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– Yo te absuelvo -dijo de nuevo Milos mientras descargaba el siguiente trallazo.

Hugo revisó la hilera de clérigos de alto rango que se erguían solemnes con sus enjoyadas ropas brillando al sol. Le sorprendió la ausencia del arzobispo de Narbona, Berenguer III, tío del rey de Aragón, que al faltar a semejante cita desafiaba a un Papa que en ocasiones le había increpado llamándole «perro que no sabe morder» por su inacción contra los herejes y contra el propio conde cuando éste fue excomulgado con anterioridad. Pero su mirada fue a aquellos dos nobles jóvenes que se destacaban de un grupo de caballeros cruzados, en el otro extremo del semicírculo formado por el público. Estaban por delante de la barrera con la que los soldados mantenían a la chusma a raya. Lucían sobre la parte derecha de su túnica unas ostentosas cruces rojas bordadas y sin duda eran norteños, casi seguro francos. Cuchicheaban jocosamente sin mostrar el respeto de los demás al castigo que se inflingía al señor de Saint Gilles, el conde de Tolosa, el príncipe de los nobles occitanos. Aquéllos eran la avanzadilla de los invasores que a miles bajarían por la cuenca del Ródano para depredar las tierras occitanas. Odiaba su aspecto, su prepotencia, su arrogancia de conquistadores, la amenaza que representaban.

– Yo te absuelvo -repitió Milos haciendo la señal de la cruz con la mano derecha y golpeando con la izquierda.

Las pompas no eran casuales, sino una demostración de fuerza y prueba palmaria de la magnificencia de la Iglesia católica y de su victoria sobre el poder terrenal de los nobles, que los azotes sobre las carnes fofas del cincuentón conde de Tolosa simbolizaban.

Pero el verdadero pecado del conde, pensaba Hugo, no era el acostarse con sus sobrinas ni ordenar el asesinato de Peyre, tal como falsamente le acusaban, o dar importantes puestos administrativos a judíos y tolerar a los herejes como ciertamente hacía. Su falta era haber combatido el poder del clero católico que mantenía extensas posesiones y cobraba al pueblo diezmos y demás tributos que le empobrecían. El conde quiso apropiarse de esas riquezas. Ésa era precisamente una de las razones del éxito de los herejes cátaros entre las clases menestrales y bajas del país; pues lo que, a diferencia del clero católico, vivían en la pobreza y se sustentaban con su trabajo sin ser carga para la plebe. En cuanto a los nobles, algunos de escasos recursos y envidiosos de la poderosa Iglesia católica, apoyar a los herejes era su forma de combatirla.

– ¿Crees, primo, que de haber instigado realmente el conde el asesinato del legado Peyre, el abad del Císter le hubiera perdonado con sólo treinta azotes? -preguntó Guillermo de Montmorency a Amaury, que contemplaba la flagelación en primera fila.

Éste, entretenido con el espectáculo, el pomposo despliegue de poder y la multitud, tardó en responder.

– No lo sé, primo. Él sabrá.

– Sí, pero si el conde fuera culpable, él tendría los documentos perdidos.

– ¿Y?

– Que el abad del Císter, Arnaldo, le hubiera obligado a devolverlos antes de perdonarle. Y yo estaría ahora en París cortejando a mi dama.

Amaury de Montfort miró fijamente a Guillermo desentendiéndose de la acción. Después le dijo:

– A veces, primo, hay que obedecer y no pensar tanto. Eso te puede traer problemas con el abad del Císter.

– Quiere que recupere los documentos, pero no me pide que averigüe quién los robó… -Guillermo cavilaba sin atender a su primo-, que, por cierto, fue el mismo que asesinó a Peyre de Castelnou.

– ¿Pero averiguar lo uno obliga a lo otro?

– Pudiera ser que no -murmuró Guillermo pensativo y lento-. Quizá él sepa quién los robó, pero no quién los tiene ahora. Eso es muy extraño.

El de Montmorency continuó rumiando. Tenía muchos interrogantes, pero decidió que en aquel asunto había tres preguntas fundamentales: quién tenía los documentos de la séptima mula, qué contenían y por qué el abad del Císter quería terminar con la vida de la Dama Ruiseñor. Era un hombre que buscaba siempre respuestas y se dijo que no se detendría hasta resolver, uno a uno, aquellos tres enigmas. Le gustara o no al abad Arnaldo.

Cuando el cansado Milos propinó el trigésimo azote, la espalda y el cuello del conde de Tolosa estaban cubiertos de sangre. La penitencia había terminado y con ella la excomunión, y el conde estaba reconciliado con la Iglesia de Roma. Milos miró al abad Arnaldo y éste asintió; hermosa ceremonia, habían hecho un gran trabajo.

Pero cuando ya iban a conducir al conde al interior de la iglesia para la misa, éste se irguió, miró a Milos y dijo en voz bien alta, para que todos oyeran:

– Dadme la cruz. Yo también quiero combatir la herejía, admitidme a mí y a mis tropas en la cruzada.

Arnaldo y Milos intercambiaron otra mirada, ésta consternada. No esperaban eso de aquel conde al que habían acusado de hereje hasta momentos antes. Al ser cruzado, la Iglesia le protegería, nadie podría atacar sus posesiones, y se hacía inmune a la cruzada que Arnaldo había predicado en el norte específicamente contra él. Por otra parte, ¿quién podía negarle la cruz al bisnieto de uno de los líderes cristianos de la cruzada que conquistó Jerusalén? ¿Cómo rechazar al que la Iglesia acababa de aceptar?

– ¡Qué buena jugada! -pensó Hugo de Mataplana.

Pero de inmediato se alarmó al darse cuenta de las dramáticas consecuencias que aquello acarreaba. Debía avisar con urgencia a su amigo el vizconde Trencavel.

13

«So que las crotz costero d'orfres ni de cendatz que silh meiren el peihs lo destre latz.»

[(«Se hicieron bordar cruces de orfrés y cendal que lucían sobre el lado derecho de su pecho.»)]

Cantar de la cruzada, I-8

Saint Gilles

Saint Gilles parecía en fiestas. El espectáculo del castigo de su señor, anunciado en todos los púlpitos a muchas millas a la redonda, atrajo a gentes de toda Occitania. Aprovechando la afluencia de público, muchos mercaderes, algunos llegados de muy lejos, habían montado sus tenderetes, a los que regresaron una vez terminada la diversión y cuando el conde hubo entrado en la abadía a oír misa. Aun así, la multitud era tal que, al final del oficio religioso, el conde de Tolosa tuvo que salir por un pasadizo escondido a través de la cripta. Precisamente, allí estaba enterrado Peyre de Castelnou, su presunta víctima, y allí hicieron detener al penitente a orar en un último acto de desagravio.