Выбрать главу

– ¿La religión católica? -me miró sin poder creer lo que oía-. ¿Pero qué importa la religión católica? Lo que importa es la verdad. Si el Papa está equivocado, tendrá que rectificar. Si no es digno de ser Papa, otro debe ocupar su puesto.

– A mí sí me importa. He sido educada en la doctrina de la Iglesia y mi padre nunca me dijo que estuviera equivocada.

Hugo sacudió la cabeza con desesperación. Miró al fuego y a las cenizas sin poder asimilar la realidad.

– ¡Por Dios, Bruna! -estalló al rato-. El Papa y su legado Arnaldo son responsables del asesinato y la muerte por miseria e inanición de miles y miles de personas. La mayoría, buenos católicos como vos. ¡Son indignos de su magisterio! ¡Son inmorales, asesinos, corruptos! Hay que derrotarlos. ¿Cómo podéis apoyar aún esa religión?

– No son sus actos en lo que yo creo. A veces, un buen rebaño tiene un mal pastor. El mensaje de Dios, de Cristo continúa siendo válido, aunque temporalmente lo secuestre el diablo. Al final, su palabra volverá a brillar igual que el oro cubierto de barro reluce cuando la lluvia se lleva la inmundicia. Yo no creo en la Iglesia del papa Inocencio, no creo en la cruzada de Arnaldo Amalric, no creo en Reginal de Montpeyroux, el obispo de mi ciudad, que abandonó a los suyos cuando decidieron resistir a los cruzados. Creo en la palabra de Dios que sale de la boca de Domingo de Guzmán, que quiere imitar en pobreza y ejemplo a nuestro Redentor. En los curas de Béziers que dieron sus vidas masacrados a las puertas de sus iglesias tratando de proteger a sus fieles. Creo en Aymeric, el templario que entregó sus bienes a su Orden para vivir pobre y después se ofreció entero al Señor. Ésa es mi religión. Ésa es mi fe. Y la carga de la séptima mula era la obra del diablo, la herejía.

Su mirada se perdió hacia los árboles, hacia los riscos de los montes. Era una mirada extraviada; no veía nada fuera, miraba dentro, contemplaba su propia desesperación. No supe siquiera si me había escuchado, pero yo no estaba dispuesta a callar. Quería llegar al fondo de aquel asunto una vez por todas.

– Matadme si eso os complace, pero los documentos ya no existen -le espeté-. Asumidlo; habéis fracasado. Por mucho que os esforcéis, no hay nada que podáis hacer para paliarlo.

Él pareció regresar de sus pensamientos y repuso:

– No está todo perdido. Aún estáis vos, la Dama del Grial.

– Os equivocáis -le dije-. No soy ésa. La Dama Ruiseñor; la Dama del Santo Grial o como quisierais llamarla fue asesinada por los cruzados en Béziers. Mi nombre es Guillemma, Bruna era mi prima.

– No es verdad.

– ¿Y qué importa? Todos los que me conocieron están muertos menos vos -repuse-. ¿A quién van a creer?

Su mirada volvió a perderse y me di cuenta de que aquel testarudo era incapaz de aceptar su derrota.

– Vos lo dijisteis -insistí- para que el Rey pueda llevar a cabo sus planes, si realmente cree en esa quimera, precisa primero la legitimidad de los documentos, después a la Dama Grial para contraer matrimonio y, al fin, la fuerza para imponer su derecho. Al Rey sólo le queda el poder de las armas. Sin los documentos y sin la dama, la fuerza, si la tiene, no le sirve para nada.

Entonces clavó sus ojos en mí y se me acercó. Pensé que iba a golpearme, pero cruzó por mi lado hasta la pared del fondo. Vi que lanzaba con rabia su puño contra la roca.

Pero en su camino, como si algo le detuviera, se frenó para terminar golpeando sólo con la palma. Y allí se quedó, apoyado contra el muro, silencioso.

Estuvo mucho tiempo allí. A veces, en un arranque desesperado crispaba sus puños y golpeaba su cabeza contra la piedra. Otras, permanecía pensativo.

Y yo, sentada al lado de un fuego que moría entre costosísimas cenizas, le miraba con angustia. Al fin de un tiempo que me pareció infinito, se giró y sus ojos se encontraron con los míos. Después, miró a su alrededor como intentando recordar dónde estaba y qué ocurría. Buscó otra vez mi mirada y al notarse en lágrimas la desvió para llorar desconsoladamente, como un niño. No tenía fuerzas para resistirse y le acuné en mis brazos. Me preguntaba por qué, por qué lo había hecho. Yo le respondía que por amor. Parecía incapaz de entenderlo.

111

«Huius longa si sit uita,

mea erit, credas, ita;

fínietur sed si cita

moriar bac pro árnica.»

[(«Si larga fuera su vida,

creo que la mía lo sería,

pero si muriera mi amiga,

yo con ella moriría.»)]

Carmina Rivipullensia

Había, apostado mi destino a una sola carta: el amor de Hugo. Había borrado mi pasado y el de mis antecesores. De reina pasé a ser plebeya, pero al fin tuve que rendirme a la evidencia; había perdido en mi envite. La desesperación del de Mataplana al destruir yo los legajos confirmaba lo que había querido ignorar. Me cortejaba por razones de Estado, para servir a su señor. El deber con el Rey era su Grial. El mío era su amor. Los dos fracasábamos en nuestras búsquedas.

Cuidé de él, de las heridas de su cabeza contra la pared de roca, descansando todo el día en el mismo lugar. Hugo estaba hundido, pensativo, silencioso y yo, abatida. Sus rasguños eran leves, pero mi corazón continuaba sangrando. Le miraba con disimulo cuando él no me veía, y me decía que le quería, que lo quise desde el primer momento y que sólo las dudas sobre su amor me hicieron considerar a Guillermo. Pero ahora las dudas se habían transformado en evidencia, en una realidad cruel. No me amaba.

Después de una noche en la que casi no dormí, Hugo dijo que estaba listo para continuar. Apenas habíamos hablado en más de un día y en silencio preparamos las monturas para partir.

Ya en ruta, me dije que seguía el camino por inercia ¿Adonde iba? El castillo de Mataplana ya no era una opción para mí. Tampoco tenía nada ni a nadie en Occitania. ¿Qué haría? ¿Qué sería de mí? ¿Para qué cruzar los Pirineos? Hugo al menos volvía a su casa; yo no tenía lugar adonde regresar. De haber tenido a dónde ir, me hubiera despedido de él en aquel instante, hubiera girado mi montura y me habría alejado. Pero allí estaba, acompañándole, sin encontrar el valor para decirle adiós.

Al día siguiente empezó a hablarme, sólo en ocasiones. Parecía que iba superando su abatimiento. Yo trataba de ampliar la conversación y charlaba sobre cosas del camino, del tiempo y del paisaje. Y justo pasado Foix, me dijo:

– Os doy las gracias, Bruna, por curar mis heridas, por cuidarme.

Eso me animó y al rato le hablé:

– Escuchadme, Hugo. Esos documentos decían que yo era quien no era. No tengo nada de divino; soy una dama joven locamente enamorada de su caballero. Él es lo único que a ella le importa. Tomadme en vuestros brazos o matadme, puesto que muerte para mí es estar lejos de ellos. Por favor, olvidad esa locura; es ya un imposible. Por mucho que hagáis, no podréis tener nunca esos manuscritos. Por mucho que busquéis, no vais a encontrar a la Dama Ruiseñor. Ya no existe. Pero me tenéis a mí. Vos sois mi Grial. Haced de mí el vuestro, pero que sea un Grial de amor, no de sangre.