Les explicó que había decidido convocarlos a raíz de lo sucedido en Gotemburgo ese mismo día, esto es: que el padre de Lisbeth Salander, Karl Axel Bodin, había sido asesinado. La razón principal de esa rueda de prensa no era otra que la de desmentir ciertas informaciones aparecidas en los medios de comunicación a propósito de las cuales ya había recibido numerosas llamadas.
– Basándome en la información que obra ahora mismo en mi poder, me atrevo a afirmar que la hija de Karl Axel Bodin, quien, como ustedes ya saben, está detenida por intento de homicidio de su propio padre, no tiene nada que ver con los acontecimientos acaecidos esta misma mañana.
– ¿Quién es el asesino? -gritó un reportero del Dagens Eko.
– El hombre que pegó los fatídicos tiros contra Karl Axel Bodin y que, acto seguido, intentó quitarse la vida, ya ha sido identificado. Se trata de un jubilado de setenta y ocho años que, durante un largo período de tiempo, ha sido tratado de una enfermedad mortal, así como de los problemas psíquicos que de ella se han derivado.
– ¿Tiene algún vínculo con Lisbeth Salander?
– No. Esa hipótesis la podemos descartar categóricamente. No se han visto nunca y no se conocen. Ese anciano es un trágico personaje que ha actuado por su cuenta y riesgo, y siguiendo su propia y a todas luces paranoica concepción de la realidad. No hace mucho, la policía de seguridad le abrió una investigación a raíz de una buena cantidad de cartas que escribió a conocidos políticos y a numerosos medios de comunicación en las cuales daba muestras de su perturbación. Esta misma mañana, sin ir más lejos, unas cuantas redacciones de periódicos y algunas autoridades han recibido cartas en las que amenazaba de muerte a Karl Axel Bodin.
– ¿Y por qué la policía no ha protegido a Bodin?
– Las cartas que hablaban de esa amenaza fueron enviadas ayer por la tarde, de manera que han llegado prácticamente en el mismo momento en el que se cometía el asesinato. No ha existido ningún posible margen de actuación.
– ¿Y cómo se llama ese hombre?
– No queremos hacer público ese dato hasta que su familia no haya sido informada.
– ¿Se sabe algo de su pasado?
– Según he podido saber esta misma mañana, ha trabajado como jurista comercial y auditor financiero. Hace quince años que está jubilado. La investigación sigue abierta pero, como ustedes comprenderán por las cartas que ha enviado, se trata de una tragedia que tal vez podría haberse evitado si la sociedad hubiese estado más alerta.
– ¿Ha amenazado a otras personas?
– Según la información de la que dispongo, sí, pero desconozco los detalles.
– ¿Qué supone todo esto para el caso de Lisbeth Salander?
– De momento nada. Contamos con la declaración que Karl Axel Bodin les hizo a los policías que lo interrogaron y tenemos numerosas pruebas forenses contra ella.
– ¿Y qué hay de cierto en que Bodin intentara matar a su hija?
– Está siendo objeto de una investigación, pero es verdad que existen fundadas sospechas para creer que haya sido así. De la situación actual podemos deducir que se trata de una serie de profundos conflictos en el seno de una familia trágicamente resquebrajada.
Henry Cortez parecía pensativo. Se rascó la oreja. Advirtió que sus colegas lo apuntaban todo con una actitud tan febril como la suya.
Gunnar Björck sintió un pánico más bien maníaco cuando supo de los disparos producidos en el hospital de Sahlgrenska. Tenía unos terribles dolores de espalda.
Al principio se quedó indeciso durante más de una hora. Luego cogió el teléfono e intentó hablar con su antiguo protector Evert Gullberg, de Laholm. Nadie respondió.
Escuchó las noticias y así se enteró de lo dicho en la rueda de prensa de la policía. Zalachenko había sido asesinado por un fanático de la justicia de setenta y ocho años.
«¡Dios mío! Setenta y ocho años.»
Intentó nuevamente, sin ningún éxito, ponerse en contacto con Evert Gullberg.
El pánico y la angustia acabaron apoderándose de él. No era capaz de quedarse en esa casa de Smådalarö que le habían dejado. Se sentía acorralado y expuesto. Necesitaba tiempo para pensar. Preparó una bolsa con ropa, medicamentos para el dolor y útiles de aseo. No quería usar su teléfono, así que, cojeando, se acercó hasta la cabina que había junto a la tienda de ultramarinos y llamó a Landsort para reservar una habitación en la vieja torre del práctico, que había sido convertida en hotel. Landsort estaba en el fin del mundo; nadie lo buscaría allí. Reservó dos semanas.
Consultó su reloj; si quería coger el último ferri, ya podía darse prisa. Así que volvió a casa a toda la velocidad que su dolorida espalda le permitió. Fue derecho a la cocina y se aseguró de que la cafetera eléctrica estaba apagada. Luego se dirigió a la entrada para coger la bolsa. Al pasar por delante del salón echó un vistazo casual a su interior y se detuvo asombrado.
Al principio no entendió lo que estaba viendo.
De algún misterioso modo, la lámpara del techo había sido quitada y colocada sobre la mesa que había junto al sofá. Del gancho del techo pendía, en su lugar, una cuerda situada justo encima de un taburete que solía estar en la cocina.
Björck se quedó mirando la soga sin comprender nada en absoluto.
Luego oyó un movimiento a sus espaldas y sintió cómo le flaqueaban las piernas.
Se dio lentamente la vuelta.
Eran dos hombres de unos treinta y cinco años. Advirtió que tenían un aspecto mediterráneo. No le dio tiempo a reaccionar; lo cogieron por las axilas y lo arrastraron hacia atrás hasta el taburete. Al intentar oponer resistencia, el dolor le atravesó la espalda como un cuchillo. Ya estaba prácticamente paralizado cuando advirtió que lo levantaban y lo subían al taburete.
A Jonas Sandberg lo acompañaba un hombre de cuarenta y nueve años apodado Falun, que en su juventud había sido un ladrón profesional y que luego se recicló y se hizo cerrajero. En 1986, la Sección -en concreto, Hans von Rottinger- lo contrató para realizar una operación que consistía en forzar las puertas de la casa del líder de una organización anarquista. Luego fue contratado esporádicamente hasta mediados de los años noventa, cuando ese tipo de operaciones empezó a ser cada vez menos frecuente. Fue Fredrik Clinton quien, a primera hora de la mañana, reavivó esa relación contratando a Falun para una misión. Éste se llevaría diez mil coronas, libres de impuestos, por un trabajo de apenas diez minutos. A cambio, se comprometió a no robar nada del piso que era objeto de la operación; la Sección, a pesar de todo, no se dedicaba a actividades delictivas.
Falun no sabía exactamente a quién representaba Clinton, pero suponía que tenía algo que ver con lo militar. Había leído a Jan Guillou. No hizo preguntas. Sin embargo, después de tantos años de silencio por parte del arrendatario de sus servicios, se sentía bien pudiendo volver a la acción.
Su trabajo consistiría en abrir una puerta. Era experto en forzar puertas, pero, aunque llevaba una pistola de cerrajería, le costó cinco minutos forzar las cerraduras de la puerta del apartamento de Mikael Blomkvist. Luego Falun esperó en la escalera mientras Jonas Sandberg atravesaba el umbral.
– Estoy dentro -dijo Sandberg a través de su manos libres.
– Bien -contestó Fredrik Clinton-. Estate tranquilo y ten cuidado. Descríbeme lo que ves.
– Me encuentro en el vestíbulo. A la derecha hay un armario y un estante para sombreros, y a la izquierda un cuarto de baño. El resto del piso está conformado por un solo espacio de unos cincuenta metros cuadrados. Hay una pequeña cocina americana a la derecha.