– Considéralo una compensación por cómo te trataron anoche.
Mikael asintió y cogió un taxi hasta el City Hotel de Lorensbergsgatan, cerca de Avenyn. Pidió una habitación individual para una noche que le costó ochocientas coronas y subió directamente. Nada más entrar, se quitó la ropa. Se sentó desnudo sobre la colcha de la cama, sacó el Palm Tungsten T3 de Lisbeth Salander del bolsillo interior de la americana y lo sopesó con la mano. Seguía perplejo por el hecho de que no se lo hubiesen confiscado cuando el comisario Thomas Paulsson lo cacheó, pero éste dio por descontado que se trataba del ordenador de Mikael, y al final no llegaron a meterlo en el calabozo ni le quitaron sus pertenencias. Reflexionó un instante y luego lo introdujo en el compartimento del maletín de su ordenador, donde guardaba el disco de Lisbeth en el que ponía «Bjurman» y que Paulsson también había pasado por alto. Era consciente de que, desde un punto de vista estrictamente legal, estaba ocultando pruebas, pero se trataba de cosas que, sin duda, Lisbeth Salander no desearía que fueran a parar a manos inadecuadas.
Encendió su móvil, vio que la batería estaba en las últimas y enchufó el cargador. Llamó a su hermana, la abogada Annika Giannini.
– Hola, hermanita.
– ¿Qué tienes tú que ver con el asesinato del policía de anoche? -le preguntó ésta de inmediato.
Mikael explicó brevemente lo sucedido.
– De acuerdo. De modo que Salander está en la UVI…
– Así es. Hasta que no se despierte no podremos saber la gravedad de sus lesiones, pero va a necesitar un abogado.
Annika Giannini reflexionó un instante.
– ¿Crees que me aceptará?
– Lo más probable es que no quiera que nadie la represente. No es de esas personas que van pidiendo favores por ahí.
– Me da la impresión de que necesitará un abogado penal. Déjame echarle un vistazo a la documentación que tienes.
– Habla con Erika Berger y dile que te mande una copia.
En cuanto Mikael terminó la conversación con Annika Giannini llamó a Erika Berger. Como no le contestaba en el móvil, marcó el número de la redacción de Millennium. Se puso Henry Cortez.
– Erika ha salido un momento -dijo Henry.
Mikael le explicó rápidamente lo que había pasado y le pidió a Henry Cortez que se lo comunicara a la redactora jefa de Millennium.
– De acuerdo. ¿Y qué podemos hacer? -preguntó Henry.
– Por hoy nada -respondió Mikael-. Necesito dormir. Si no surge ningún imprevisto, volveré a Estocolmo mañana. Millennium dará su versión en el próximo número, y para eso falta casi un mes.
Colgó, se metió bajo las sábanas y apenas tardó treinta segundos en dormirse.
La jefa adjunta de la policía regional, Monica Spångberg, golpeó con un bolígrafo el borde de su vaso de Ramlösa y pidió silencio. Alrededor de la mesa de su despacho de jefatura había diez personas congregadas: tres mujeres y siete hombres. El grupo estaba compuesto por el jefe de la brigada de delitos violentos, su jefe adjunto, tres inspectores, incluido Marcus Erlander, y el responsable de prensa de la policía de Gotemburgo. A la reunión también se convocó a la instructora del sumario, Agneta Jervas, del Ministerio Fiscal, así como a los inspectores Sonja Modig y Jerker Holmberg, de la policía de Estocolmo. Estos dos últimos habían sido invitados como muestra de su buena voluntad de cooperación con la policía de la capital y, posiblemente, también para enseñarles cómo se realiza una investigación policial de verdad.
Spångberg, que ya estaba acostumbrada a ser la única mujer en un entorno masculino, no tenía precisamente fama de perder el tiempo en formalidades y frases de cortesía. Explicó que el jefe de la policía regional se encontraba en Madrid en una conferencia de la Europol, que había interrumpido su viaje cuando se le avisó del asesinato del policía y que no lo esperaban hasta la noche. Luego se dirigió directamente al jefe de la brigada de delitos violentos, Anders Pehrzon, y le pidió que resumiera la situación.
– Hace ya más de diez horas que nuestro colega Gunnar Andersson fue asesinado en la carretera de Nossebro. Conocemos el nombre del asesino, Ronald Niedermann, pero aún no disponemos de ninguna fotografía de dicha persona.
– En Estocolmo tenemos una foto suya de hace más de veinte años. Nos la dio Paolo Roberto, pero no sirve de mucho -dijo Jerker Holmberg.
– Vale. Como ya sabéis, el coche patrulla que robó ha sido encontrado esta mañana en Alingsås. Se hallaba aparcado en una bocacalle, a unos trescientos cincuenta metros de la estación de trenes. No nos consta que nadie haya denunciado el robo de un coche en la zona.
– ¿Cómo está la situación?
– Tenemos vigilados los trenes que llegan a Estocolmo y Malmö. Hemos emitido una orden nacional de busca y captura e informado a la policía de Noruega y Dinamarca. Ahora mismo habrá unos treinta policías trabajando en la investigación y, naturalmente, todo el cuerpo mantiene los ojos bien abiertos.
– ¿Pistas?
– De momento ninguna. Pero una persona con un aspecto tan llamativo como el de Niedermann no debe de ser imposible de localizar.
– ¿Alguien conoce el estado de Fredrik Torstensson? -preguntó uno de los inspectores de delitos violentos.
– Está en Sahlgrenska. Se encuentra herido de gravedad, más o menos como si hubiese sufrido un accidente de tráfico. Resulta difícil creer que una persona sea capaz de causar esas lesiones tan sólo con sus manos. Aparte de alguna que otra fractura en las piernas y unas cuantas costillas rotas, tiene una vértebra del cuello dañada y corre el riesgo de quedarse parcialmente paralizado.
Todos se quedaron reflexionando un instante sobre el estado de su colega hasta que Spångberg volvió a tomar la palabra. Se dirigió a Erlander:
– ¿Qué es lo que en realidad ocurrió en Gosseberga?
– Lo que ocurrió en Gosseberga se llama Thomas Paulsson.
Varios de los que participaban en la reunión emitieron un quejido al unísono.
– ¿No hay nadie que pueda jubilar a ese tío? Es una puta catástrofe andante.
– Conozco muy bien a Paulsson -dijo Monica Spångberg con un tono de voz grave-. Pero no he oído ninguna queja sobre él durante el último… bueno, durante los últimos dos años.
– El jefe de policía de allí arriba es un viejo amigo de Paulsson y lo habrá estado protegiendo. Con las mejores intenciones, dicho sea de paso; esto no es ninguna crítica contra él. Pero anoche Paulsson se comportó de una forma muy rara y varios compañeros me informaron de ello.
– ¿Qué es lo que hizo?
Marcus Erlander miró de reojo a Sonja Modig y a Jerker Holmberg. Se sentía manifiestamente avergonzado de tener que sacar a relucir ante sus colegas de Estocolmo las carencias de la organización.
– Creo que lo más raro que hizo fue poner a un técnico forense a hacer un inventario de todo lo que había en el leñero donde encontramos a ese Zalachenko.
– ¿Un inventario del leñero? -preguntó Spångberg.
– Sí… bueno… que quería saber el número exacto de leños que había. Para que el informe fuese correcto.
Un elocuente silencio se apoderó del despacho antes de que Erlander se apresurara a seguir.
– Y esta mañana ha salido a la luz que Paulsson está tomando al menos dos psicofármacos que se llaman Xanor y Efexor. Se supone que debería estar de baja, pero ha ocultado su estado a sus colegas.
– ¿Qué estado? -preguntó Spångberg con un tono incisivo.
– No lo sé con certeza; el médico se acoge al secreto profesional, ya sabéis, pero los psicofármacos son, por una parte, un potente ansiolítico y, por otra, un estimulante. Anoche, simple y llanamente, estaba como una moto.