En su fuero interno, no le cabía la menor duda de que Lisbeth Salander era en realidad culpable de un triple asesinato y de que el juicio sería pan comido, una simple representación de autopropaganda con él mismo en el papel protagonista. Luego todo se torció y, de buenas a primeras, se encontró con otro asesino completamente distinto y un caos que no parecía tener fin. Maldita Salander.
– Bueno, ¡en menudo follón nos hemos metido! -dijo-. ¿Qué has logrado averiguar esta mañana?
– Se ha lanzado una orden nacional de busca y captura de Ronald Niedermann, pero todavía anda suelto. Por ahora sólo se le busca por el asesinato del agente Gunnar Andersson, aunque supongo que también deberíamos buscarlo por los tres asesinatos cometidos aquí, en Estocolmo. Tal vez debas convocar una rueda de prensa.
Bublanski añadió lo de la rueda de prensa sólo para fastidiarle: Ekström odiaba las ruedas de prensa.
– Creo que, por el momento, la rueda de prensa puede esperar -se apresuró a decir Ekström.
Bublanski se cuidó muy mucho de que no se le escapara una sonrisa.
– Esto es más bien un asunto que concierne a la policía de Gotemburgo -aclaró Ekström.
– Bueno, en Gotemburgo tenemos in situ a Sonja Modig y Jerker Holmberg y ya hemos empezado a colaborar con ellos…
– La rueda de prensa esperará hasta que tengamos más información -zanjó Ekström con voz autoritaria-. Lo que quiero saber es hasta qué punto estás seguro de que Niedermann se encuentra realmente involucrado en los asesinatos de Estocolmo.
– Como policía estoy convencido. Sin embargo, no contamos con demasiadas pruebas. No tenemos testigos de los asesinatos y no disponemos de ninguna prueba forense verdaderamente buena. Magge Lundin y Sonny Nieminen, de Svavelsjö MC, se niegan a hacer declaraciones y pretenden hacernos creer que nunca han oído hablar de Niedermann. No obstante, lo tenemos pillado por el asesinato del agente Gunnar Andersson.
– Eso es -dijo Ekström-. Lo que interesa ahora mismo es el asesinato del policía. Pero dime… ¿hay al menos algo que indique que Salander está implicada de algún modo? ¿Se podría pensar que ella y Niedermann cometieron juntos los asesinatos?
– Lo dudo. Y yo que tú me guardaría de ir pregonando esa teoría.
– Pero entonces, ¿cuál es su papel en todo esto?
– Es una historia tremendamente complicada. Como Mikael Blomkvist te anticipaba, se trata de ese personaje llamado Zala… Alexander Zalachenko.
Al oír el nombre de Mikael Blomkvist, al fiscal Ekström le recorrió un visible escalofrío.
– Zala es un sicario ruso que desertó durante la guerra fría y que, a todas luces, carece por completo de escrúpulos -prosiguió Bublanski-. Llegó aquí en los años setenta y es el padre de Lisbeth Salander. Fue protegido por una facción de la Säpo, que silenciaba todos los delitos que cometía. Un policía de la Säpo también se encargó de que, con trece años, Lisbeth Salander fuese encerrada en una clínica psiquiátrica infantil cuando amenazaba con hacer saltar por los aires el secreto de Zalachenko.
– Comprenderás que todo esto resulte un poco difícil de digerir; no es una historia que se pueda hacer pública con facilidad. Si lo he entendido bien, toda esta información sobre Zalachenko es altamente secreta.
– Y sin embargo, es la pura verdad. Tengo documentos que lo prueban.
– ¿Puedo verlos?
Bublanski le pasó la carpeta con el informe policial de 1991. Ekström contempló pensativo el sello, que indicaba que el documento constituía una información de alto secreto, así como el número de registro, que identificó enseguida como perteneciente a la Säpo. Hojeó deprisa y corriendo el legajo de casi cien páginas y leyó unas partes al azar para acabar dejándolo de lado.
– Tenemos que intentar suavizar todo esto un poco para que la situación no se nos vaya de las manos. O sea, que encerraron a Lisbeth Salander en el manicomio porque intentó matar a su padre… ese tal Zalachenko. Y ahora le ha dado un hachazo en la cabeza. Eso, en cualquier caso, debe ser considerado intento de homicidio. Y habrá que detenerla por haberle pegado un tiro a Magge Lundin en Stallarholmen.
– Puedes detener a quien te dé la gana, pero yo, en tu lugar, me andaría con cuidado.
– Como esta historia de la Säpo se filtre se va a montar un escándalo enorme.
Bublanski se encogió de hombros. Su trabajo consistía en investigar delitos, no en controlar escándalos.
– Ese tipo de la Säpo, Gunnar Björck. ¿Qué sabemos del papel que representa en todo esto?
– Es uno de los protagonistas. Está de baja por una hernia discal y en la actualidad vive en Smådalarö.
– Muy bien… De momento nos callaremos lo de la Säpo. Ahora se trata del asesinato de un agente de policía y de nada más. Nuestra misión no es la de crear confusión.
– Creo que será difícil callarlo.
– ¿Qué quieres decir?
– He enviado a Curt Svensson para que me traiga a Björck porque quiero interrogarlo. -Bublanski miró su reloj-. Supongo que ya estará allí.
– ¿Cómo?
– En realidad había previsto darme a mí mismo el gustazo de ir a Smådalarö, pero luego surgió lo del asesinato del policía.
– No he emitido ninguna orden para que se detenga a Björck.
– Es verdad. Pero no se trata de ninguna detención. Lo traigo aquí para tomarle declaración.
– Esto no me gusta nada.
Bublanski se inclinó hacia delante con un gesto casi confidencial.
– Richard… las cosas son de la siguiente manera: desde su más tierna infancia, Lisbeth Salander ha sido víctima de una serie de abusos contra sus derechos constitucionales. Yo no pienso dejar que esto siga. Si quieres, me puedes relegar de mi cargo de jefe de la investigación, pero en ese caso me veré obligado a redactar una memoria de tono bastante duro sobre el asunto.
Richard Ekström pareció haberse tragado un limón.
Gunnar Björck, de baja de su cargo como jefe adjunto del departamento de extranjería de la policía de seguridad de Suecia, abrió la puerta de la casa de campo de Smådalarö y al levantar la vista se topó frente a frente con un hombre fuerte, con el pelo rubio y rapado y una cazadora de cuero negro.
– Busco a Gunnar Björck.
– Soy yo.
– Curt Svensson, de la policía criminal de Estocolmo.
El hombre enseñó su placa. -Usted dirá…
– Le rogamos que tenga la bondad de acompañarnos a Kungsholmen para colaborar con la policía en la investigación sobre Lisbeth Salander.
– Eh… debe de tratarse de un error.
– No, no hay ningún error -dijo Curt Svensson.
– No lo entiende. Yo también soy policía. Creo que debería comprobarlo con su jefe.
– Precisamente es mi jefe el que quiere hablar con usted.
– Tengo que hacer una llamada y…
– Puede llamar desde Kungsholmen.
De pronto, Gunnar Björck se resignó.
Ya está. Me van a implicar. Maldito Blomkvist de mierda. Maldita Salander.
– ¿Estoy detenido? -preguntó.
– De momento, no. Pero si lo desea, lo podemos arreglar.
– No… no, le acompaño, por supuesto; faltaría más. Claro que quiero colaborar con mis colegas de la policía abierta.
– Muy bien -dijo Curt Svensson mientras acompañaba a Björck hacia el interior de la casa. Le echó un ojo cuando éste fue a buscar ropa de abrigo y apagó la cafetera eléctrica.
A las once de la mañana, Mikael Blomkvist se acordó de que el coche que había alquilado seguía aparcado detrás de un granero en la entrada de Gosseberga, pero estaba tan agotado que no tenía ni fuerzas para a ir a buscarlo; y, menos aún, para conducir una larga distancia sin resultar un peligro para la circulación. Pidió consejo al inspector Marcus Erlander, quien, generosamente, se encargó de que un técnico forense de Gotemburgo trajera el vehículo cuando volviese a casa.