apresuró a meter los objetos en un compartimento del maletín de su ordenador.
El primer coche patrulla de la policía de Trollhättan, con los agentes Fredrik Torstensson y Gunnar Andersson a bordo, llegó pocos minutos después de que aterrizara el helicóptero. Fueron seguidos por el comisario Thomas Paulsson, que asumió de inmediato el mando. Mikael se acercó y empezó a explicar lo ocurrido. Paulsson se le antojó un engreído sargento chusquero y un completo zoquete. De hecho, fue nada más llegar Paulsson cuando las cosas empezaron a torcerse.
Paulsson parecía no comprender nada de lo que le contaba Mikael. Dio muestras de un extraño nerviosismo y el único hecho que asimiló fue que la maltrecha chica que se hallaba tumbada en el suelo frente al banco de la cocina era la triple y buscada asesina Lisbeth Salander, algo que constituía una interesantísima captura. Paulsson le preguntó tres veces al extremadamente ocupado enfermero de Protección Civil si podía arrestar a la chica in situ. Hasta que el enfermero agotó su paciencia, se levantó y le gritó que se mantuviera alejado.
Luego Paulsson se centró en el malherido Alexander Zalachenko, que estaba en el leñero. Mikael oyó a Paulsson comentar por radio que, al parecer, Lisbeth Salander había intentado matar a otra persona más.
A esas alturas, Mikael estaba ya tan cabreado con Paulsson -quien, como se podía ver, no había escuchado ni una palabra de lo que él le había intentado decir- que alzó la voz y lo instó a llamar, en ese mismo instante, al inspector Jan Bublanski a Estocolmo. Sacó su móvil y se ofreció a marcarle el número. Paulsson no mostró ni el menor interés.
Luego Mikael cometió dos errores.
Absolutamente resuelto, explicó que el verdadero triple asesino era un hombre llamado Ronald Niedermann, que tenía una constitución física similar a la de un robot anticarros, que sufría de analgesia congenita y que, en ese momento, se encontraba atado, hecho un fardo, en una cuneta de la carretera de Nossebro. Mikael describió el lugar en el que podrían hallar a Niedermann y les recomendó que enviaran a un pelotón de infantería con armas de refuerzo. Paulsson preguntó cómo había ido Niedermann a parar a la cuneta y Mikael reconoció, con toda sinceridad, que fue él quien, apuntándolo con un arma, consiguió llevarlo hasta allí.
– ¿Un arma? -preguntó el comisario Paulsson.
A esas alturas, Mikael ya debería haberse dado cuenta de que Paulsson era tonto de remate. Debería haber cogido el móvil y llamado a Bublanski para pedirle que interviniese y disipara aquella niebla en la que parecía estar envuelto Paulsson. En lugar de eso, Mikael cometió el error número dos intentando entregarle el arma que llevaba en el bolsillo de la cazadora: la Cok 1911 Government que ese mismo día había encontrado en el piso de Lisbeth Salander y que le sirvió para dominar a Ronald Niedermann.
Fue eso, sin embargo, lo que llevó a Paulsson a arrestar en el acto a Mikael Blomkvist por tenencia ilícita de armas. Luego, Paulsson ordenó a los policías Torstensson y Andersson que se dirigieran a ese lugar de la carretera de Nossebro que Mikael les había indicado para que averiguaran si era verdad la historia de que, en una cuneta, se encontraba una persona inmovilizada y atada al poste de una señal de tráfico que advertía de la presencia de alces. Si así fuera, los policías deberían esposar a la persona en cuestión y traerla hasta la granja de Gosseberga.
Mikael protestó de inmediato explicando que Ronald Niedermann no era de esos que podían ser arrestados y esposados con facilidad: se trataba de un asesino tremendamente peligroso, un auténtico peligro viviente. Paulsson ignoró las protestas y, de pronto, un enorme cansancio se apoderó de Mikael. Éste lo llamó «incompetente cabrón» y le gritó que ni se les ocurriese a Torstensson y Andersson soltar a Ronald Niedermann sin pedir antes refuerzos.
Ese pronto tuvo como resultado que Mikael fuera esposado y conducido hasta el asiento trasero del coche del comisario Paulsson, desde donde, profiriendo todo tipo de improperios, fue testigo de cómo Torstensson y Andersson se alejaban del lugar en su coche patrulla. El único rayo de luz existente en esa oscuridad era que Lisbeth Salander había sido conducida hasta el helicóptero y que había desaparecido por encima de las copas de los árboles con destino al Sahlgrenska. Apartado de toda información, sin posibilidad alguna de recibir noticias, Mikael se sintió impotente; lo único que le quedaba era esperar que Lisbeth fuera a parar a unas manos competentes.
El doctor Anders Jonasson efectuó dos profundas incisiones hasta tocar el cráneo, retiró la piel que había alrededor del orificio de entrada y usó unas pinzas para mantenerla sujeta. Con gran esmero, una enfermera utilizó un aspirador para quitar la sangre. Después llegó el desagradable momento en el que Jonasson empleó un taladro para agrandar el agujero del hueso. El procedimiento fue irritantemente lento.
Logró, por fin, hacer un orificio lo bastante amplio como para tener acceso al cerebro de Lisbeth Salander. Con mucho cuidado, le introdujo una sonda y ensanchó unos milímetros el canal de la herida. Luego se sirvió de una sonda algo más fina para localizar la bala. Gracias a la radiografía pudo constatar que el proyectil se había girado y que se alojaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados en relación con el canal de la herida. Usó la sonda para tocar con suma cautela el borde de la bala y, tras una serie de fracasados intentos, consiguió levantarla un poco y rotarla hasta ponerla en ángulo recto.
Por último, introdujo unas finas pinzas de punta estriada. Apretó con fuerza la base de la bala y consiguió atraparla. Tiró de las pinzas hacia él. La bala salió sin apenas oponer resistencia. La contempló al trasluz durante un segundo, vio que parecía estar intacta y la depositó en un cuenco.
– Limpia -dijo, y la orden fue cumplida en el acto.
Le echó un vistazo al electrocardiograma que daba fe de que su paciente seguía teniendo una actividad cardíaca regular.
– Pinzas.
Bajó una potente lupa que colgaba del techo y enfocó con ella la zona que quedaba al descubierto.
– Con cuidado -dijo el profesor Frank Ellis.