– ¡A ellos! ¡Están raptando a la Dama Ruiseñor! No tardó mucho en divisar a los fugitivos doblando un recodo. Los otros, al oír sus gritos y verle llegar, quisieron apresurarse, aunque la carreta, en aquellas callejuelas estrechas y mal empedradas, era de difícil manejo e iba chocando en las esquinas de las casas. Pero ya estaban muy cerca de la puerta de Saint Guilhem. Fue entonces cuando, en una revuelta de la calle, un golpe contra un saliente hizo que el carretón perdiera una de sus ruedas y cayera con estrépito.
Los rufianes se miraron entre ellos desconcertados, pero cuando el que mandaba sacó su puñal, los demás hicieron lo mismo. Hugo se detuvo a una distancia prudente y buscó refugio en el umbral de una puerta para tener su espalda cubierta. Esgrimía su daga. Aquél fue un movimiento oportuno porque justo detrás venía el tipo de la garrota, seguido del alfarero con su piedra y una turba de gentes vociferantes. Respiró un momento. Al menos se habían detenido. Ahora la prisa de los otros jugaba a su favor.
– ¡Esta noche el senescal os ahorcará a todos! -gritó a los del carretón-. ¡Soltad a la Dama Ruiseñor!
– ¡A muerte con los rufianes! -aulló el alfarero coreado por la chusma.
Los secuestradores se miraban unos a otros muy nerviosos.
– ¡Las tropas del senescal están llegando!
El que lideraba al grupo no esperó y, sin advertir a los demás, se puso a correr hacia la puerta provocando la desbandada de los suyos, que huyeron perseguidos por el alfarero y los curiosos.
Hugo no tuvo dudas y, despreocupándose de los rufianes, se precipitó al carretón. Quitando las telas, y la estructura de madera que las sostenían, se encontró con Bruna envuelta en cuerdas, hecha un ovillo.
En segundos, cortó las ataduras.
Había quedado aturdida por el golpe y el cuerpo me dolía por entero. Sentía el roce de las cuerdas sobre toda mi piel, empeorado por las sacudidas. Pero oí los gritos, supe que Hugo estaba allí y confié en él y en mis rezos al Señor.
Me empezó a hablar al quitar las telas que cubrían el carretón.
– Bruna, mi dama -decía-, tranquilizaos, estáis a salvo. Soy yo, Hugo.
Y lágrimas de felicidad acudieron a mis ojos.
Continuó hablándome dulcemente mientras cortaba las sogas que me atormentaban. Y no pude, no quise evitar, abrazarle entre llantos cuando liberó mi cuerpo y mis manos. Él también me abrazaba y me consolaba con sus tiernas palabras. Yo me apreté a él, sentí su cuerpo contra el mío y olvidando protocolos, le besé en la mejilla. No me acordaba ni del miedo ni del dolor y allí, en sus brazos, hubiera querido quedarme toda la vida.
No me dieron detalles de lo ocurrido. Dijeron que eran bandidos, que no querían dañarme, sólo buscaban cobrar un rescate. Cogieron al herido y a otro más; eran rufianes vulgares contratados por unas monedas. Lo único que confesaron bajo tortura fue que ignoraban quién era el que daba las órdenes, pero que tenía acento narbonense y que en el brazo llevaba marcada una estrella de seis puntas. Mi padre los hizo colgar al día siguiente en las columnas de la ciudad y allí quedaron los cuerpos, como ejemplo para criminales, alimentando a los cuervos. A partir de aquel día, Hugo de Mataplana, al que siempre mi padre había respetado, pasó a ser casi de la familia, pero yo intuía que había algo más que me ocultaba. En unas palabras sueltas tomadas de una conversación de Hugo con mi padre, oí algo sobre el reino judío de Occitania y el arzobispo de Narbona.
Pensé que había entendido mal. Berenguer III era el hijo natural de Ramón Berenguer IV, el abuelo del rey Pedro II de Aragón. Luego era el tío bastardo de éste. Aquello era muy extraño. ¿Qué relación podría tener el arzobispo con el intento de mi secuestro?
A partir de aquel día, cuando mi ama y yo salíamos, cuatro hombres armados nos acompañaban.
12
«Lo Papa i trames un clerge mot valent que avia nom Milos, cui fos obezient.»
[(«El Papa envió un clérigo muy distinguido, llamado Milos, para que fuera obedecido.»)]
Cantar de la cruzada, I-11
Saint Gilles, 8 de junio de 1209
Los esquejes de abedul silbaron en el aire, la multitud contuvo el aliento y el chasquido del golpe llegó, a través de un silencio de muerte, a todos los oídos.
– Yo te absuelvo -pronunció con voz clara el legado Milos.
El abedul cortó otra vez el aire sacudiendo la desnuda espalda del conde Raimon VI de Tolosa, que, arrodillado, con una soga al cuello y un cirio encendido de penitente en su mano derecha, se iba inclinando ante los golpes y la humillación. Frente a él se alzaba el altar improvisado a la entrada del monasterio de Saint Gilles presidido por el Santísimo Sacramento y las reliquias más preciadas de la abadía, entre las que destacaba un trozo de la Veracruz. Tres arzobispos y diecinueve obispos vestidos con sus mejores galas -báculos de marfil, mitras, casullas bordadas en oro y pedrería- presenciaban la penitencia satisfechos. Antes, Raimon VI había tenido que jurar, como duque de Narbona, conde de Tolosa y marqués de Provenza, frente al abad del Císter y legado papal Arnaldo, y demás eclesiásticos y una amplia representación de cruzados lo que Milos quiso que jurara. El silencio de los miles de espectadores era absoluto; todos querían oír el chasquido en la carne.
– Yo te absuelvo -dijo de nuevo Milos mientras con su mano derecha hacía la señal de la cruz sobre el conde.
Y otra vez alzó el abedul con su mano izquierda y lo descargó sobre las blancas carnes del conde. Los dieciséis nobles principales de sus dominios contemplaban de pie el castigo de su señor. Ellos también prometieron el largo pliego enviado desde Roma.
Hugo de Mataplana, con la guitarra sujeta a la espalda, se había situado en primera fila del espectáculo gracias a la fuerza de sus codazos y la larga daga que colgaba de su cinto. Contemplaba la escena tenso y con los labios apretados.
No le gustaba el conde; era un mentiroso, un político de doble faz, un cobarde de la peor calaña, pero más le disgustaba la intolerable humillación que se inflingía al primero de los nobles de Occitania, que, a pesar de haber clamado mil veces su inocencia en el asesinato del legado papal Peyre de Castelnou, pagaba ahora en público por ese crimen y por todos los demás que la Iglesia católica quiso achacarle. Hugo pensaba que se envilecía a toda Occitania en la persona del conde y que éste jamás se hubiera prestado a esa farsa, a no ser por el temor al ejército cruzado del norte que se congregaba en Lyon y que pronto estaría listo para caer sobre las tierras de Oc.