– Eso es muy complejo -dijo el caballero.
– No, no lo es si sabéis ver qué hay en el fondo de vuestro corazón -repuse-. Mi Grial es el amor, pero no al estilo cortés del Fin'Amor. Quiero el amor pleno. Ésa es mi búsqueda, y la materialización de ese Grial sois vos. ¿Cuál es vuestro Grial, Hugo de Mataplana? ¿Cuál es vuestro valor supremo? ¿Cuál es la búsqueda?
El caballero rumió pensativo.
– También es el amor, pero no tengo derecho a su disfrute si no cumplo antes con mi juramento. Debo ser fiel a mi señor -contestó al rato.
– ¿Y qué queréis conseguir con ello? -inquirí-. ¿Honores, castillos, tierras, poder…?
– Deseo el triunfo de las armas del Rey, y también su favor. Pero no es ésa mi búsqueda final. Ése no es mi Grial.
– ¿Cuál es entonces?
– Ser honorable, sentirme bien por ello. Y la única forma que me enseñaron para lograrlo es cumpliendo mi deber. No puedo amar en el deshonor.
– Decidme, Hugo. ¿Alcanzaréis ese Grial vuestro una vez me hayáis entregado al Rey? ¿Cuando él me posea? Decidme, Hugo de Mataplana. ¿Encontraréis la paz, estaréis orgulloso de vos entonces? ¿Seréis honrado?
Cabizbajo, se quedó otra vez callado. Y yo me contenté viéndole infeliz. Sabía que, por mucha retórica que desplegara, no lograría cambiar los principios de aquel estúpido cerril. Me di cuenta de que obtenía placer en su castigo. Me gustaba hurgar en él. Pero pensé que había llegado al límite; amargándolo lo alejaba más.
– Es mi obligación -musitó triste al rato-. No puedo hacer otra cosa; es mi honor, es mi promesa.
– El Rey nunca me tendrá -afirmé.
Hugo me miró en silencio.
– Me encerraré en un convento.
– Él os sacará de allí.
– Pues saltaré de la torre más alta. Me mataré, pero no me tendrá.
– Moriré con vos -dijo.
Sacó su daga y apuntó a su pecho.
– Juro por Dios que si algo os ocurre, hundiré su filo en mi corazón.
Supe que así lo haría. Decidí callar. Ninguna palabra, ninguna súplica, ningún argumento cambiaría su decisión y temí que cometiera una locura, de continuar presionándole. Sacudí mi cabeza incrédula. Aquello era tan absurdo como real.
Miré las montañas que iban creciendo conforme avanzábamos por el camino. Igual que mi tristeza.
110
«Aprissa cantan los gallos e quieren crebar albores.»
[(«Tan temprano cantan los gallos que quieren quebrar el alba.»)]
Poema de Mío Cid
Aquella noche fue aún más fría. La estación avanzaba y también la altura de los montes. Logramos encontrar un refugio contra una pared de roca que se curvaba formando un abrigo natural. Era el lugar perfecto para hacer un fuego y cocinar sin que se notara desde el camino. Agradecimos, después de duras jornadas a pan, queso, cecina y fruta, tomar algo más consistente. Habíamos provisto nuestras alforjas en el último pueblo y un buen cocido de tocino, alubias, verduras y salchichas, acompañado de un vino potente, mejoró los ánimos decaídos de los últimos días. Incluso bromeamos y reímos. A mí se me ensanchaba el corazón siendo feliz con él. Le miraba, él me miraba y sentía esas mariposas en el estómago que había notado la primera vez que le vi. Percibía en su mirada que a él le ocurría lo mismo. Deseaba besarle, abrazarle, pero él no me dio pie y yo me reprimí. No quería que, después de mis anteriores asaltos, él temiera que quería seducirle. Tomamos guitarra y vihuela para cantar bajito, sin llamar la atención a quien pudiera andar por el camino, ora alegres, después melancólicos, pero siempre a dúo.
Él se entregó rendido al sueño, pero yo, a pesar del cansancio, no pude hacerlo. No paraba de cavilar. ¡Teniendo la felicidad tan cercana, la perdíamos tan estúpidamente! Sentía frío, pero no podía abrazarle y empecé a jugar con el fuego quemando ramitas e intentando adivinar mi futuro en las llamas que danzaban.
Fue al alba cuando un cambio tenue en el viento hizo que el abrigo en el que nos refugiábamos se llenara de humo. Hugo tosió y se removió inquieto, pero enseguida volvió a dormirse. Unos momentos después, volvía a toser y al fin se agitó desazonado para incorporarse preguntando:
– ¿Qué es ese olor tan horrible? ¿Qué se está quemando?
El fuego ardía aún vivo. La tarde anterior habíamos recogido leña en abundancia, pero se terminaba ya y yo estaba a punto de completar la tarea en la que me había afanado durante la noche. Tomé un pergamino y lo puse al fuego. Había aprendido que mientras los papiros queman bien los pergaminos lo hacen con dificultad.
– ¡¿Qué hacéis?! -exclamó incorporándose de un salto.
– Buenos días, Hugo -le dije continuando con lo mío.
De un zarpazo me arrebató el pergamino chamuscado para comprobar que era uno de aquellos preciosos documentos que cargaba la séptima mula.
– ¡Por Dios, Bruna! ¿Qué habéis hecho?
Se precipitó a los fardos abiertos y comprobó que no quedaban más que un par de hojas.
– ¿Estáis loca? -dijo encarándoseme.
Su faz reflejaba su pasmo, su incredulidad, su desesperación.
– ¡Decidme que es una broma, que habéis escondido los documentos en algún sitio! -exclamó.
Y su vista buscaba en el fondo del abrigo, en las matas de alrededor.
– No lo es. Los he quemado todos -repuse serena.
– ¡¿Pero por qué?! -su mirada echaba chispas y dio un paso hacia mí amenazándome.
Por primera vez vi en mi protector un peligro y consideré la posibilidad de que me agrediera. Me eché hacia atrás intimidada y él avanzó; tenía los puños cerrados y su mandíbula tensa denotaba crujir de dientes.
– ¿Es que no sabéis todo lo que ha costado investigar, recopilar esos documentos, protegerlos? ¡Se han empleado vidas enteras! ¿Sabéis cuántos han muerto por su causa? ¿A cuántos se ha asesinado?
– ¡Claro que lo sé! -repuse plantándole cara-. Miles y miles, incluida mi familia.
– ¡¿Pero es que os habéis vuelto loca?! -me miraba fiero, con los ojos aún legañosos-. ¡Esos documentos eran la esperanza para muchos!
– Y la muerte para cientos de miles más -le contesté-. Esos pliegos eran la garantía de una nueva guerra, quizá aún más cruel.
– Por ellos han luchado y han muerto vuestro padre, vuestro padrino, vuestros amigos…
– Esos escritos son heréticos, un insulto para la religión católica.