Ella volvió a asentir. Luego regresó al baño y vomitó.
Se quedó en Harry's Bar un par de horas más antes de que su mirada se aclarara lo suficiente como para que Harry se atreviera a dejarla marchar. Abandonó el lugar tambaleándose, bajó hasta el aeropuerto y continuó andando por la playa hasta la marina. Paseó hasta que fueron las ocho y media y la tierra dejó de moverse bajo sus pies. Entonces volvió al hotel. Subió a su habitación, se lavó los dientes, se echó agua en la cara, se cambió de ropa y bajó hasta el bar, donde pidió un café y una botella de agua mineral.
Permaneció sentada en silencio y sin hacerse notar, junto a un pilar, mientras estudiaba a la gente del bar. Vio a una pareja de unos treinta años enfrascada en una discreta conversación. La mujer llevaba un vestido claro de verano. El hombre la tenía cogida de la mano por debajo de la mesa. Dos mesas más allá había una familia negra, él con unas incipientes canas en las sienes, ella con un hermoso y colorido vestido amarillo, negro y rojo. Tenían dos hijos que estaban a punto de entrar en la adolescencia. Estudió a un grupo de hombres de negocios vestidos con camisa blanca y corbata y con las americanas colgadas en el respaldo de sus respectivas sillas. Se encontraban tomando cerveza. Vio a un grupo de pensionistas que, sin duda, eran turistas americanos. Los hombres llevaban gorras de béisbol, polos y pantalones de sport. Las mujeres llevaban exclusivos vaqueros de marca, tops rojos y gafas de sol con cordones. Vio entrar desde la calle a un hombre con una americana clara de lino, camisa gris y corbata oscura que fue a buscar la llave a la recepción antes de dirigirse al bar para pedir una cerveza. Ella se hallaba a tres metros de él y lo enfocó con la mirada cuando éste cogió un teléfono móvil y se puso a hablar en alemán.
– Hola, soy yo… ¿todo bien?… Tenemos la próxima reunión mañana por la tarde… no, creo que se va a solucionar… me quedaré cinco o seis días y luego iré a Madrid… no, no estaré de vuelta hasta finales de la semana que viene… yo también… te quiero… claro que sí… te llamaré esta semana… un beso.
Medía un metro ochenta y cinco centímetros y tendría unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Su pelo era rubio, algo canoso, y más tirando a largo que a corto. Tenía un mentón poco pronunciado y una cintura a la que le sobraban unos cuantos kilos. Aun así se conservaba bastante bien. Estaba leyendo el Financial Times. Cuando terminó su cerveza se dirigió al ascensor. Lisbeth Salander se levantó y lo siguió.
Él pulsó el botón de la sexta planta. Lisbeth se puso a su lado y apoyó el cogote contra la pared del ascensor.
– Estoy borracha -dijo ella.
Él la miró.
– ¿Ah, sí?
– Sí. He tenido una semana horrible. Déjame adivinar: eres uno de esos hombres de negocios de Hannover o de algún otro sitio del norte de Alemania. Estás casado. Quieres a tu mujer. Y tienes que quedarte aquí en Gibraltar unos cuantos días más. Eso es todo lo que he podido sacar de tu llamada telefónica.
Él la miró asombrado.
– Yo soy de Suecia. Siento la irresistible necesidad de acostarme con alguien. Me importa una mierda que estés casado y no quiero tu número de teléfono.
Él arqueó las cejas.
– Estoy en la habitación 711, una planta más arriba que la tuya. Pienso ir a mi habitación, desnudarme, ducharme y meterme bajo las sábanas. Si quieres acompañarme, llama a mi puerta dentro de media hora. Si no, me dormiré.
– ¿Es esto algún tipo de broma? -preguntó cuando se paró el ascensor.
– No. Me da pereza salir a algún bar para ligar. O bajas a mi habitación o paso del tema.
Veinticinco minutos más tarde llamaron a la habitación de Lisbeth. Ella salió a abrir envuelta en una toalla de baño.
– Entra -dijo.
Él entró y, lleno de suspicacia, recorrió la habitación con la mirada
– Estoy sola -dijo ella.
– ¿Qué edad tienes en realidad?
Lisbeth estiró la mano, cogió su pasaporte, que estaba encima de una cómoda, y se lo dio.
– Pareces más joven.
– Ya lo sé -le respondió. Luego se quitó la toalla y la tiró a una silla. Se acercó a la cama y retiró la colcha.
Él se quedó observando fijamente sus tatuajes. Ella lo miró de reojo por encima del hombro.
– Esto no es ninguna trampa. Soy una mujer, estoy soltera y llevo aquí un par de días. Hace meses que no me acuesto con nadie.
– ¿Y por qué me has elegido a mí?
– Porque eras la única persona del bar que no parecía estar acompañada.
– Estoy casado…
– No quiero saber quién es, ni tampoco quién eres tú. Y no quiero hablar de sociología. Quiero follar. O te desnudas o vuelves a tu habitación.
– ¿Así, sin más?
– ¿Por qué no? Ya eres mayorcito y sabes lo que hay que hacer.
Él reflexionó medio minuto. Daba la sensación de que se iba a ir. Ella se sentó en el borde de la cama a esperar. Él se mordió el labio inferior. Luego se quitó los pantalones y la camisa y se quedó en calzoncillos, como si no supiera qué hacer.
– Todo -dijo Lisbeth Salander-. No pienso follar con alguien que lleve calzoncillos. Y tienes que usar condón. Yo sé con quién he estado, pero no con quién has estado tú.
Se quitó los calzoncillos, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. Lisbeth cerró los ojos cuando él se agachó y la besó. Sabía bien. Ella dejó que él la tumbara sobre la cama. Pesaba.
El abogado Jeremy Stuart MacMillan sintió cómo se le ponía el vello de punta en el mismo momento en que abrió la puerta de su bufete de Buchanan House en Queensway Quay, por encima de la marina. Le vino un olor a tabaco y oyó el crujir de una silla. Eran poco menos de las siete de la mañana y lo primero que le pasó por la cabeza fue que había sorprendido a un ladrón.
Luego percibió un aroma de café recién hecho que provenía de la cocina. Al cabo de unos segundos entró dubitativamente por la puerta, atravesó el vestíbulo y le echó un vistazo a su amplio despacho, elegantemente amueblado. Lisbeth Salander estaba sentada en la silla de su escritorio, dándole la espalda y con los pies apoyados en el alféizar de la ventana. El ordenador de la mesa estaba encendido y al parecer no había tenido problemas para averiguar su contraseña. Tampoco a la hora de abrir su armario de seguridad: sobre las rodillas tenía una carpeta con correspondencia y contabilidad sumamente privadas.
– Buenos días, señorita Salander -acabó diciendo.
– Mmm -contestó ella-. En la cocina tienes café recién hecho y cruasanes.
– Gracias -dijo él mientras suspiraba resignado.
Bien era cierto que había comprado el bufete con el dinero de Lisbeth y a petición de ella, pero Stuart no se esperaba que se le presentara allí sin previo aviso. Además, ella había encontrado -y, al parecer, leído- una revista porno gay que él escondía en un cajón.
¡Qué vergüenza! O tal vez no.
Por lo que se refería a las personas que lo irritaban, Lisbeth Salander se le antojaba la persona más intransigente que jamás había conocido, pero luego, por otra parte, ni tan siquiera arqueaba las cejas ante las debilidades de la gente. Ella sabía que, oficialmente, él era heterosexual, pero que su oscuro secreto consistía en que le atraían los hombres y que, desde que se divorciara, hacía ya quince años, se había dedicado a hacer realidad sus fantasías más íntimas.
¡Qué raro! Me siento seguro con ella.
Ya que se encontraba en Gibraltar, Lisbeth había decidido visitar al abogado Jeremy MacMillan, que se ocupaba de su economía. No se ponía en contacto con él desde principios de año y quería saber si, durante su ausencia, él la había estado arruinando.
Pero no urgía, y tampoco era la razón por la que había ido directamente a Gibraltar cuando fue puesta en libertad. Lo había hecho porque sentía una imperiosa necesidad de alejarse de todo, y, en ese sentido, Gibraltar era perfecto. Había pasado casi una semana borracha y luego unos cuantos días más acostándose con ese hombre de negocios alemán que acabó presentándose como Dieter. Dudaba de que ése fuera su verdadero nombre, pero no hizo ni el más mínimo intento por averiguarlo. Él se pasaba todo el día metido en reuniones. Por la noche cenaba con Lisbeth y luego subían a la habitación de él o de ella.