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Volvió la cabeza y miró de reojo la gasolinera OK, donde un camión que tenía una placa de TIR acababa de parar. Se percató entonces de que se encontraba en la ruta principal del puerto de ferris de Kappelskär, por donde pasaba gran parte del tráfico de mercancías que existía entre Suecia y los países bálticos.

Arrancó el coche, volvió a salir a la carretera y se desvió hasta la abandonada fábrica de ladrillos. Aparcó en medio del solar y se bajó del coche. Hacía frío y se puso una gorra negra y unos guantes de cuero también negros.

El edificio principal constaba de dos plantas. La planta baja tenía todas las ventanas tapadas con madera contrachapada. En la planta superior advirtió una gran cantidad de ventanas rotas. La fábrica era bastante más grande de lo que se había imaginado. Parecía estar tremendamente deteriorada. No pudo apreciar ni rastro de reformas. No vio un alma viviente, pero advirtió que alguien había tirado un condón usado en medio del aparcamiento y que una parte de la fachada había sido el blanco de los ataques de varios artistas del grafiti.

¿Por qué coño había sido Zalachenko propietario de este edificio?

Dio una vuelta alrededor de la fábrica y en la parte de atrás encontró un edificio que estaba en ruinas. Constató que todas las puertas del edificio principal se hallaban cerradas con cadenas y candados. Al final, frustrada, examinó una puerta que había en la fachada lateral. En todas las demás puertas, los candados estaban fijados con sólidos pernos de hierro y sistemas antipalanca. Pero el candado de la puerta de la fachada lateral parecía más débil y, de hecho, sólo estaba clavado con unos gruesos clavos. Bah, qué coño; al fin y al cabo esto es mío. Miró a su alrededor y, entre un montón de escombros, halló un delgado tubo de hierro que utilizó como palanca para romper la sujeción del candado.

Fue a parar al hueco de una escalera que daba a la estancia de esa planta baja. Las ventanas tapadas hacían que todo estuviera sumido en la más absoluta oscuridad, a excepción de unos finos rayos de luz que se filtraban por los bordes de la madera contrachapada. Se quedó quieta unos minutos hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudieron divisar un inmenso mar de basura, palés abandonados, maderas y maquinaria vieja en una nave que tendría unos cuarenta y cinco metros de largo y quizá unos veinte de ancho y que estaba soportada por unos macizos pilares. Los viejos hornos de la fábrica parecían haber sido desmontados y sacados de allí. Sus bases se habían convertido en piscinas llenas de agua; en el suelo también se apreciaban grandes charcos de agua y mucho moho. El aire estaba enrarecido y podrido en todo aquel escombrero. Lisbeth arrugó la nariz.

Dio media vuelta y subió las escaleras. La planta superior se hallaba seca y estaba compuesta por dos grandes salas contiguas, de algo más de veinte por veinte metros de largo y al menos ocho de alto. Inaccesibles, cerca del techo, había unas ventanas. No ofrecían ninguna vista, pero contribuían a difundir una bonita luz en la planta. Al igual que la de abajo, ésta se encontraba llena de trastos. Pasó por delante de docenas de cajas de almacenaje de un metro de alto que había amontonadas, unas encima de otras. Intentó mover una. Resultó imposible. Leyó las palabras «Machine parts 0-A77». Justo debajo se leía lo mismo, pero en ruso. Descubrió un montacargas abierto en medio de una de las paredes longitudinales de la primera sala.

Se trataba de una especie de almacén de viejas máquinas que no podrían reportar grandes beneficios mientras se quedaran allí oxidándose.

Pasó por la puerta a la sala interior y se dio cuenta de que se encontraba en el sitio donde se habían hecho las obras de reforma. Aquello también estaba atestado de trastos, cajas de almacenaje y viejos muebles de oficina dispuestos en una especie de laberíntico orden. Habían dejado libre una parte del suelo e instalado nuevas tablas de madera. Lisbeth se percató de que, sin lugar a dudas, las obras habían sido interrumpidas apresuradamente: útiles como una sierra eléctrica circular, otra de banco, una pistola de clavos, una palanqueta, una pica de hierro y varias cajas de herramientas permanecían allí todavía. Frunció el ceño: aunque el trabajo se hubiese interrumpido, la empresa debería haberse llevado sus cosas. Pero también esa pregunta tuvo su respuesta cuando, al levantar un destornillador, constató que el texto del mango estaba escrito en ruso. Zalachenko había importado las herramientas y quizá también la mano de obra.

Se acercó a la sierra circular y accionó el interruptor. Se encendió una lucecita verde. Había electricidad. Dejó el interruptor en su posición inicial.

Al fondo del todo había tres puertas que daban a unos espacios más pequeños, quizá las viejas oficinas. Bajó la manivela de la puerta que quedaba más al norte. Cerrada con llave. Miró a su alrededor y volvió hasta donde se encontraban las herramientas para buscar una palanqueta. Le llevó un rato forzar la puerta.

La habitación estaba completamente oscura y olía a cerrado. Buscó a tientas un interruptor, lo encontró y, al activarlo, una desnuda bombilla se encendió en el techo. Lisbeth miró asombrada a su alrededor.

Allí había tres camas con mugrientos colchones y otros tres colchones puestos directamente sobre el suelo. Tiradas a diestro y siniestro, se veían algunas sábanas sucias. A la derecha, un hornillo y unas cuantas cacerolas junto a un grifo oxidado. En un rincón descubrió un cubo y un rollo de papel higiénico.

Alguien había vivido allí. Varias personas.

De repente advirtió que la puerta no tenía ningún tirador por dentro. Sintió que un gélido escalofrío le recorría la espina dorsal.

Al fondo de la estancia había un armario grande. Se acercó, abrió la puerta y se encontró con dos maletas puestas una encima de otra. Sacó la que estaba arriba. Contenía ropa. Hurgó en ella y cogió una falda cuya etiqueta estaba en ruso. Encontró un bolso y vació su contenido en el suelo. Entre el maquillaje y otros objetos halló un pasaporte que pertenecía a una mujer morena de unos veinte años. También en ruso. Pudo descifrar el nombre: Valentina.

Lisbeth Salander salió lentamente de la habitación. Experimentó una sensación de déjá vu: dos años y medio antes, había realizado una inspección similar del lugar del crimen en un sótano de Hedeby. Ropa de mujer. Una cárcel. Se detuvo y se quedó reflexionando un buen rato. Le preocupaba que se hubieran dejado el pasaporte y la ropa. Allí había algo raro.

Luego volvió hasta donde estaba la caja de herramientas y hurgó en ella hasta que dio con una potente linterna. Se aseguró de que tuviera pilas, bajó a la planta baja y entró en aquella gran sala. El agua de los charcos le caló las botas.

Cuanto más se adentraba, el olor a putrefacción se hacía cada vez más repugnante. La peste parecía ser peor en el centro de la estancia. Se quedó junto a una de las bases de los viejos hornos de ladrillo, que estaba llena de agua casi hasta arriba. Iluminó con la linterna la negra superficie acuática pero no pudo distinguir nada: casi toda ella se hallaba cubierta por un conjunto de algas que formaban una viscosidad verde. Miró a su alrededor y encontró un hierro de tres metros de largo. Lo introdujo en la piscina y removió el agua. La profundidad sólo era, más o menos, de medio metro. Chocó casi enseguida con algo. Hizo palanca unos cuantos segundos hasta que un cuerpo asomó a la superficie: primero la cara, una desfigurada máscara que rezumaba muerte y podredumbre. Lisbeth respiró por la boca y, al contemplar el rostro a la luz de la linterna, constató que pertenecía a una mujer, quizá a la chica del pasaporte que encontró allí arriba. No poseía ningún conocimiento sobre la velocidad de descomposición del agua fría, pero aquel cuerpo parecía llevar bastante tiempo en la piscina.