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Él compuso para mi madre la canción del ruiseñor y, a veces, ella lloraba al oírla. Habla de una joven dama que añoraba su hogar, su familia en las tierras del norte. Es melancólica, sabe a soledad y cuenta un mal matrimonio decidido por el padre. También de un ruiseñor viajero, correo de un mensaje de amor. Es triste, pero muy bella.

A mí me gusta cantarla con sentimiento y lo hago en memoria de mi madre y de su amor.

Murió joven, hermosa, nostálgica, pero enamorada. Era invierno, le vino tos, fiebre y en pocos días se consumió. Se trajeron todos los remedios, mi padre hizo cuanto pudo, estuvo con ella, pero la mano que Ana quiso sostener en su último suspiro fue la de Sans, su trovador, su juglar, su verdadero amor.

Recuerdo ver, desde el primer banco de la iglesia, el reservado a mi familia, a Sans d'Urgell solo, encogido en un rincón lejano, llorando en el funeral. Él, que acostumbraba a erguirse como un gallo al cantar, luciendo su orgulloso bonete empenachado con dos largas plumas de faisán, se apoyaba durante aquella misa, cabeza descubierta, contra una pared trasera, deshecho. Nunca más supe de él.

Pienso que buscó un lugar distante donde morir cual viejo ruiseñor en invierno que, no pudiendo mantener más su propio calor, se acurruca en un último refugio.

Así que cuando canto la canción del ruiseñor también lo hago en honor a Sans, agradeciéndole toda la felicidad, todo el amor que le dio a mi madre.

Aquella pasión alumbró mi infancia y me preguntaba si Hugo de Mataplana, el juglar del que me había prendado, y con quien en los últimos días había conseguido intercambiar unas pocas palabras y muchas sonrisas, sería capaz de algo tan bello.

6

«Gaudeamus igitur juvenes dum sumus.»

[(«Acompáñennos los gozos mientras seamos jóvenes.»)]

Carmina Burana

Afueras de París. Marzo de 1209

Los dados rodaron dando tumbos sobre la mesa de roble basto y uno se detuvo en el pequeño desnivel formado por dos tablones mal ensamblados.

– ¡Cuatro y dos! -gritó un hombretón de barba rubia cuya sonrisa de dientes corroídos brillaba a la luz de los candiles-. ¡Perdéis, señores estudiantes!

– Os equivocáis -repuso Amaury de Montfort, un joven corpulento-. El dos está montado, hay que rodarlo de nuevo.

– ¡De ninguna manera! -gruñó otro hombre rubio, con un acento que denotaba su procedencia de los condados del norte-. Antes habéis dado por buena una jugada semejante porque os convenía.

– Aquel dado estaba casi bien -intervino Guillermo de Montmorency, un muchacho tan fornido como el anterior y en cuyos ojos azules había un brillo irónico. Y mirando desdeñoso al último que había hablado, añadió-: No saldréis de aquí con bien si no se repite esa jugada.

El tono era de amenaza. Sus miradas se encontraron retándose. El hombre buscó la empuñadura de la daga que le colgaba del cinto.

– Déjale que eche el dado de nuevo, Gunter -razonó el tercero de los mercaderes intentando calmarle-. Tendría que sacar un seis; demasiada suerte. No merece la pena la trifulca.

– El dado de antes estaba más montado que éste y se aceptó por bueno -rezongó Gunter, sin apartar la mirada de los ojos de su contrincante. La lengua se le trababa por el vino y el coraje.

Guillermo sonrió enseñando los dientes y colocando también la mano sobre su puñal en amenaza.

– ¡Por san Dimas, Gunter! -exclamó el prudente, sujetando a su compañero del brazo-. Tenemos la partida ganada; te está provocando y aquí somos forasteros. ¡Deja que tire el dado!

La mirada se mantuvo mientras Guillermo ampliaba su sonrisa triunfal. El otro apartó la vista y dijo: -¡Tirad de una vez, maldita sea!

Guillermo cogió el dado y, ocultándolo de la luz de los candiles con la sombra de su mano grandota, lo sacudió en alto, haciendo un hueco entre sus manos, para lanzarlo rodando sobre la tabla. Todos contuvieron la respiración y el ruido de la pieza de hueso saltando en la madera sonó diáfano, hasta que fue a pararse junto al mismo desnivel donde se detuvo el dado anterior.

– ¡Un seis! -rugió Guillermo-. ¡Ganamos nosotros! -y su compadre Amaury empezó a reír a carcajadas.

– ¡No puede ser! -gritó Gunter-. ¡Ha cambiado el dado!

– Un seis, hemos ganado. Partida terminada -insistió Guillermo, mientras recogía el dado y lo guardaba en su faltriquera.

– ¡No lo escondas! -advirtió el mercader.

El muchacho le miró mientras golpeaba su bolsa sonriendo triunfal.

– No te vas a burlar de mí, petimetre -gruñó Gunter, y la hoja de su daga brilló buscando las tripas de su adversario.

Éste lo esperaba y dio un paso atrás esquivándolo, aun sin poder evitar que el estilete rasgara su túnica y penetrara hacia los intestinos. El pinchazo dolió, pero el muchacho se dijo que era una suerte que aquel necio no hubiera advertido que vestía una fina cota de malla de acero bien trenzado bajo el ropaje exterior y que lanzara su golpe en lugar equivocado. Pudo sujetar la muñeca del agresor con su mano izquierda, evitando la siguiente puñalada, mientras que su derecha aferraba uno de los cubiletes de madera maciza ahuecada que servían de tazones y lo levantó por encima de su cabeza, esparciendo el vino que contenía por el aire, para estrellarlo contra el rostro de su atacante. Éste tiraba del puñal sin poderse librar de aquella zarpa que lo sujetaba, intentando mientras cubrirse la cara ensangrentada con su mano izquierda. Pero Guillermo, usando el pesado tazón cual maza, golpeó con todas sus fuerzas la mano protectora y ésta, la cara. Los huesos crujieron y Gunter trastabilló hacia atrás. Uno de los mercaderes quiso sujetar al joven por la espalda, pero se encontró con un pinchazo en el cuello. Amaury se había interpuesto y, apuntándole con su daga bajo la barbilla, le hizo retroceder un par de pasos.

El tercer extranjero sacó su puñal, pero lo guardó apresurado cuando vio a dos individuos que, salidos de la oscuridad, le amenazaban blandiendo espadas. El siguiente golpe hizo que Gunter retrocediera varios pasos y, aunque pudo sujetar por unos instantes aquella maza que le machacaba la faz, al tropezar con un taburete y caer de espaldas, soltó a su contrincante y su propio puñal. Guillermo de Montmorency se abalanzó sobre el caído y le martilleó, ya en el suelo, ferozmente.