– Muy bien. No hay tiempo que perder.
– Ya lo sé. Pero tenemos que hacerlo todo seguido. Si no recuperamos todas las copias del informe de Björck al mismo tiempo, fracasaremos.
– Ya lo sé.
– Es un poco complicado, porque Giannini ha salido para Gotemburgo esta misma mañana. He mandado tras ella a un equipo de colaboradores externos. Acaban de coger un vuelo hacia allí.
– Bien.
A Gullberg no se le ocurrió nada más que decir. Permaneció callado un largo rato.
– Gracias, Fredrik -respondió finalmente.
– Gracias a ti. Esto es más divertido que quedarse sentado esperando en vano un riñón.
Se despidieron. Gullberg pagó la factura del hotel y salió a la calle. La suerte ya estaba echada. Ahora sólo faltaba que la coreografía fuese exacta.
Empezó dando un paseo hasta el Park Avenue Hotel, donde pidió usar el fax para mandar las cartas que escribió en el tren el día anterior. No quería utilizar el fax de donde había estado alojado. Luego salió a Avenyn y buscó un taxi. Se detuvo junto a una papelera e hizo trizas las copias que había hecho de las cartas.
Annika Giannini conversó con la fiscal Agneta Jervas durante quince minutos. Quería enterarse de los cargos que ésta tenía intención de presentar contra Lisbeth Salander, pero no tardó en comprender que Jervas no estaba segura de lo que iba a pasar.
– Ahora mismo me contento con detenerla por graves malos tratos o, en su defecto, por intento de homicidio. Me refiero a los hachazos que Lisbeth Salander le dio a su padre. Supongo que apelarás al derecho de legítima defensa.
– Tal vez.
– Pero, sinceramente, Ronald Niedermann, el asesino del policía, es ahora mismo mi prioridad.
– Entiendo.
– Estoy en contacto con el fiscal general. Ahora están tratando de ver si todos los cargos que existen contra tu clienta los va a llevar un único fiscal de Estocolmo y si se va a incluir lo que ha ocurrido aquí.
– Doy por descontado que todo se va a trasladar a Estocolmo.
– Bien. En cualquier caso debo interrogar a Lisbeth Salander. ¿Cuándo podría ser?
– Tengo un informe de su médico, Anders Jonasson. Dice que Lisbeth Salander no estará en condiciones de participar en un interrogatorio hasta que no pasen varios días. Aparte de sus daños físicos, se encuentra fuertemente drogada a causa de los analgésicos.
– A mí me han comunicado algo parecido. Tal vez entiendas lo frustrante que eso me resulta. Te repito que, ahora mismo, mi prioridad es Ronald Niedermann. Tu clienta dice que no sabe dónde se esconde.
– Cosa que se corresponde con la verdad. Ella no conoce a Niedermann. Consiguió identificarlo y dar con él. Pero nada más.
– De acuerdo -respondió Agneta Jervas.
Evert Gullberg llevaba un ramo de flores en la mano cuando entró en el ascensor del Sahlgrenska al mismo tiempo que una mujer de pelo corto y americana oscura. Al llegar a la planta, le abrió educadamente la puerta y le permitió salir en primer lugar y dirigirse a la recepción.
– Me llamo Annika Giannini. Soy abogada y vengo a ver de nuevo a mi clienta, Lisbeth Salander.
Evert Gullbeg volvió la cabeza y, asombrado, se quedó mirando a la mujer que había subido con él en el ascensor. Mientras la enfermera comprobaba la identidad de Giannini y consultaba una lista, Gullberg desplazó la mirada y observó el maletín de la mujer.
– Habitación 12 -dijo la enfermera.
– Gracias. Ya he estado aquí antes, así que conozco el camino.
Cogió su maletín y desapareció del campo de visión de Gullberg.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó la enfermera.
– Sí, por favor, quisiera entregarle estas flores a Karl Axel Bodin.
– No puede recibir visitas.
– Lo sé, sólo quería darle las flores.
– Nosotras nos encargaremos de eso.
Más que nada, Gullberg había traído el ramo de flores para tener una excusa. Quería hacerse una idea del aspecto de la planta. Le dio las gracias y se acercó hasta la salida. De camino pasó por delante de la habitación de Zalachenko, la 14, según Jonas Sandberg.
Esperó fuera en la escalera. A través del cristal pudo ver cómo la enfermera cogía el ramo de flores y entraba en la habitación de Zalachenko. Cuando ella regresó a su puesto, Gullberg abrió la puerta, se dirigió a toda prisa a la habitación 14 y entró.
– Hola, Alexander -saludó.
Zalachenko miró asombrado a su inesperada visita.
– Pensaba que a estas alturas ya estarías muerto -le contestó.
– Aún no -dijo Gullberg.
– ¿Qué quieres? -preguntó Zalachenko.
– ¿Tú qué crees?
Gullberg acercó la silla a la cama y se sentó.
– Verme muerto, quizá.
– Nada me gustaría más. Joder, ¿cómo has podido ser tan estúpido? Te dimos una vida completamente nueva y acabas aquí.
Si Zalachenko hubiese podido sonreír, lo habría hecho. En su opinión, la policía sueca de seguridad no estaba compuesta más que por un puñado de aficionados. En ese grupo incluía a Evert Gullberg y Sven Jansson, alias de Gunnar Björck. Por no hablar de ese perfecto idiota que había sido el abogado Nils Bjurman.
– Y ahora tenemos que ponerte a salvo de las llamas una vez más.
La expresión no fue del agrado del viejo Zalachenko, el que un día sufriera tan terribles quemaduras.
– No me vengas con moralismos. Sácame de aquí.
– Eso es lo que te quería comentar.
Cogió su maletín, sacó un cuaderno y lo abrió por una página en blanco. Luego le echó una inquisitiva mirada a Zalachenko.
– Hay una cosa que me produce mucha curiosidad: ¿realmente serías capaz de delatarnos después de todo lo que hemos hecho por ti?
– ¿Tú qué crees?
– Eso depende de lo loco que estés.
– No me llames loco. Yo soy un superviviente. Hago lo que tengo que hacer para sobrevivir.
Gullberg negó con la cabeza.
– No, Alexander, tú haces lo que haces porque eres malvado y estás podrido. ¿No querías conocer la postura de la Sección? Pues aquí estoy yo para comunicártela: en esta ocasión no moveremos ni un solo dedo para ayudarte.
Por primera vez, Zalachenko pareció inseguro.
– No tienes elección -dijo.
– Siempre hay una elección -contestó Gullberg.
– Voy a…
– No vas a hacer nada de nada.
Gullberg inspiró profundamente, introdujo la mano en el compartimento exterior de su maletín marrón y sacó un Smith & Wesson de 9 milímetros con la culata chapada en oro. Hacía ya veinticinco años que tenía el arma: un regalo del servicio de inteligencia inglés en agradecimiento por una inestimable información que él le sacó a Zalachenko y que convirtió en moneda de cambio en forma del nombre de un estenógrafo del MI-5 inglés, quien, haciendo gala de un auténtico espíritu philbeano, estuvo trabajando para los rusos.
Zalachenko pareció asombrarse. Luego se rió.
– ¿Y qué vas a hacer con él? ¿Matarme? Pasarás el resto de tus miserables días en la cárcel.
– No creo -dijo Gullberg.
De repente, a Zalachenko le entró la duda de si Gullberg se estaba marcando un farol o no.
– Será un escándalo de enormes proporciones.
– Tampoco lo creo. Saldrá en los periódicos. Pero dentro de una semana nadie recordará ni siquiera el nombre de Zalachenko.
Zalachenko entornó los ojos.
– Maldito hijo de perra -dijo Gullberg con un tono de voz tan frío que Zalachenko se quedó congelado.
Apretó el gatillo y le introdujo la bala en la mitad de la frente en el mismo instante en que Zalachenko empezó a girar su prótesis por encima del borde de la cama. Zalachenko salió impulsado hacia atrás, contra la almohada. Pataleó espasmódicamente unas cuantas veces antes de quedarse quieto. Gullberg vio que en la pared, tras el cabecero de la cama, se había dibujado una flor de salpicaduras rojas. A consecuencia del disparo le empezaron a zumbar los oídos, de modo que, automáticamente, se hurgó el conducto auditivo con el dedo índice que le quedaba libre.